viernes, julio 20, 2012

06 ESE MALDITO CORREO

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Cuando despertaron, eran casi las dos de la tarde. Amanda reparó en que faltaba poquísimo tiempo para que Emilio regresara del colegio y se ató de nervios.
–Gabriel, levántate, rápido, por favor…
–Qué pasa, contestó él, sobresaltado, con los ojos pegados por el sueño
–¡Son la 1:45. Emilito ya viene!
–Me asustaste. Pensé que era temblor…
Bueno, amor, si mi hijo llega y te ve calato en mi cama, te aseguro que esto va a ser peor que un temblor, así que apúrate, por fa
–Ya, ya, me cambio y me voy. Pensé que tú lo recogerías… 
–Los lunes lo trae la señora de la movilidad. Y siempre llega a las dos, es muy puntual.
–Ojalá que hoy se demore la vieja
–¡Oye!
–¿Y si me escondo en el closet?
–No seas payaso, Gabriel. ¡¡Apúrate!!
Gabriel se vistió con prisa y salió del departamento y del edificio lo más en puntitas que pudo. En la mano llevaba la correa.
El martes y el miércoles pasaron muy lentos, llevando una carga de tensión añadida ante el próximo arribo de Jaime. Por el chat y el teléfono, Amanda le hizo saber a Gabriel lo inquieta que estaba por esa inminente situación. Él le pidió encarecidamente que actuara con naturalidad. Haré mi mejor intento, le aseguró ella.
El jueves llegó Jaime y ahí nomás, de modo muy metódico, retomó su rutina de todos los días: salía de la casa temprano, trabajaba hasta las seis y luego, si no iba al gimnasio a correr en una de esas máquinas que tienen una faja eléctrica de velocidad graduable, volvía al departamento.
Con Amanda mostraba algo más de cercanía, con un afecto que no requería de mayores impostaciones. Le había traído de Estados Unidos dos perfumes y tres carteras, regalos costosísimos que ella encontró magníficos, aunque prefirió agradecérselos sin mayor disfuerzo. A Emilio, tal como había prometido por teléfono, le trajo unos palos de golf metálicos y un montón de muñecos de sus dibujos animados favoritos. El niño –tan ajeno a la infelicidad que dominaba los rescoldos más íntimos de su casa– saltó de emoción cuando su papá le entregó todos sus cachivaches. “Mira, mami”, le decía Emilio a Amanda, con esa alegría desbordada que solo se repetía cuando abría paquetes en su cumpleaños y en Navidad.
Con la presencia de Jaime en Lima, Amanda y Gabriel debieron resignarse a comunicarse por el chat y, más clandestinamente, a través del celular.
El sábado siguiente por la mañana se encontraron en la mesa más escondida del comedor de La Tiendecita Blanca, donde tuvieron que reprimir las ganas de comportarse como los enamorados ilegales en que se habían convertido. Pasaron ahí una hora y media, conversando, riéndose, tanteando el futuro entre jugos de naranja, galletas danesas y omelettes. En un momento Gabriel le cogió la mano sobre la mesa, pero Amanda, cauta, temerosa de que alguien los viese, la retiró velozmente, con pena.
Saliendo del café no resistieron el acecho de las ganas: cada uno subió a su auto y, tras una breve coordinación por celular, se dieron el encuentro en un hostal cercano, limpio y muy discreto. Entraron por separado, se registraron con nombres falsos, se camuflaron en la habitación 401 e hicieron el amor una vez más.
Pudieron haberse refugiado en el departamento de Gabriel, pero había algo divertido, sucio y extremo en encerrarse en una habitación al paso. Tal vez por eso lo hicieron con furor, con una lascivia desatada, recitándose las más floridas procacidades al oído.
Cuando terminaron, la satisfacción se trocó en una suerte de amargura tangible. Los dos se vieron invadidos por el abrumador convencimiento de que a partir de ese instante todo entre ellos se haría más difícil. Sin embargo, se dieron ánimos para seguir adelante con la relación, para robustecerla y oxigenarla a través del gélido Internet y de una que otra llamada furtiva. Sabían que pasarían muchos días, acaso semanas, hasta que pudieran encontrarse, como ahora, al pie de una cama, pero no se dejaron apalear por el pesimismo. Se abrazaron, se dieron un piquito y se volvieron a abrazar, como haría una pareja que se está despidiendo a regañadientes en un aeropuerto. Una vez que salieron del cuarto, entraron juntos al ascensor y allí se perdieron en un largo beso de despedida. En el estacionamiento, cada uno ocupó su auto y se marchó raudamente por su cuenta.
