EL VAMPIRO entra en la taberna y toma asiento en la mesa más alejada de la barra. A la usanza de sus antepasados, lleva una gabardina oscura, capa con listones rojos, camisa blanca, pantalón negro, zapatos de charol. Su estrambótica apariencia no perturba a los asistentes, que le tienden una mirada indiferente, como si se tratara de un visitante más. La taberna es una casona de un solo piso, levantada al borde de una carretera sin nombre, en un tramo que carece de alumbrado público. Son las doce de la noche y el local luce atestado. Después de laborar en los graneros de la comarca, los lugareños hacen una parada antes de volver a casa. Casi todos son hombres. La lluvia –rala, pero dura– golpetea las ventanas. Es casi seguro que habrá tormenta. El frío de la neblina se cuela por las fisuras de las paredes, aunque la chimenea del fondo logra entibiar el ambiente. No hay música: el rumor de las conversaciones mezclándose constituye la única bulla que recorre la estancia. El vampiro bebe una cerveza mientras su mirada –lenta y lateral– recorre cada mesa, estudiando la gestualidad de sus ocupantes. Aquí nadie sabe que se llama Boris. Nadie sabe que sus colmillos esquilmados jamás han perforado las venas de ninguna víctima, ni que lleva siglos repitiendo la aburrida rutina de morir para después resucitar. Nadie sabe que está perdidamente enamorado de Mina Murray, la hija del doctor Seward, dueño de la taberna. Nadie sabe que ahora, justo ahora, mientras Mina se bambolea coquetamente entre las mesas, atendiendo a los clientes que se funden en un exagerado vínculo de gratuita celebración, mientras ocurre eso, el vampiro exorciza sus penas allá en la profundidad de su vaso. Pobre Boris: si supiera cómo hacerlo, se convertiría en lobo, murciélago, perro o mosca. Pero no sabe. Ni siquiera tiene el valor para dejar su posición, encarar a alguno de los pobres diablos que circulan a su alrededor, embestirlo, y aplicarle en el cuello una dentellada mortal. Si pudiera, piensa, le succionaría a cada uno todos los glóbulos, las plaquetas, hasta dejarlos exangües, con el pellejo pegado al esqueleto. Pobre Boris: quisiera ser un monstruo, un monstruo horrible que no dudara en vengarse de los humanos. Un monstruo que infundiera temor en los demás, que pudiera instaurar un reino con el cual expandir la fama de horrendo chupasangre de que carece. Su condición, no obstante, le impide alcanzar esos propósitos. Boris es un vampiro anormal, susceptible, disfuncional, voluble, enamoradizo, sin malicia, incapaz de infligir el daño que la naturaleza le exige procurar a las subespecies con que convive. No reniega de su casta, pero la contradice. No se lamenta de su oscuridad, mas le rehúye. Boris no puede matar, pero cómo quisiera”.
miércoles, mayo 14, 2014
03 EL VAMPIRO
EL VAMPIRO entra en la taberna y toma asiento en la mesa más alejada de la barra. A la usanza de sus antepasados, lleva una gabardina oscura, capa con listones rojos, camisa blanca, pantalón negro, zapatos de charol. Su estrambótica apariencia no perturba a los asistentes, que le tienden una mirada indiferente, como si se tratara de un visitante más. La taberna es una casona de un solo piso, levantada al borde de una carretera sin nombre, en un tramo que carece de alumbrado público. Son las doce de la noche y el local luce atestado. Después de laborar en los graneros de la comarca, los lugareños hacen una parada antes de volver a casa. Casi todos son hombres. La lluvia –rala, pero dura– golpetea las ventanas. Es casi seguro que habrá tormenta. El frío de la neblina se cuela por las fisuras de las paredes, aunque la chimenea del fondo logra entibiar el ambiente. No hay música: el rumor de las conversaciones mezclándose constituye la única bulla que recorre la estancia. El vampiro bebe una cerveza mientras su mirada –lenta y lateral– recorre cada mesa, estudiando la gestualidad de sus ocupantes. Aquí nadie sabe que se llama Boris. Nadie sabe que sus colmillos esquilmados jamás han perforado las venas de ninguna víctima, ni que lleva siglos repitiendo la aburrida rutina de morir para después resucitar. Nadie sabe que está perdidamente enamorado de Mina Murray, la hija del doctor Seward, dueño de la taberna. Nadie sabe que ahora, justo ahora, mientras Mina se bambolea coquetamente entre las mesas, atendiendo a los clientes que se funden en un exagerado vínculo de gratuita celebración, mientras ocurre eso, el vampiro exorciza sus penas allá en la profundidad de su vaso. Pobre Boris: si supiera cómo hacerlo, se convertiría en lobo, murciélago, perro o mosca. Pero no sabe. Ni siquiera tiene el valor para dejar su posición, encarar a alguno de los pobres diablos que circulan a su alrededor, embestirlo, y aplicarle en el cuello una dentellada mortal. Si pudiera, piensa, le succionaría a cada uno todos los glóbulos, las plaquetas, hasta dejarlos exangües, con el pellejo pegado al esqueleto. Pobre Boris: quisiera ser un monstruo, un monstruo horrible que no dudara en vengarse de los humanos. Un monstruo que infundiera temor en los demás, que pudiera instaurar un reino con el cual expandir la fama de horrendo chupasangre de que carece. Su condición, no obstante, le impide alcanzar esos propósitos. Boris es un vampiro anormal, susceptible, disfuncional, voluble, enamoradizo, sin malicia, incapaz de infligir el daño que la naturaleza le exige procurar a las subespecies con que convive. No reniega de su casta, pero la contradice. No se lamenta de su oscuridad, mas le rehúye. Boris no puede matar, pero cómo quisiera”.
