domingo, abril 27, 2014

02 TURBULENCIA


Raro vive con sus papás, su abuela Delia y con Fátima, su hermana de 8 años. Una de sus promesas personales es largarse de esa casa antes de cumplir los 30. En los últimos años la convivencia familiar se le ha hecho crítica, tediosa, insoportable. La única con quien congenia es Fátima, que no le exige resultados sobre su vida, ni le reprocha sus decisiones, ni le hace preguntas difíciles acerca del futuro. A los otros, en cambio, los percibe un tanto hipócritas: en público fingen ser tolerantes y comprensivos, pero en privado se regocijan haciéndolo sentir un hongo inservible. “Yo no te crié para que seas aeromoza”, le machaca frecuentemente el papá, que no le perdona a Raro haber abandonado las clases de Derecho en la universidad para irse a trabajar –sin consultarle– como sobrecargo en una aerolínea. “¿Que vas a ser qué? ¿Purser? ¡Qué chucha es eso!”, le increpó el día que Raro le contó, entusiasmado, que había sido aceptado en una aerolínea local, que atendería a los pasajeros en el mostrador del Jorge Chávez, y que hasta lo capacitarían durante unos meses para volar luego junto con la tripulación.
Don Arturo, el padre, anhelaba que Raro fuese abogado igual que él, y confiaba en que apenas egresara se incorporaría al mismo estudio donde él había hecho prácticamente toda su carrera, siempre a la sombra del listillo doctor Felipe Ganoza, el oscuro peso pesado del estudio, el socio mayoritario, a quien don Arturo le cuidaba permanentemente las espaldas. Raro –que desde chico había visto a su padre conformarse con ser el obvio chupamedias del corrupto Ganoza– jamás desarrolló la menor inclinación ni el menor afecto hacia el Derecho. Al revés, precisamente porque su propio padre no pasaba de ser un doctorcito de medio pelo, un esforzado lambiscón que cuidaba su sueldo y le rendía excesiva pleitesía al cretino de su jefe, le sobraban motivos para detestar la profesión.
Si ingresó a la facultad fue básicamente por las tenaces presiones caseras. Por eso y porque él mismo no ofrecía alternativas. Cuando su tutor de la academia –al verlo vacilar una mañana, pocos días antes del examen final– le preguntó a qué otra cosa le gustaría dedicarse verdaderamente, él no supo qué carajo contestar. Se quedó en blanco, mudo, con los ojos quietos, sin reacción. Fue por eso que entró a Derecho: porque no le quedaba escapatoria, porque no tenía claro hacia dónde fugar, porque pensó que podría acostumbrarse. No obstante, desde el primer día, desde la primera clase, se dio cuenta de que el ambiente abogadil le iba a resultar hostil, tóxico. Con el transcurso de los semestres confirmó esa impresión: la obtusa forma de pensar de la gran mayoría de alumnos, el dogma conservador y materialista que se impartía de contrabando en cada clase, sumado al extendido clima de frivolidad, angurria y competencia lo desalentaban por completo.
Soportó, estoico, casi tres años, tiempo al que siempre se refirió como tirado a la basura. No aprendió nada esencial, ni conoció a nadie que lo estimulase o que encendiera en él una mínima chispa de curiosidad por beber algo del espíritu supuestamente justiciero de la carrera. El último curso en que se matriculó fue sobre Derecho Civil. Ahí quemó cerebro, se rayó, entró en trompo. Le parecía que las leyes básicas carecían de sentido común; que los profesores enseñaban a los alumnos a ser unos grandes tramposos hijos de puta, a aprovecharse de la gente ignorante sin sentir la menor culpa. Le parecía, en fin, que el sistema legal era un chiquero y que ellos, los futuros abogados, tan mansos y poco críticos, se alistaban para despanzurrarse en el lodo. Puede que estuviera equivocado, que pecara de prejuicioso o romántico, pero una vez que empezó a cuestionar su entorno no retrocedió un ápice en aquella posición principista. Un buen día –después de oír a un profesor muy prestigioso afirmar que en el Perú todos los jueces tenían un precio– sintió que había llegado a su límite. Me están entrenando para ser un farsante, se dijo. Fue la última clase a la que asistió. Confiando en su intuición, tiró la toalla, se autoexcluyó, dejó de asistir.