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Al día siguiente, domingo, al final del desayuno, Jaime le pidió a Amanda que se quedase en la mesa un rato más: quería hablar con ella. Amanda se excusó diciendo que tenía que ir volando a Misa. Jaime insistió.
–Es muy importante
–Bueno, si es así, está bien, dime, qué pasa…
Luego de hacer un extenso prólogo en el que incluyó un amago de condolidas disculpas por su reciente comportamiento, Jaime le dijo que quería que las cosas mejorasen entre ellos. Le habló del viaje a Orlando a fin de año y, lo más importante, de la posibilidad de tener otro hijo y de irse a vivir al extranjero más adelante, si su esperado ascenso laboral se producía. Para mala suerte de Amanda, Jaime sonaba muy entusiasmado y, por ráfagas de segundos, sus ojos cobraban aquella lejana sensibilidad que siete años atrás la había cautivado.
–Me coges fría, Jaime. ¿Otro hijo?
–Piénsalo, corazón…
–Sí, de hecho tengo que pensarlo. No quiero empeñar mi palabra ahorita. Sobre todo porque yo también tengo algunos planes personales que quisiera que consideres…
–¿De qué planes hablas?
–Aunque te enojes, Jaime, quiero volver a trabajar 
–Ya hemos hablado de eso, Amanda…
–Lo sé, pero he cambiado de opinión. No sé si a Procter, pero quiero volver a chambear…
–Pero no lo necesitas…
– Eso crees tú. Quiero sentirme más útil. Es un tema de autoestima, por último…
–Mira, si todo sale bien y nos vamos afuera, podrías trabajar allá, por qué no…
–Hay que ver, hay que ver, porque también tengo opciones por aquí
–Analicémoslas juntos, corazón…
–Ya, sí, bueno. Pero ahorita no puedo. Me tengo que ir, porque la Misa ya debe haber empezado. 
–Anda, pues
–Chau, chau
Amanda manejó hasta la Iglesia sin poder contener las lágrimas. Cuando entró al templo tenía los ojos hinchados. Se acercó a una de las últimas bancas, la menos ocupada, y se dejó caer en un extremo. No le prestaba atención a las palabras del sacerdote ni a la gente que tenía al costado. Ella solo quería un lugar tranquilo para llorar, pensar, rezar un poco. 
Si de algo estaba segura, era de no querer irse de Lima, ni de querer tener otro hijo, ni de poder separarse de Gabriel. Desde luego que le interesaba trabajar, pero esa en el fondo era también una coartada. Lo que más deseaba era permanecer en la ciudad. Por eso lloraba, porque sabía que estaba en un callejón en el que no veía escapatoria. Y la actitud de Jaime, tan cambiante, tan calculadora y al mismo tiempo tan impredecible, la mortificaba aún más.
Mientras permanecía con la cabeza gacha cientos de ideas coincidieron en su mente: el divorcio, la separación, la confesión. Amanda se sentía asfixiada por sus miedos. ¿Era buena idea hablar con alguien? ¿Con quién? Su mamá y sus hermanas –o sea, el club de fans de Jaime– la juzgarían antes o después de mandarla al diablo. Y del consejo de sus amigas divorciadas no se fiaba mucho. Al comprobar lo sola que estaba se consternó más todavía. Se quedó un buen rato así, sobre la banca, con la cabeza hundida entre los hombros, limpiándose la nariz con un pañuelo desechable. Cuando llegó el momento de la comunión, se paró, se escurrió rumbo a la puerta, se persignó y se marchó. Era la primera vez que se retiraba de una Iglesia antes de que terminara la Misa.
(…)
Hacia la tarde de aquel domingo, Gabriel se encontró con unos amigos en la cancha de fútbol del colegio Weberbauer. Era un grupo de treintones y cuarentones que siempre jugaban ese día y a esa hora. Para él era la primera vez. Martín le había pasado la voz en la mañana y a él le pareció buena idea hacer algo de ejercicio. “Nada mejor que una pichanga para distraerte, compadre. Alístate, paso por ti en quince minutos”, le había dicho para convencerlo.