***
Raro escribe la historia de Boris, el vampiro inútil, esperando que Sebastián –su vecino y amigo director de cine– la convierta en un cortometraje. Todo fue idea del propio Sebastián. Se lo pidió una tarde, en medio de una larga conversación sobre las aspiraciones de cada uno. Raro le contaba de la riña con sus padres, de lo asfixiante que resultaba su casa, de su nuevo trabajo en la aerolínea, de sus ganas, nunca ventiladas, de escribir relatos e historias que pudieran convertirse en películas, aunque sea de circulación menor.
No tenía experiencia en la elaboración de guiones, pero alguna vez, estando todavía en la universidad, participó como alumno libre en un taller de narrativa audiovisual en la Facultad de Comunicación. Solo asistió a cuatro clases, pero quedó fascinado. Si no continuó fue por culpa de las materias de Derecho, que se pusieron difíciles, exigiéndole el doble de concentración. Se prometió retomar el taller al siguiente semestre, pero no lo hizo, sin embargo, algo como un interruptor dentro de él se había activado, una chispa que necesitaba de algún combustible para convertirse en una llamarada corrosiva. Raro tenía el fuego dormido y fue Sebastián quien le facilitó la gasolina para propagarlo. Estaba preparando un conjunto de cortos para exponerlos en un festival en Cuba y, como parte del proyecto, les pidió a cuatro amigos, entre ellos Raro, un texto, un cuento breve, que él luego transformaría.
–Pero no tengo la más puta idea de cómo hacerlo. Recuerdo un poco de la teoría pero me falta toda la técnica. Acuérdate de que no acabé el taller. Si me siento en la computadora, voy a quedarme en blanco. Gracias, Sebastián, pero no soy escritor. No sé si pueda.
–Tranquilo. No te estoy pidiendo un guión profesional. Vamos por partes. Empieza por un personaje. Descríbelo, retrátalo, dale un lugar.
–¿Un personaje real o imaginario?
–Dejemos que sea ficticio, pero constrúyelo como si fuera real. No importa lo delirante o estrafalario que sea. No interesa si es un extraterrestre, un zombi o un jinete sin cabeza. Importa que haya coherencia entre él y el universo por donde se mueve. ¿Me dejo entender?
–Más o menos
–Ya, mira. ¿Te acuerdas del cuento que te mostré el otro día? El de Monterroso: el del rey que abandonaba su corte, su pueblo y, de la nada, decidía irse al norte de África para vivir en comunidad con una tribu de ancianos que idolatraba…
–…a los hipopótamos. Sí, claro. Lo recuerdo. Me lo leí de un tirón en el taxi.
–Ya, pues. Monterroso contó después en una entrevista que se inspiró en un tío suyo que, tras renunciar a su puesto de funcionario en una mutual muy popular en Tegucigalpa, se marchó de la gran ciudad para refugiarse en el campo, donde se dedicó a la crianza de palomas mensajeras. A eso me refiero: parte de algo real, bosqueja un perfil y luego colócale un ropaje de mentira. ¿Captas?
–Sí, capto. ¿Y quieres que mi personaje también se vaya al África?
