martes, enero 25, 2011
MALDITAS TENTACIONES
Cuando inicié mi relación con M me propuse reprimir intencionalmente esos arranques de coquetería que matizaron mi accidentada etapa de soltero.
Antes –no sabría explicar muy bien por qué– coqueteaba con todo ser vivo femenino que insinuara algo de movimiento. Al margen de las muchas o escasas posibilidades de correspondencia que tuviera, mi cuerpo y mi mente buscaban fabricar todo el tiempo situaciones de proximidad con mujeres. No lo hacía ni por mujeriego ni por pendejerete, pues por lo menos los mujeriegos y pendejeretes suelen tener éxito en sus intentonas. Lo mío era al revés. Algo así como el puro gusto de fallar, pues a pesar de que la mayoría de veces mis amagos de seducción terminaban en francos estropicios, la absurda genética me llevaba a meter la pata una y otra vez en el mismo bache.
Por eso desde que empecé a estar con M tomé conciencia y suspendí esa torpe propensión al gileo fallido. “Ahora que he encontrado una chica buena y bonita, ya no necesito estar seduciendo a nadie”, me repetía a mí mismo, aliviado.
Sin embargo, no todo ha sido tan fácil. El destino –que en complicidad con la ironía se ha acostumbrado a agarrarme de punto– me ha hecho padecer en las últimas semanas tentaciones, digamos, tragicómicas.
No entiendo por qué ahora, que tengo novia y que vivo un cierto período de calma y estabilidad sentimental, empiezo a toparme con chicas guapas por todos lados. Lo peor no es eso, sino que siento que esas linduras de pronto se fijan en mí de un modo sugerente, pícaro, hechicero.
Y aunque asumo con firmeza la decisión de no hacerles mucho caso, me pregunto con legítimo desconcierto: ¿Por qué carajo las mujeres no me coqueteaban de esa manera cuando yo estaba soltero, disponible, deseoso de besarlas y de practicar con ellas el más efusivo combate cuerpo a cuerpo? ¿Por qué? ¿Por qué justo ahora que mi noviazgo con M coge un vuelo más o menos firme, estas chicas ricotonas –cuales vampiresas enviadas por algún enemigo siniestro que me quiere hacer pisar el palito– se me aparecen sistemáticamente?
Por ejemplo, hace unas semanas fui al Banco, me senté a esperar mi turno con el papelito electrónico en la mano, y cuando me acerqué a la ventanilla noté que me atendía una chica excesivamente linda. ¡Lo sentí tremendamente injusto! Desde que tengo uso de razón cada vez que he ido a hacer un trámite al banco siempre me ha tocado ser atendido, si no por hombres, por chicas malgeniadas, regordetas, o por viejas antipáticas, desgreñadas y bigotudas. Nunca me tocó una como esa Miss Universo, esa beldad que me sonreía al otro lado del mostrador y me eclipsaba, me engatusaba, haciéndome olvidar para qué diablos fui: si a pagar cuentas, a cobrar un cheque o a qué.
–Hola, ¿en qué puedo ayudarte?, me dijo, ladeando la cabeza como toda una modelo profesional.
–¿Ah? ¿Qué? Ah… sí, este, vine para…
Que al lector le quede clara una cosa: no deseo estar solo, deseo estar con M, pero si estuviera soltero no hubiera dudado un segundo en pedirle el teléfono a esa ninfa. Claro que si se lo hubiese pedido, seguramente hubiera rebotado como una pelota de goma, pero nada me habría impedido intentarlo.
–¿Puedo servirte en algo más?, me preguntó, riéndose, malévola.
Y yo quería decirle que sí, que me sirviera una cerveza y me contara su vida entera ahí mismo. Quería decirle que aceptara salir conmigo, pero tuve que morderme los labios y responderle como un eunuco ruborizado.
–No, gracias, eso es todo. Has sido muy amable.
Salí del banco embobado, pero de inmediato evoqué el rostro de M y me quedé tranquilo. Su recuerdo –es decir, el recuerdo de que somos enamorados– me sirve de usual antídoto, de anestesia para apaciguar al diablillo saltón que revolotea en mi cabeza como un mono erótico enjaulado.
Esa misma mañana fui después a la clínica, a mi cita bimestral con el oculista. Y entonces volví a sufrir. Ocurría que el doctor había cambiado inesperadamente de enfermera. Ya no estaba esa viejecita medio jorobada que me atendía de mala gana y me programaba citas en los horarios más infames. No. Ahora quien la reemplazaba era una apetecible muchacha de unos veintidós años. Y no llevaba por uniforme el aburrido mandil ni las gastadas chancletas que la vieja vestía. Al contrario: llevaba unos tacones y una apretada minifalda que dejaba ver un par de piernas de antología. Sin duda, las mejores yucas de toda la clínica y alrededores. Cuando la observé de reojo desde el sofá de la sala de espera, la pillé mirándome. Entonces me levanté, le pregunté desde cuándo trabajaba allí, y me enteré de que era la sobrina del doctor, que estudiaba Oftalmología y que estaba ayudando temporalmente a su tío. Yo la miraba mordiéndome la boca. Quería decirle que también podría ayudarme a mí a calmar ciertas urgencias, pero me abstuve y me quedé mudo como un marciano asexuado.
Otra vez, para salir del trance, pensé en la cara de M, suspiré en silencio, me calmé y me volví a sentar como un niño obediente.
Durante las últimas semanas he vivido varios pasajes como esos. ¿Sí o no que parece una inoportuna broma de mal gusto? ¡Nunca antes me crucé con tantos pimpollos en tan corto tiempo! Para colmo, varias de esas canallas me dedican guiños, muecas comprometedoras, como dándome pie a que las aborde. Felizmente, hasta ahora he logrado domar mis impulsos, en nombre de la madurez que mi edad supone y del noviazgo en el que me he aventurado.