Martín sabía que Gabriel había jugado mucho fútbol en Buenos Aires, así que ni bien hicieron su aparición en el campo lo jaló inmediatamente a su lado y lo presentó. “Por si acaso él se llama Gabriel, es nuevo, no juega ni canicas, así que si quieren arranca en mi equipo”, les mintió a todos. Gabriel sonrío y saludó al grupo levantando la mano.
Todos estaban uniformaditos y calentaban como si fuesen profesionales. Pero a Gabriel lo que más le llamó la atención fueron las esposas y novias de algunos jugadores, que conversaban animadamente en una tribuna levantada al pie de la cancha. Mientras los demás trotaban y decidían la conformación de los equipos, él imaginó a Amanda en ese grupo de mujeres. Sería la más guapa de todas, pensó. Se puso a fantasear e imaginó que metía un gol de media chalaca, que corría a celebrarlo con ella, que trepaba las gradas y que le daba un beso para envidia de todos y todas. La extrañó. De pronto, un grito lo sacó de sus épicas y acojudadas divagaciones.
–“Ya empezó, carajo. Desahuévate”, le espetó Martín.
El partido duró una hora. El equipo de Martín ganó 7-5 y Gabriel metió dos goles. Mejor debut no podía haber tenido. Al final, todos se quedaron a comentar las incidencias de la pichanga y a tomar gaseosas en la tienda del colegio. Martín y Gabriel se despidieron y se fueron juntos. Eran las 5 de la tarde.
–Habla, ¿un par de chelas?, le dijo Martín mientras ingresaban al auto
–Prefiero un Gatorade
–¿Un qué? 
–Un Gatorade
–Oe, tú estás bien boyo últimamente, ¿no?
–Es que estoy un poco mal de la barriga…
–Uy, qué, ¿estás embarazada? No empieces con las contracciones aquí ah… 
–No jodas, no me provoca chupar…
–¿Qué va a ser? ¿Hombrecito o mujercita? 
–Ja, ja. Ya carajo, qué necio eres… vamos por un par de chelas 
–Ese es mi broder…
Martín manejó con rumbo a Chacarilla. Minutos después entraron a La Barra, un clásico chupódromo que, a pesar de la horrenda modernización de su decorado, mantenía cierta arraigada tradición entre la fauna etílica de esos lares. Antes de sentarse, Martín le pidió dos cervezas al mozo y pidió que bajaran un poco el volumen de la radio para poder conversar. En la pantalla gigante estaban pasando, en directo, un partido de Boca Juniors con Vélez.
–Es mostra La Bombonera. Habré ido unas cinco veces. Estar ahí, en el centro de la barra, es un locurón, comentó Gabriel, mientras sorbía el pico congelado de su recién destapada botellita de cerveza
–Me imagino. Tengo que ir a Buenos Aires este año de todas maneras. Voy a pedirle una semanita de vacaciones a mi tío…
–Uy, tú te volverías loco…
–Claro, con la cantidad de hembras ricas que hay allá. Dicen que están por todos lados ¿no?
–Lo mejor son las tombas, viejo, son preciosas. Dan ganas de que te pongan papeleta a cada rato
–O sea que te paran y se te para…
–Ja. Sí, más o menos…
–Uf, lo que deben ser los puticlubs de allá. ¿A cuál fuiste? 
–A ninguno…
–¿Perdón? Oe, tú eres imbécil o qué. Cómo vas a ir cinco veces a La Bombonera y no pisar un solo puticlub. ¿O sea que te gustan más los jugadores que las jugadoras? Me das roche, franco…
–No seas tarado. Estaba con Natalia, acuérdate…
–¿Y?
–¿Para qué voy a ir si estoy con cuero? 
–Ay, ay, ay. No dije nada, chochera. Ya fue. Me estaba olvidando de que cuando tú te tiemplas te conviertes en Míster Mongo…
–Puras pichuladas hablas. Salud, loquito
–Salud, tío. A propósito, ¿en qué va tu romance prohibido? 
–Más prohibido que nunca…
–¿Por qué? No me digas que el marido te anda buscando…
–No, pero ya está en Lima y todo se ha complicado. 
–Te dije, mamerto… 
–Lo peor es que ya no me quedan dudas, Martín: estoy templado hasta mis huesos. Todo lo que me pasó antes, incluida Natalia, todo es un chiste en comparación con esto. 
–¿Templado o enchuchado? 