–No seas idiota. Solo quiero que inventes uno, que lo dotes de una personalidad, de un carácter, de un modo de pensar, que des pincelazos de su biografía. No lo tomes como una tarea. Solo diviértete.
***
Raro escribía afanosamente por las mañanas y también durante los tiempos muertos de las clases de capacitación de la aerolínea. En la primera versión de su relato, el personaje de Mina no figuraba. La incluyó en un segundo momento, al considerar que su personaje, siendo en teoría abominable, debía mostrarse vulnerable. Quería fortalecer esa contradicción. Crear a Mina, y hacer que el vampiro se enamorase de ella, era un modo de conseguir tal efecto.
La repentina presencia de Mina en su texto coincidió con la no menos súbita aparición de Sofía en su vida. Sofía era la chica blanquiñosa, peinada con cola de caballo, que se sentaba a su lado en las clases de capacitación. Le gustó desde el primer día. Ella llegó quince minutos tarde, tiempo durante el cual Raro se dedicó a especular sobre la apariencia que tendría su vecina de carpeta. “Seguro que me toca una fea”, se lamentaba anticipadamente, recordando que casi nunca, ni en el colegio, la academia, o la universidad había tenido mayor contacto con las muchachas populares ni sexis. Es más, cuando por algún azar las chicas bonitas ocupaban la carpeta del costado ocurría, invariablemente, que todas estaban ya enredadas con alguien, algún sujeto por lo general mayor y corpulento. No era extraño por eso que durante muchos años a Raro le gustase tanto cantar Me colé en una fiesta, de Mecano, en particular la parte del estribillo que decía: “hay mucha niña mona, pero ninguna sola”.
Cuando esa mañana vio a Sofía entrar en el salón y dirigirse, con paso entre apurado y tímido, a la butaca vacía de su derecha, Raro quedó perplejo. Perplejo y prendado. Sofía tenía unos ojos grandes que contrastaban con su boca pequeña. Sus pómulos mostraban una leve prominencia y entre ellos su nariz afilada estaba pegada como un delicado signo de admiración. Llevaba el pelo rubio recogido, el cutis despejado de maquillaje y una expresión incauta que inspiraba confianza. Tenía, además, un cuerpo firme, apetecible, presidido por unos pechos compactos que provocaba morder. La suya era una belleza acompañada de un misterio nada solemne. Era ese tipo de chica que, siendo hermosa, actuaba como si no lo supiera, como si nadie se lo hubiese advertido, como si en su casa no existieran los espejos.
Raro la vio sentarse e inmediatamente, sin medir las consecuencias, de modo inconsciente, le dedicó una sonrisa enorme, estúpida, entregada, como diciendo “te estuve esperando tanto tiempo”. Ella también sonrió, aunque más por los nervios de la tardanza que por algún extraño impacto que Raro pudiera haberle causado. Desde ese instante, persuadido por un presagio, él supo íntimamente que Sofía lo ayudaría a olvidarse de Lucía, su ex novia tramposa. No importaba en absoluto si ella no le correspondía: lo que él precisaba por esos días era simplemente alguien que lo rescatara, que lo despabilara: un rostro, una silueta, un nombre, una conversación, elementos nuevos y distintos con los cuales sugestionarse y fabricar una ilusión que lo anestesiara.
Si Raro iba a las clases contento, no era porque hubiera descubierto nada especialmente extraordinario en el mundo de la aeronáutica civil; es más, sus expectativas laborales seguían siendo las mimas: quería capacitarse, volar, viajar, pasar mucho tiempo allá arriba en los aviones para pensar lo menos posible en el futuro de aquí abajo. Eso no había cambiado. Era la existencia de Sofía la que de pronto le imponía una motivación adicional, la que lo hacía acicalarse y perfumarse más que de costumbre todas las mañanas.