Cuando estoy con M todo es más fácil, pues solo la miro a ella. Aunque, claro, si en la calle por desgracia nos cruzamos con un mujerón, me cuesta no girar la cabeza para echarle un veloz vistazo. Creo que a M eso no le molesta (o será que lo he hecho con tanta discreción que ella no se ha percatado). Sé que hay mujeres que no soportan que sus enamorados miren a otra chica; es más, he oído que algunas hasta lo consideran una falta de respeto, sino una infidelidad menor. ¿Será posible?
No es una justificación machista, pero creo que los hombres somos unos mirones descarados por naturaleza. Desde niños nos encanta mirar. En el colegio, por ejemplo, los chicos debutan en esos curiosos menesteres buscando ávidamente levantar las faldas de las niñas o tratando de colocarse debajo de las escaleras para ‘ganarse’ con el primoroso espectáculo de un calzón. Con el tiempo, ese móvil inocentón da paso a una fijación más oscura, una debilidad permanente. Quizá eso explique por qué el hombre consume pornografía, a diferencia de la mujer, cuyas excitaciones requieren de estímulos menos explícitos.
Si las mujeres son más auditivas, nosotros somos más visuales. Si ellas prefieren oír cosas ricas (palabras tiernas, canciones románticas, piropos delicados), pues a nosotros nos gusta ver cosas ricas y toquetearlas con los dedos y las uñas de la imaginación.
Cuando estamos solos en la calle y vemos pasar a una chica de anatomía voluptuosa y formas turgentes, la perseguimos con la mirada hasta saciar nuestra curiosidad. ¿Por qué? Pues no sé. Hay quienes piensan que se debe a un morbo degenerado y enfermizo, pero creo que –para bien o para mal– el temperamento de los varones es así: más básico, más primitivo, más animal, más cárnico, más bestia.
De todos modos, estar con novia en lugares públicos te obliga a reprimir esa mirada lasciva que suele activarse de manera automática. Hace algunas semanas, en la playa, me divertía conversando con M y sus amigas sobre tonteras de pareja.
De pronto, a unos pocos metros de nuestras sombrillas y toallas, pasó un ángel curvilíneo, una mujercita con un cuerpo bien fogueado en el gimnasio. Pasó luciendo un bikini que, de tan diminuto, coqueteaba con el hilo dental. Todas sus generosas redondeces musculares saltaban a la vista. El instinto bruto me empujó a mirarla, pero como no podía ser tan evidente recurrí al venerable artilugio de los polarizados lentes de sol.
Y mientras mis ojos se solazaban recorriendo de arriba a abajo la bronceada firmeza de esa diosa; mientras la escaneaba con los Rayos X de la libido, me convencía a mí mismo de que el inventor de los lentes oscuros –más que un noble samaritano preocupado por combatir el daño que podría causar la luz solar en los ojos sensibles de la humanidad– tiene que haber sido un mirón bien mañosito, un 'vouyeur' profesional con una esposa muy celosa y malhumorada.
El colmo de estas situaciones angustiosas lo experimenté hace unas cuantas noches, en el matrimonio de una amiga de M. La lujosa recepción era una verdadera convención de bellezas. Había chicas preciosas por todos lados. Algunas emparejadas, otras solas. Todas llevaban vestidos elegantes, y estaban espléndidamente peinadas, maquilladas y enjoyadas. En un momento, cuando M me dejó para ir a saludar a unos amigos, mis ojos –emancipándose de mi cerebro– se pusieron a escrutar detalladamente ese show de escotes provocadores, espaldas desabrigadas y piernas enfundadas en nylon.
Si hubiera estado solo, habría intentado ligar con alguna de ellas. Pero no estaba solo, así que antes de seguir dándole cuerda a mis devaneos libertinos, fui a buscar a M para que me diera un beso y me mantuviera a salvo de mí mismo.
En el camino trabé conversación durante unos minutos con un muy conocido pintor nacional, y cuando oí sus magníficos consejos sentí menos culpa por mis ideas.
“Ya quisiera tener tu edad para corretear a alguna de estas ricuras”, me dijo, salivando, mirando a cada lado con los ojos desorbitados, mientras a unos pocos metros su esposa charlaba animadamente con otras invitadas.
El Pintor me contó de sus varios matrimonios y separaciones y me aclaró que, aunque estaba felizmente casado, le divertía espiar a otras mujeres en los eventos sociales. “Mirarlas es obligarlas a que compartan su belleza contigo”, me dijo, y coronó su arranque lírico con un trago seco de pisco puro que casi lo hace irse al suelo.
Luego de haberme sazonado con once copas de champán, encontré a M, la tomé del brazo y la arrastré hasta la tarima de baile. Nos pusimos a bailar como trompos, dando vueltas e improvisando coreografías. Me encanta bailar con ella porque me hace perder el sentido del espacio y le quita total importancia a lo que está al rededor. Bailar con ella es como estar en un refugio, lejos de los pensamientos pecaminosos que me asaltan cuando me quedo parado, contemplando a la multitud como un zombie atarantado.
Cuando bailo con M puedo dedicarle toda mi atención, puedo concentrarme exclusivamente en su rostro, y olvidar por un rato a las cajeras coquetas, las enfermeras de piernas torneadas y las tangas microscópicas.
Nadie me ha sabido explicar por qué las tentaciones se multiplican cuando estás con novia, y por qué nadie te tienta cuando estás solo como un perro vagabundo. Si alguien tiene una respuesta, este es el momento de compartirla.
RENATO CISNEROS
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