–Nada que ver. El sexo es mostro con ella, pero esto está mucho más allá de la cama. A Amanda la quiero desde que tenía catorce años. Mira, nunca he creído en esas categorías tan absolutistas, pero siento que Amanda es la mujer de mi vida…
–Eso es justamente lo que no quería escuchar…
–¿Por qué? Estoy hablándote en serio
–¿No estás yendo muy rápido, Gabriel? O sea, hace un par de semanas querías ser el gran cacherito de Lima, el publicista chuchan boy que se levantaría, mínimo, una flaca cada fin de semana. Así me lo dijiste, textual. Y ahora, aparece esta comadre y, plin, resulta que te conviertes en el Novio de América. No, jodas, pues, no es normal… 
–Sé que no suena muy cuerdo, pero es así. Nunca pensé estar involucrado en una historia como esta. Nunca me lo propuse. Pero Amanda siempre fue importante para mí, desde que era chibolo. Las cosas no son fáciles, pero no por eso voy a renunciar a ella, ¿no? 
–¿Renunciar a ella? Compadre, por qué hablas como si fueras actor de Televisa. ¿Cómo te llamas? ¿Gabriel Arturo Capetillo
Es que eso es lo que voy a tener que hacer si el asunto no prospera. Y aunque te suene a mariconada, se me encoge el corazón de solo pensarlo…
–Mira, broder, yo ya te dije, dale tiempo al tiempo. Aunque suene a consejo de Camucha Negrete, es lo mejor que puedes hacer: esperar. Las cosas que tengan que pasar pasarán. Y si Amanda está tan convencida como tú tendrá que separarse, y ese ya será su rollo. Por cierto, ¿te has alucinado con ella y con el chibolo? ¿Te vacila esa vaina?
–No, no lo he pensado, pero no tendría nada de malo… 
–Cholo, no te enojes conmigo ¿ya?, pero no será que así, inconscientemente, como quien no quiere la cosa, estás buscando cerrar un viejo capítulo inconcluso…
–Lo he pensado, Martín, pero no, no es eso. No estoy templado de una historia del pasado. Estoy enamorado de Amanda. No tengo la menor de las dudas
–Bueno, compadre. Tú sabrás lo que haces. Si la vas a cagar, cágala bien y anda hasta el final. Eso sí, no vayas a mariconearte cuando la cosa se ponga fea, porque así se va a poner…. 
–Puta, qué lindo augurio, cabrón. Me dejas más tranquilo…
–Ja. Ya chupa, mierda, que la chela no es té… 
–Salud porque las cosas me salgan bien con Amanda
–Por eso y porque me vaya pronto a un puticlub en Buenos Aires
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Querido Lombardi. Querido Gabriel. Gabo. Mi Gabo. El ahogado más hermoso del mundo. Si hubieras estudiado Derecho, podría decir que eres el abogado más hermoso del mundo. Ja. Sí, ya sé. Qué malo mi chiste. O como tú dirías, qué tela tu chongo.
Ay, Gabo. Estoy peor que nunca. Me río pero en verdad quiero llorar. Lo único que me pone de buen humor por estos días son nuestras conversaciones y chateos, pero en verdad ahorita estoy muy sensible. Y súper demacrada, no sabes. Se me están acabando las cremas revitalizantes que me pongo antes de acostarme. He tenido que doblar la cantidad y comprarme más. Ya sé que sueno a vieja, pero qué quieres: a esta edad una empieza a estirarse y, si no me cuido, después me quedo convertida en una momia, peor que la tía Laura Bozzo.
Dirás que soy una exagerada, pero traigo unas ojeras de enferma y unos pliegues en la frente y en el cuello que ya no puedo disimular. Ayer mi hermana Anacé me miró y me dijo que estaba anémica. “No vayas a terminar anoréxica”, me dijo. La mandé a rodar. Claro, como ella traga todo el día sin roche ni culpa y su marido la soporta. Está hecha una vaca, no la reconocerías. Pero, no sé, tal vez tenga razón. No duermo casi nada, como poquísimo y, como te decía, lloro por cualquier estupidez. Ayer lloré viendo la repetición de la final de Bailando por un Sueño. Alucina. Too much. Con eso te digo todo. Parece que estuviera con una especie de regla perpetua. Es una joda. Ni yo me tolero.