Raro no solo admiraba su belleza, sino el modo –parco y a la vez risueño– en que se conducía ante los demás. Le excitaba verla, escucharla, presentirla. A menudo, durante las clases, Raro se perdía en eróticas ensoñaciones en las que Sofía avanzaba semidesnuda hacia él en medio del salón, despojándose de la ropa interior. Él la veía montarse en su bragueta, sentía que le palpaba el bulto erecto, que lo besaba atravesándole la garganta con la lengua filuda, que le abría el pantalón sin quitarle los ojos de encima, y que una vez penetrada, cabalgaba denodadamente sobre él, cogiéndole los extremos de la cabeza, revolviéndole el pelo, apretando las tetas contra su cara, respirando con espasmos, chillándole procacidades en el oído, sacudiéndose sobre su sexo hasta mojarse y conseguir un orgasmo brutal. En esas ocasiones, Raro se levantaba de su asiento para retirarse al baño, donde corría el pestillo de algún compartimento desocupado y se encerraba a descargar un chorro de semen. Lo hacía evocando a Sofía, que en ese instante atendía las clases, ignorando por completo que estaba siendo simultánea protagonista del jaleo masturbatorio de su compañero de carpeta. Durante los cuatro meses que demoró la capacitación, esas sigilosas fugas onanistas se repetirían en por lo menos tres ocasiones.
A Sofía, Raro no le inspiraba ninguna emoción particular. Lo encontraba agradable, atento, detallista, pero no guapo. No le despertaba ese callado morbo que hace que las mujeres pierdan el control de sí mismas y se muestren dispuestas, alegres, abiertas a casi cualquier plan. Lo único que le generaba era dulzura.
A pesar del distinto interés de sus aproximaciones, todo caminó bien entre ellos durante las primeras cuatro semanas de capacitación. Raro se mostraba cordial, pero sin descubrirse del todo. Sabía que la manera más inteligente de relacionarse con una mujer hermosa como Sofía era marcando cierta distancia, protegiéndose. “Si te entregas demasiado, pierdes”, se repetía a sí mismo constantemente, a modo de letanía, cábala u oración. El propio Sebastián se lo había advertido alguna vez: “las mujeres están mal acostumbradas a tener perritos falderos que se desvivan por ellas, por eso hay que amonestarlas con un calculado grado de indiferencia”. Raro se adhería enfáticamente a ese pensamiento. Si algo había aprendido de su relación con Lucía y, en general, de los amores infructuosos a que había dado rienda suelta a lo largo de su adolescencia, era que con las mujeres había que andarse con cuidado. Bajo su tesis, uno podía acercarse a ellas, pero avanzando con la cautela de un equilibrista, con la prudencia y desconfianza de alguien que sabe que está pisando un territorio minado. Para Raro, así como las mujeres veían a los hombres como criaturas elementales, predecibles, fácilmente domesticables, los hombres las veían a ellas como seres que entrañaban incontables misterios y que, pudiendo ser fantásticos aliados, muchas veces se constituían en feroces enemigos. En el fondo, lo sabía, se trataba de una jodida secuencia de cálculos, de toma y daca, de apretar y soltar. Es decir, una cadena de estrategias que, una vez puesta en marcha, era difícil de obviar. “Si te entregas demasiado, pierdes”.
Una tarde, Carla, una de las chicas de la aerolínea, invitó a todos los de la clase a una fiesta en su casa de La Molina para celebrar sus 25. Era la más joven del grupo. Sería el viernes siguiente. “Va a ser un tonazo”, prometía.
Raro dudó en ir. No era muy afecto a esa clase de eventos. En realidad detestaba un poco las fiestas masivas y discotecas, porque le parecía que estaban atestadas de gente reprimida que casi nunca actuaba según sus deseos, sino según las convenciones. Había vuelto a corroborar esa teoría menos de un mes atrás, cuando fue con Sebastián a una discoteca de San Isidro a insistencia de Paco Salas, uno de los poquísimos amigos que ambos tenían en San Borja. Esa noche se la pasaron apoyados en la barra, analizando a la multitud que se mantenía de pie al borde de la pista de baile.
––Mira a ese grupo de patas de ahí, los que están vestidos igualitos–arrancó Sebastián.
––Sí. ¿Qué pasa con ellos?
––¿Qué crees que están buscando?
––No tengo idea. Supongo que conversar con las chicas que están solas, ligar con ellas, pasarla bien.
––Exacto. Sin embargo, míralos. Son patéticos. Están ahí, inmóviles, mirando alrededor, encerrados en un círculo para sobrevivir en manada, brindando por cualquier cojudez, fingiendo disfrutar una noche que avanza sin resultados. Igual que las flacas de allá. ¿Las alcanzas a ver? Obsérvalas con atención. ¿Acaso crees que quieren estar solas?
––La verdad, parece.
––Ni cagando, pues. Bailan entre ellas para simular una diversión de la puta madre, pero estoy seguro de que quisieran conocer a alguien, bailar con alguien, interesarse en alguien o que alguien se interese por ellas. Todas vienen esperando que acontezca algo digno de ser comentado mañana en el almuerzo, pero ya ves: ninguna hace nada para que eso suceda.