Consideró trasladarse a otra facultad, pero no sabía en cuál podría encajar. Periodismo le parecía un hueveo; Marketing, peor, un recreo, un pasatiempo para mediocres con plata (corrección: para mediocres cuyas familias tenían plata); Psicología, igual, había que tragar demasiada teoría para acabar trabajando en un colegio de clase media, aplicando cojudas pruebitas psicotécnicas a adolescentes confundidos que, a esa edad, solo tenían a la paja como única vocación incuestionable. Raro no captaba hacía dónde ir. Lo único que captaba, lo único que sabía era que ser un aplicado estudiante de Derecho lo hacía tremendamente infeliz. Si había llegado tan lejos era únicamente porque no se atrevía a enfrentar a su papá, a contarle lo frustrante que resultaba escuchar a diario esas cuadriculadas lecciones sobre los códigos, la Constitución y el Estado. Estaba harto de confiscar su vida, de sacrificar su juventud para representar una artificiosa pantomima con la cual mantener contentos a sus padres y orgullosa a su abuela, porque también la abuela le reventaba las pelotas con el rollo de la universidad, y se llenaba la boca en las reuniones familiares, en los tés, los panderos, los lonches, refiriéndose a él como su nieto más inteligente. “Este chico va a ser el futuro presidente del Perú”, deliraba. Extraviada por completo en la noche sin fondo de un Alzheimer iniciático, con los chicotes medio sulfurados, la abuela lo sometía todas las semanas a extorsiones emocionales, inventándose enfermedades incurables y asegurándole que no se moriría tranquila si no lo veía graduarse, con toga y birrete, como bachiller en abogacía. “Dame esa alegría, Arturito”, le suplicaba, cambiándole el nombre por el de su papá.
Ante la falta de un plan B, Raro decidió buscar un trabajo. Si conseguía uno, tendría una carta con la que amainar el seguro ataque de cólera que la situación despertaría en su papá. “Dejé la universidad, pero tengo chamba: no vas a tener que mantenerme”, era la línea sustancial del largo alegato que pensaba pronunciar y que por esos días practicaba mientras caminaba por la calle, mirando el suelo.
Al padre, por supuesto, le reventó el hígado saber que su hijo cambiaría la universidad por un trabajo de ocho horas en el aeropuerto. “¿Purser? No me vengas con estupideces. ¡Qué mariconada es esa!”, le gritó, amenazándolo con largarlo de la casa si no le obedecía. Raro no le contestó, iniciando así una prolongada batalla hecha de mutuos y tirantes silencios.
Una tarde, a manera de tregua, los papás sentaron a Raro en la sala y, hablándole como si tuviera retraso mental, le soltaron una monserga congestionada de sensiblería: tu mamá y yo solo queremos lo mejor para ti––tienes que ser un hombre de provecho, razona, hijo––siendo abogado vas a tener todo un futuro por delante––termina, saca el cartón y luego haz lo que tú quieras––eres el mayor, piensa qué ejemplo vas a darle a tu hermana––si no lo quieres hacer por ti, entonces hazlo por nosotros––ya, escucha, tómate este semestre para pensarlo y regresas a estudiar al siguiente ciclo.
Raro escuchó atentamente sus proposiciones, pero no flaqueó. Apretó las muelas y, plantándose de frente, mirándolos como nunca antes los había mirado, con una mezcla de amor y falta de respeto, les pidió que por favor entendieran que le aburría profundamente la idea de ser abogado, que lo entristecía gastar sus energías en algo que no nacía directamente de sus deseos ni ambiciones, que había decidido trabajar un tiempo –no sabía cuánto– mientras descubría su vocación real. Lo dijo sin miedo, calmado, con el indoblegable aplomo que da el saber que se está haciendo lo correcto.
Sus palabras –o la pasividad con que fueron dichas– desorbitaron los ojos del papá y estriaron la frente de la madre. El tono del sermón, convenido y amistoso hasta ese instante, cambió trescientos sesenta grados. Esta vez, solo habló don Arturo: oye, pedazo de mojón, mientras vivas en esta casa, bajo este techo, vas a hacer lo que yo te diga––no me da la gana de que desaproveches lo que te damos––no seas malagradecido, carajo, que al final lo único que te va a queda es tu educación, tu título––¿no valoras los sacrificios que hacemos por ti?––¿crees acaso que la plata me sale del culo?––te conseguirás un cuarto si quieres irte de la universidad, porque te advierto que aquí no vas a vivir––muchacho de miércoles ahí.