Ay, Gabriel, no sé por dónde empezar. Bueno, ya empecé hace rato, pero todavía no te he dicho nada de lo que necesito decirte. Son las nueve y cuarenta de la noche de un martes que parece miércoles y aquí me tienes: tirada en mi cama, con el televisor prendido en Magaly TV, escribiéndote un mail que todavía no estoy segura de querer mandarte. Creo que en realidad no te escribo a ti, sino a mí misma. Como sea, necesito que sepas lo confundida que estoy, lo demasiado difícil que se está haciendo esto para mí.
Es paradójico, porque por un lado me siento feliz. Feliz de que hayas reaparecido. Han pasado menos de quince días desde que nos encontramos en Huaringas y es como si fueran quince años, los exactos quince años que dejamos de vernos desde que terminó el cole. Es una locura que hayamos avanzado así, pero qué hago. Nadie, ninguna de mis amigas me creería si le cuento cómo se han ido dando las cosas en este corto tiempo. Me dirían que es un capricho, que me he pasado de vueltas, cualquier cosa, pero no entenderían nada. No podrían entenderlo.
Cómo explicarles, Gabriel, lo bien que encajas en mi vida. Cómo convencerlas de que contigo todo fluye sin que yo tenga que forzar nada. Nos reímos de lo mismo, tenemos el mismo pasado, los mismos recuerdos, los mismos gustos sobre muchas cosas. Si te pones a pensar, es bien rayado.
Además, tú me conectas con varias ideas en cuya militancia hace años claudiqué: la idea del amor mágico, romántico, complementario. No quiero sonar cursi (o tal vez sí, no me importa), pero a diferencia de mis hermanas, que desde chicas querían casarse con el chico guapo y millonario, a mí eso nunca me interesó en realidad. O sea, Jaime es guapo y millonario pero fueron el entorno y las circunstancias las que terminaron convenciéndome de que éramos el uno para el otro.
Aunque no parezca, o aunque a veces lo disimule, yo soy muy diferente a Alejandra y a Anacé. Ellas, por ejemplo, viven orgullosísimas de haber estudiado en el Villa María y de haberse casado antes de los 25 con un “hombre de provecho”. Yo tuve que cambiarme en tercer grado del Villa, porque no lo aguantaba. Mi mamá no podía creerlo cuando le dije que me sacara de allí. Hice tal pataleta que a la pobre no le quedó otra. A mi viejo le daba igual.
A lo que iba era a que, sin ser ni tonta, ni naif, ni calzón con bobos, siempre he sido una chica enamoradiza y no sé en qué momento perdí esa cualidad.
Es probable que el matrimonio me haya convertido en una persona más escéptica, árida e interesada. No sé. No te digo que con Jaime no haya vivido nada bonito, claro que sí, sobre todo al inicio, pero después todo fue muy directo, muy pragmático, muy despojado de detalles. Pensé que si teníamos un hijo cambiaría, pero no fue así. 
No quiero comparar, pero contigo las cosas son muy distintas. Tú haces que salga a relucir la Amanda más auténtica, la mujer independiente, que es un poco niña y un poco adulta, y que ha estado dopada debajo del personaje al que vengo interpretando desde hace siete años: la esposa que lo soporta todo por la tranquilidad de su hijo, y porque espera que su esposo algún día deje de ser el egoísta de porquería que, al parecer, siempre fue.
Tampoco me victimizo, ojo. Algo debo haber hecho (o dejado de hacer) para alejar a Jaime, para crear este pesado clima de discordia. Pero todo ocurre por algo. No creo que sea casualidad que tú y yo nos hayamos cruzado justo en esta época. Todo calza, ves. Y eso es lo que más me huevea. Además, amor, por si fuera poco, entre nosotros hay una conexión insólita que me fascina: siempre sabes lo que estoy a punto de decir, o me mandas un mensaje de texto justo cuando yo estoy por hacerlo, o digo una frase y resulta que tú la tienes en la punta de la lengua. Como tú dices, esto ya parece un guión de novela. (Eso sí, papito, si la nuestra es una novela, que sea de canal 4 y en horario premium, por si acaso. Nada de ponerme de protagonista de una producción misia de canal 7, te advierto. Prefiero mil veces ser la flaca de Luz María o Rosa Salvajeantes que la china fea de El Pecado de Oyuki, que además de cara de palo tenía una peinado de terror).
No sé de dónde me sale el cuajo para ponerme a hacer bromas estúpidas. Debes pensar que estoy zafada. Así me tienes pues, Lombardi.