––Cierto. Lo peor es que cada una está esperando que algún patín tome la iniciativa y se les acerque
––¿Y para qué? Para darse el gusto de chotearlo ante sus amigas. Ese es su increíble chongo. El tipo puede caerles bien, incluso puede gustarles, pero el grupo las presiona, las sustrae, las acompleja, las reduce. Los grupos son una buena mierda.
––Por eso lo mejor es salir de a dos.
––Ni siquiera, Raro. Lo mejor es salir de a uno.
***
La noche del viernes, todos se encontraron en casa de Carla. Ya no disfrazados con el uniforme de la aerolínea, sino vestidos con sus ropas, dejando ver sus gustos, sus estilos, su real olfato para combinar prendas y colores. Raro constataría después que muchos se veían mejor con uniforme.
Los numerosos invitados estaban dispersos, esparcidos entre el jardín, la terraza y la sala. Desde una cabina improvisada, un DJ –audífonos gigantes, cabeza rapada, polo rojo intencionalmente desteñido– disparaba tandas de rock, alternadas con pop y algo de merengue. Cerca de él, detrás de una barra, un par de mozos servían toda clase de tragos y refrescos. Un tercer mozo circulaba entre los asistentes con ansiedad por devorar los bocaditos que ofrecía en una bandeja y que la mayoría rechazaba.
Apenas llegó a la fiesta, y luego de dar una vuelta veloz para medir la temperatura de la reunión, se metió al baño. Ahí se sentía a salvo. Escuchó a lo lejos las ráfagas de cumbia, el bisbiseo multiplicado de la muchedumbre, las risas escabulléndose por debajo de la puerta. Por un momento pensó en volver sobre sus pasos e irse. Le daba lata tener que saludar, trabar conversaciones fatuas con gente que no conocía ni le interesaba conocer, correrse el riesgo de que alguna chica del trabajo lo forzara a bailar una salsa. Si estaba ahí era únicamente por Sofía. Por muy odiosas que encontrara las fiestas, Raro sabía que eran un excelente escenario de posibilidades. Y eso era precisamente lo que él buscaba: una posibilidad de algo, aunque no sabía bien de qué. Aún en el baño, mientras cerraba la llave del agua fría y se inspeccionaba el interior de las fosas nasales, Raro pensó que si soportaba con aplomo el devenir de la fiesta, si se ubicaba en la posición adecuada, si se acercaba a Sofía y empleaba las palabras correctas, la noche podía serle sumamente rentable.
Las horas fueron pasando de modo vertiginoso, y Raro acabó interactuando más de lo que tenía previsto. Libró algunas charlas diplomáticas con gente que le fue presentada, chocó varios vasos de whisky con algunos instructores de la aerolínea y hasta se dejó llevar a la pista de baile por un par de chicas del trabajo, las menos agraciaditas, para bailar entre los tres la única canción de Pulp que pinchó el DJ. Mientras bailaba, se sorprendía de su sociabilidad, aunque sospechaba que su repentino don de gente era más bien obra de su cinismo. También conversó con Sofía, pero bastante menos de lo que le hubiera gustado.
Cuando se percató de la hora, reparó en que eran las cuatro y media de la mañana. Su plan era pedir un taxi para él y luego decirle a Sofía para irse juntos. Ella no tendría por qué negarse: había llegado sin auto propio y su casa quedaba en la ruta de Raro (aunque esto último era solo parte del alegato: él pensaba acompañarla aunque viviese detrás de la loma más fronteriza de la ciudad).
De un momento a otro, la fiesta decayó y la gente, vencida por el cansancio, comenzó a abandonar la casa. Una vez que despidió a un último grupo de invitados, Carla, la anfitriona, les pidió a los sobrevivientes sentarse con ella en la alfombra de la sala, alrededor de una mesa chata de madera que funcionaba como centro. Además de Raro y Sofía, quedaban Gabriela y Miguel, otros dos chicos de la clase.
No terminaban de acomodarse cuando Carla propuso un juego que, al parecer, era habitual en sus reuniones: Verdad o Castigo, también llamado Verdad o Consecuencia. Raro nunca había oído hablar de él. Se trataba de un juego de preguntas: preguntas que se hacían todos contra todos y cuyo calibre iba en aumento a medida que pasaban las rondas. Cada persona interrogada tenía dos alternativas: contestar y decir la verdad abierta e impúdicamente, o abstenerse, pero aceptando, sin reclamos, la penalidad que alguno de los participantes le impusiera. Al final, había que rematar cada turno con un mancomunado seco y volteado del Etiqueta Negra que Carla acababa de destapar.