Horas después de esa discusión, Techi, la mamá, lo fue a buscar a su dormitorio. Haciendo las veces de emisaria, le reiteró la necesidad de que se pensara bien las cosas. “No puedes dejar la carrera así como así. Míranos a nosotros, que nos sacamos la mugre para darles a ustedes todas las comodidades”, arguyó. Raro no la miraba, dejándose arrullar por sus pensamientos. Tenía ganas de decirle que precisamente porque los miraba a ella y al papá, precisamente porque notaba que los dos eran tan desapasionados, tan ordinarios, tan comunes y elementales, precisamente por eso era que había decidido alejarse de la Universidad. “Si hay algo que no quiero, es ser como ustedes”, dijo para sí.
Es cierto que no le llenaba de satisfacción trabajar en la aerolínea, pero por lo menos ganaba dinero y costeaba sus gastos. Además, le interesaba la posibilidad de volar. No es que le fascinara pilotear aviones, es más, en sus pesadillas más recurrentes solían producirse desastres aéreos, pero le gustaba el hecho, o tal vez la idea, de pasar tiempo suspendido en el aire, quizás porque así se sentía respecto de todo lo que le concernía: en el aire, en la nada, en la atmósfera ingrávida de una vida no resuelta. Visto bien, su nuevo trabajo era una inmejorable metáfora de su existencia: representaba el desapego, el desinterés que sentía respecto de lo terrenal, pero también era un símbolo de su falta de determinación y coraje. Ahora trabajaba, podía presumir de cierta independencia y libertad, pero por dentro sabía que no tenía los pies puestos en la tierra, que carecía de firmeza, que le faltaba encontrar una pista donde aterrizar. Se veía a sí mismo como un avión inestable, atrapado en una jodida turbulencia, a merced de una tormenta eléctrica que de un momento a otro podía partir en dos su endeble fuselaje.
Desde que Lucía terminó con él, su vida sentimental era una triste incógnita; su vida familiar, una tortura; y su futuro, una sombra impenetrable que poco a poco empezaba a angustiarle, a dejarle sin convicciones.
No quería dedicarse a trabajar en los aviones para siempre, ni siquiera se imaginaba en ese trajín por más de un par de años, pero no le quedaba otra opción mientras no lograra hallar en el fondo de sus conmiseraciones la tuerca, el hueso, la llave, la tecla, la razón que explicara el mecanismo de su espíritu y develara el por qué de su carácter. Raro quería diferenciarse de todo lo que le había tocado conocer, deseaba con toda su humanidad instaurar un territorio propio a partir de su voluntad, sus pasiones y sus sueños, pero no resultaba tan sencillo como sonaba. Por eso volar, pasar días y noches allá arriba, atendiendo a extraños, remontando capas de nubes, fingiendo cordialidad, encapsulado en el cielo, afilando su sentido de fragilidad y de no pertenencia a ningún territorio, era un modo coherente de evadir sus apuros mentales. Al menos por un tiempo.
***
––Odio vivir en San Borja, dijo Sebastián, después de pitar el cigarrillo que tenía colgando en la mano izquierda.
––Por qué, preguntó Raro, curioso, sospechando que se identificaría con lo que estaba a punto de escuchar.
––No sé. Me parece un distrito anodino, triste: todas las casas, además de feas, son idénticas, llenas de rejas y ladrillos, pintadas con los mismos colores. Si te das cuenta, esta es una parte de la ciudad que no tiene alma, ni tradiciones, ni nada de qué vanagloriarse. No hay cultura. No hay un solo vecino notable. No hay un puto monumento que te hable de algo que valga la pena. No hay acción.
––Por lo menos la gente hace deporte por todos lados…
––No me jodas, Raro. Esos pelotudos me deprimen. Salen disfrazados de sus casas a las cinco de la mañana, le dan treinta vueltas al mamarracho inútil del Pentagonito, pero después se van a un restaurante, tragan, engordan, chupan, se envenenan, y hasta se drogan. Esa gente corre solamente para no sentirse mal. Corren para no tener culpa. Corren con la misma falsa devoción con la que se confiesan en la Iglesia. Mejor dicho, el Pentagonito es el templo alrededor del cual cada uno cumple su penitencia. Y dan vueltas como autómatas hasta sentirse, no agotados, sino redimidos.
