martes, diciembre 28, 2010

ERES MUY BONITA PERO MENTIROSA

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A veces pienso que las mujeres están entrenadas para mentir. Que lo hacen con una naturalidad que los hombres nunca alcanzaremos a desarrollar. Los hombres somos más torpes, más vehementes, más evidentes. Nos olvidamos de borrar las huellas después de cometer el crimen. Las mujeres no. Ellas planean, mienten y sobreactúan sus argumentos de una manera casi profesional (y quizá por eso las telenovelas tienen en el auditorio femenino a su público más cautivo).
Esta semana le comenté esa teoría a Fiore, una chica con la que salí hace un tiempo (y que, dicho sea de paso, me parece lindísima). Creí que iba a rebatir mi tesis, tildándome de machista, pero –-contra todo pronóstico-– no solo no la discutió, sino que la reafirmó con razones increíblemente poderosas. “Es cierto. Las mujeres tenemos más facilidad para mentir. Es como si estuviera en los genes. Yo, por ejemplo, podría dar clases”, me confesó, dejándome en un estado de angustiosa chiripiolca ('¿cuántas mentiras me habrá dicho cuando salíamos?', pensé torturadamente mientras la escuchaba).
No sé si el vicio sea genético, como afirma Fiore. Creo que es más bien cultural, pues hay toda una gama de prácticas, actividades y costumbres de las mujeres que, ya desde niñas, las llevan a ejercitarse ––como si fuese un juego–– en el peligroso arte del engaño, llegando a convertirse con el tiempo en insuperables escamoteadoras de la verdad.
Pienso en el maquillaje, por ejemplo. Desde los 10 años las niñas empiezan a jugar con el maquillaje de mamá. Y yo me pregunto: ¿no es acaso el maquillaje una manera de disfrazar la realidad, de alterarla, disimularla, imponer otra apariencia? Es más, el nombre de uno de estos artilugios epidérmicos se llama sombras, nombre que tiene una connotación ciertamente oscura: la sombra oculta, tapa, encubre, no deja ver.
Además, maquillarse no es un pasatiempo banal: es una tarea minuciosa para la cual ellas disponen de todo un andamiaje, de un teatrín denominado graciosamente ‘tocador’, donde se desordenan los lápices de colores, los rímeles, las cremas y pomadas: insumos con que se falsifica una cara.
Las adolescentes mienten, además, cuando en una fiesta las sacas a bailar y buscan un pretexto para decirte que no. En lugar de ser francas y reconocer que no les gustas (y corresponder así al gesto sincero y transparente de haberlas elegido como pareja momentánea), ellas apelan a las mentiras: “es que estoy cansada”, “es que estoy con enamorado”, o la peor: “es que estoy con mi amiga”. Ja. Claro, qué sacrificadas que son. Pero basta que las invite a bailar un tipo guapo y grandote y ellas acceden y les importa un bledo dejar a la amiga parada durante cuatro horas. Y lo más trágico es que lo hacen en tu cara, un segundo después de haberse negado a bailar contigo.
También en el sexo las mujeres tienen en la mentira un arma de largo alcance. Ellas pueden falsear un orgasmo y hacernos creer que somos unos papis machazos. Los hombres, en cambio, no podemos: la eyaculación es el rastro, la prueba inapelable del placer obtenido. (Eso explicaría por qué algunos hombres, después de terminar una relación sexual ––asaltados por la tormentosa duda de un posible orgasmo fingido–– hacen bochornosas preguntas como ¿llegaste?, ¿te gustó? o ¿qué tal estuve?).