Explicado el procedimiento, el juego arrancó con preguntas suaves, poco embarazosas, casi infantiles. Todo discurría con normalidad hasta que Miguel lanzó la primera papa caliente. Una botella vacía echada sobre la mesa y puesta a girar sobre su eje había decidido que él interrogaría a Sofía.
––Ya, Sofía, me toca preguntarte–anunció Miguel, con la voz deformada por el trago
––No te malees nomás–pidió ella. Sus palabras denotaban cierto relajo etílico, aunque aún estaba lejos de sobrepasar su límite de tolerancia alcohólica.
––¿Cuándo fue la última vez que hiciste un mamey? –soltó Miguel, con una mueca perversa. Tras un silencio brevísimo, hubo una risotada general. Raro se quedó a la expectativa.
––¿La última vez que qué?–reaccionó Sofía, haciéndose la desentendida, encendiendo un cigarro para ganar tiempo.
––No te hagas, pues. Bien que entendiste.
––Pregunta de nuevo, por fa
––A ver, a ver. Te lo voy a preguntar con toda educación, como si fueras una pasajera de primera clase–bromeó Miguel antes de proseguir histriónicamente. ¿Cuándo fue la última vez usted, señorita, sometió a su pareja –haya sido esta formal o eventual– a una prolongada sesión de masajes orales?
Las risas se incrementaron.
––¿Me entendiste ahora?, indagó Miguel con sarcasmo.
––Qué pendejo eres–rezongó Sofía, dando una lenta calada al cigarro recién prendido.
––Ya. ¿Verdad o castigo?–apuró Gabriela
Sofía se negó a responder.
––¡Castigo!, vociferó al cabo de unos segundos, divertida, dejando el pucho sobre el cenicero, sorbiendo su vaso de whisky hasta el final, mirando a todos como diciendo “quédense con las putas ganas de saber”.
Gabriela se apuró en dictaminar la sanción.
––Ya, Sofía, entonces besa a Raro. Chapen, quiero decir.
Sofía y Raro se miraron.
–Pero ojo que tiene que ser un chape legal, con lengua, con baba, con todo, así, bien hardcore–exigió Carla
––Cualquiera diría que quieres que te chapen a ti, huevona–apuntó Gabriela
––Después, quizá. Es mi santo ¿no? Por lo menos me merezco un agarre–comentó Carla, con los ojos entornados de tanto whisky, mirando a Miguel con disimulo.
––Ya, bueno, pero es el turno de Sofía. Ella perdió.
––¿Cómo que perdió? Gracias por lo que me toca–se quejó amistosamente Raro.
Sofía no se lo pensó mucho y, como si estuviera habituada a esa clase de juegos, procedió a cumplir la tarea. Se acercó a Raro, lo cogió de la cara jalándolo hacia sí misma y lo besó. Por unos brevísimos instantes lo único que se escuchó en la sala, por encima de la música de fondo, fue el revoloteo de las lenguas, el torrente de saliva en ambas direcciones, el chasquido de esas dos bocas encaramadas como alacranes en celo.
Sofía salió del beso abruptamente, sin ternura, como si acabara de cumplir con un trámite bancario. Raro, en cambio, se quedó con los ojos cerrados y se demoró en regresar al juego. En realidad, no regresó más. Permaneció dándole vueltas a lo que acababa de ocurrir. El castigo de Sofía había resultado un premio para él, un premio que ya no se le permitía seguir disfrutando. De pronto, se sintió tonto e impotente. Sin anunciarlo, se puso de pie y se despidió. Ni siquiera le ofreció a Sofía compartir el taxi, como había pensado. Se fue nomás, sin excusarse ni dar mucho rollo. Una vez en la calle notó que su molestia continuaba. Pensó entonces en Boris, el vampiro, y se dio cuenta de que captaba su frustración, que podía colocarse en su lugar, que estaba más conectado de lo que imaginaba con su personaje.
Ese descubrimiento le subió el ánimo, lo apaciguó y lo acompañó a lo largo de las cuatro cuadras que lo separaban de la avenida más cercana. Apenas se ubicó en la esquina consultó su reloj, bostezando. Eran casi las seis.
RENATO CISNEROS
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