––No sabía que los tenías tan conceptualizados
––Eso para no hablar de los otros pelagatos, esos que hacen ejercicios en los gimnasios públicos al borde la avenida.
––Ja, ja. ¿Qué? ¿También te caen mal?
––No, no me caen mal. Los compadezco. Son unos exhibicionistas disfuncionales que necesitan la atención de los demás. ¿No has visto la cara disforzada que ponen mientras hacen barras y abdominales? ¿Y por qué se ponen esa ropa apretada? ¿Qué puedes esperar de gente así? ¡Nada!
––Eres un amargado…
––Si no fuera porque el alquiler de mi departamento es barato, me iría a Miraflores, a Barranco, o a Jesús María, que tiene más vida, más misterio, más pasado, huevón. Me deprime esta zona. Vivir aquí afecta la creatividad. Al menos yo, tengo que escribir de madrugada, porque de día me vuelvo loco con el ruido de las construcciones, del tráfico y con el rumor de las respiraciones de toda esa gente que corre como posesa. Esa histeria colectiva destruye mis neuronas. Los guiones que entrego a la productora cada vez me salen más flojos.
––¿De qué estás escribiendo ahora?
––¿En serio quieres que te cuente?
––Claro, por qué no, dale
––Escribo de un cabrito sanborjino que trabaja en una aerolínea y que no se atreve a escribir historias, no se atreve a entregarse a lo suyo, porque se caga de miedo de ser un muerto de hambre, y no se da cuenta de que así está más muerto todavía. ¿Te suena conocida la trama?
––Me estás jodiendo ¿no?
––No, pelotas, me has inspirado. O mejor dicho, me he inspirado en tu vida insignificante.
––Gracias por lo que me toca
––De nada. ¿Quieres que siga? Hay más.
––No, déjalo ahí. Paso
––A propósito, sigo esperando que me mandes por correo eso que dijiste que ibas a escribir. ¿Lo terminaste o no?
––No he podido: estuve metido en el aeropuerto toda la semana. Hubo un culo de problemas con los vuelos, retrasos por mal tiempo, desperfectos con los aviones, una mierda.
––Ya, cuñadito, sigue poniéndote excusas
––No son excusas, Sebastián. Quiero terminar ese cuento, pero la chamba es agobiante…
––Renuncia, pues. Si tanto te jode, quítate.
––¿Así? ¿Y con qué me mantengo, ah? ¿Acaso tú me vas a pagar la comida, la ropa, los pasajes? Bien sabes que mis viejos me cerraron el caño hace meses.
––Bueno, nadie dice que la huevada es fácil, ni barata, ni rápida. El tema es que tienes que hacer lo tuyo, huevas, pero no te mandas pues. Reconócelo: te faltan agallas. Tú quieres que yo te ayude a escribir historias, a hacer películas, pero no cumples tu parte. Te da pánico. Por lo menos si lo admitieras, me enorgullecería.
––Es que en mi jato no puedo chambear. Pero una vez que me mude todo va a ser diferente…
––Sí, claro, muy diferente va a ser: te vas a volver loco con la cuentas, te vas a encadenar al trabajo para ganar más plata. No vas a escribir nada, te apuesto
––Te apuesto a que no
––Ya te quiero ver ya.
––Odio cuando hablas igual que mi viejo.
––No jodas, Raro. Sabes a lo que me refiero.
––Pásame un pucho, mejor. No quiero pensar en eso ahora.
––Ni ahora ni nunca, viejo. Eso es lo que pasa. No te gusta pensar. Pensar te hace daño ¿no?
––Pásame el pucho. Deja de jorobarme cinco minutos ¿sí?
Sebastián le lanzó la cajetilla y se levantó de la silla, bostezando. Estaban en la terraza de su departamento. Era sábado, mediodía.
––¿A dónde vas?
––Voy a la cocina por una chela. ¿Quieres una?
––La más helada que tengas por favor.
RENATO CISNEROS

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