La bonita Fiore me puso un ejemplo con el que los hombres deberíamos tener mucho cuidado. Ves que hay un tipejo por ahí rondando a tu enamorada, y tú –intuyendo que hay un peligroso coqueteo entre los dos– vas, la encaras y le preguntas por él. Ojo, señores, con esta situación típica pues pareciera que las mujeres han convenido en darnos una respuesta prefabricada, a la manera de un molde: “Ay, epero cómo se te ocurre, no seas tontito. Él es mi patasa y, además, tiene enamorada”. También esténse alertas por si reciben el argumento de repuesto: “nada que ver, oye, él es solo un amigo, y para que estés tranquilo todo el mundo rumorea que es gay”. ¿Gay? Ja–ja–ja. ¡Gay las pelotas! Esa es una triquiñuela más que las féminas usan para distraernos de nuestro rol fiscalizador.
¡No es posible que la mayoría de mujeres actúe igual! A veces me da por creer que ellas confabulan contra nosotros, reuniéndose clandestinamente durante las madrugadas en algunos sótanos, pactando nuevas estrategias para someternos y hacernos sufrir, o compartiendo secretos y fabricando pócimas. 
Por eso no es raro que la brujería sea básicamente un asunto de mujeres. Y no es raro que las canciones asociadas con mentiras estén básicamente dirigidas a ellas. Y por eso Pinocho ha sido el gran error de la literatura infantil. Todo bien con Yepeto, el viejo carpintero que lo creó, pero Pinocho, señores, ¡¡debió ser niña, eso está clarísimo!! Es más, creo que dentro de cada mujer hay un Pinocho dispuesto a salir del closet. Tendría todo el sentido del mundo: así sería más fácil entender por qué son las mujeres las que se operan la nariz: no porque no puedan respirar ni porque tengan el tabique desviado. Esas son pamplinas. ¡Se las operan para que no les crezca!
Y si hablamos de reencauches faciales, tendríamos que coincidir en que la cirugía estética es la gran mentira moderna de las mujeres. Tetas y nalgas con siliconas. Por Dios. ¿En qué momento pasó? Ahora dicen que hasta las quinceañeras, en lugar de celebrar su fiesta y bailar el vals como antaño, piden de regalo un par de teteras recargadas (o lo que vendría a llamarse un nuevo 'jueguito de té’). 
Si antes la cirugía era solo correctiva (para las viejas que querían borronear las patas de gallo y estirarse las arrugas de la frente y el mentón), ahora la cirugía es una obsesión de casi todas las señoritas, que modifican la naturaleza con un empacho y un cuajo sin precedentes. 
Cómo no va a estar el género femenino habituado a mentir, entonces, si los cuerpos de muchas de sus integrantes son en el fondo una mentira, un espejismo, un invento (Maju Mantilla me parece una diosa, pero sus fotos de jovencita la delatan con roche).
Sería interesante ver la diferencia estadística entre la cantidad de mujeres y de hombres que se dejan tarrajear por un bisturí en nombre de la conservación de la belleza. Ellas, obviamente, nos ganan por goleada. ¿Nosotros qué nos operamos? Nada. Algunos señores traumados se hacen la pene-plastía, y otros consumen esteroides para inflar sus músculos, pero no estamos hablando de casos significativos.
Pero en fin, haciendo una concesión, uno podría aceptar las siliconas en nombre de la autoestima de las mujeres (aunque esa excusa no me la trago del todo); pero lo que sí encuentro verdaderamente insoportable son esas almohaditas de esponja que se ponen algunas chicas para levantarse las tetas y llevar el poto afirmado. Qué huachafería. Es como si los hombres nos colocásemos un par de medias de fútbol dentro del calzoncillo para hacer bulto y aparentar la posesión de un miembro genital de proporciones mitológicas. ¿No es estúpido?
A cada una de esas esponjas miserables ellas le dicen delicadamente push up, pero no son otra cosa que una burda mentira más. Si quieren tener medidas más turgentes y verse más voluptuosas, pues inviertan su plata y opérense, pero no nos engañen así. Porque a la hora de los loros, en el ring de las cuatro perillas, no hay push up que se mantenga. Llega el obligado momento del calateo y -–¡juá!–- toda la bonita estantería se viene abajo de golpe. Uno ve el espectáculo del desmoronamiento y se deprime en el acto. Es mejor saber de antemano dónde está cada cosa, con su peso y medida oficiales, para luego evitar penosos decaimientos que arruinen la velada.
Bueno, digo todo esto simplemente como introducción, pues si leyeron el post anterior sabrán que conocí a una chica (S) que me dio su teléfono aún teniendo enamorado: situación confusa que yo traté de resolver a través de este blog, apelando al juicioso sentido común de esta chica, pidiéndole que me mandara alguna señal para saber cómo proceder ante tan embarazosa encrucijada.
El post lo colgué el martes pasado y esperé pacientemente alguna reacción de su parte. Pasó el martes, pasó el miércoles, pasaron el jueves y el viernes y nada. El sábado –-a una semana exacta de nuestro encuentro-– decidí hacer lo que muchos de ustedes me recomendaron: llamarla, pulsar desde mi celular los ocho dígitos de su número y hablar con ella para ver si toda la buena onda, la aparente química y el mutuo intercambio de sonrisas del almuerzo de ex alumnos tenían algún futuro.
Pues hice eso: la llamé. Estaba muy nervioso. Creo que el hecho de que el tema haya sido tan comentado en el blog me puso más nervioso aún. Escuché los primeros ‘ring’, tomé aire y, de pronto, oí una voz que no se parecía en nada a la de ‘S’. Yo recordaba que ella tenía la voz un poco ronquita, pero no había manera de que en una semana haya adquirido un vozarrón de camionero como el que estaba escuchando al otro lado del auricular. Por un momento pensé que era su enamorado y vacilé, pero algo me animó a continuar: yo no le había dado mi teléfono a ‘S’, así que el enamorado no tenía por qué saber que era yo.
–¿Aló?, inquirió la voz aguardientosa
–Hola. ¿Está ‘S’ por favor? 
–No, compadrito. Este número no es de ninguna ‘S’. Soy Manuel. 
–¿Está seguro?
–Claro que estoy seguro, huevón, ¡marca bien!
El tipo colgó y fui atacado por una serie de infinitas dudas. “¿S me habrá mentido? ¿Me habrá dado otro teléfono? No, no creo. Además, soy hermano de un amigo de su hermana. No creo que haya incurrido en esa tontera innecesaria. No, ni hablar, yo me debo haber confundido”, me apacigüé a mí mismo.
Volví a marcar el mismo número y me contestó el mismo orangután con voz de borracho. Esta vez directamente me mandó a la mierda y colgó. Entonces empecé a marcar distintos números, reemplazando dígitos, en mi testarudo afán (en el fondo orgulloso y ególatra) por probar que no me habían mentido, que no era posible que ‘S’ me haya mandando al desvío de esa manera tan grotesca.
Mi explicación final es que se asustó. Que se entretuvo conmigo en el almuerzo, y que, prefiriendo ahorrarse problemas con el novio, optó por el camino femenino más clásico: el embuste. O quizás, como alguno de ustedes especuló por ahí, ella simplemente nunca me miró con intenciones distintas de las que la amistad provoca y por eso me extendió un número irreal. La película romántica, para variar, solo se había proyectado en el ecran de mi cabeza.
Después de marcar el noveno número me rendí, y salí a correr al parque que está a la vuelta de mi casa para tomar aire y relajarme un poco. Mientras corría, en un descuido, pisé un voluminoso pedazo de excremento de perro. “La puta madre”, me quejé a solas. “Encima esto”.
Una señora de unos sesenta años que pasaba por allí me vio, intentando liberar a mi zapatilla de esos pestilentes grumos de caca, y me dijo: “dicen que trae suerte”. Le sonreí diplomáticamente mientras por dentro renegaba: “vieja del diablo, mujer tenías que ser, igual de mentirosa que las demás”.
RENATO CISNEROS

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