¿Sabes? Siento que estoy haciendo todo pésimo, que soy una mala persona. A veces, para tranquilizarme, me digo que esto le pasa a medio mundo y que debería llevarlo adelante, sin tanta culpa, ni golpes de pecho, ni visitas a la Iglesia. Finalmente, la vida no es perfecta. Las cosas no siempre salen como uno quería que salgan y hay que acomodarse. El tiempo me ha enseñado que si uno no pelea por su felicidad, nadie pelea por ti. Ni siquiera tus hijos, ni tus hermanos. Y, mira tú, a pesar de tener tan clara esa premisa, no puedo acatarla. Hay algo dentro de mí que se acobarda, que se resiste, que se avergüenza (aunque no se arrepiente) de las lindas cosas que estoy viviendo contigo.
Ay, Gabo, no vale. Dime si esta no es una ironía de lo más cruel: mientras te escribo hay un actor cómico en la tele que le está llorando a Magaly porque su esposa (una vedette de no sé qué programa chicha) le ha sacado la vuelta con un bailarín. Apenas pasaron las imágenes de la fulana en plenos chapes con el otro, lo primero que pensé fue: qué tal bitch. Después me sentí una conchuda. Ya sé que no es lo mismo. O sea, ni tú eres un bailarín (no que yo recuerde) ni yo una vedette (aunque, sí, ya sé, podría serlo), pero la situación de fondo es la misma, ¿verdad?
Todo esto me revuelve un poco el estómago. ¿Soy una perra, Gabriel? ¿Soy una bitch? ¿Soy una mujer que merece ser feliz? ¿O soy una cobarde, por no atreverme a irme contigo y a mandar a la mierda lo demás? Dime lo que piensas. Lo necesito. Tus palabras siempre me dan calma. Siempre fue así. Lo que más me gusta es que, si bien nos hemos enamorado de esta manera tan súbita, también seguimos siendo los amigos de toda la vida. Es más, creo que eres mi único amigo, Gabo, la única persona con la que puedo sentarme a conversar sin tener la sensación de estar frente a un tribunal que me va a condenar a la silla eléctrica. Eso, claro está, no quita que ahorita me provoque agarrarte a besos.
¡Oye, me acabo de acordar! Nunca me dijiste que ibas a empezar a escribir en El Comercio. Qué mal. El domingo vi una columnita tuya en la sección B, era algo sobre la publicidad de cervezas ¿no? Estaba buenaza. Me encanta cómo escribes. Se me cayó la baba con tu fotito con barba (¿o se me cayó la barba con tu fotito con baba?). En serio, me puse chocha, igual a cuando Emilito hace un hoyo en sus clases de golf y yo soy la única pelotuda que salta y aplaude.
Para serte franca, la que vio el artículo fue mi mamá. Más linda, me llamó por teléfono y me dijo: “a qué no sabes a quién acabo de leer en el periódico”. Yo, claro, ni enterada. No tengo la menor idea, mami, le respondí. “A Gabrielito Lombardi. Tu amigo del colegio ¿Te acuerdas de él?”, me preguntó. Es una santa, carajo. La pobre no tiene idea de nada. Como te imaginarás, tuve que sorprenderme, hacerme la idiota y decirle –cágate de risa– que sí te recordaba, pero que hace años que no sabía nada de ti. Si supiera. Lo que más risa me dio fue lo que me dijo después: “ese chico era un trome, en qué andará metido”. ¿Con quién andará metido, más bien?, me provocó decirle.
Bueno, basta de irme por las ramas. Me senté a escribirte porque no puedo decirte esto por teléfono y menos en persona. Mira, no quiero ponerme trágica, pero no sé qué vamos a hacer en los días que se vienen. La cosa está peluda y eso me estresa. Jaime habló conmigo el domingo y desde ese día sus palabras retumban en mi cabeza como un martillo. Quiere que tengamos otro hijo y que nos vayamos a vivir afuera. Está sospechosamente camotudo. Ayer en la noche quiso que tengamos algo, tú me entiendes, pero yo no podía. Le dije que estaba cansada, que me habían sacado la mugre en el gimnasio. Pero no puedo decirle eso todas las noches, no puedo dejar que sospeche ni un poquito.
¿Puedes imaginar cómo me siento? No, no puedes. No importa, yo te lo digo: me siento fatal. Te quiero y, sin embargo, no puedo hacer nada por concretar nuestra relación. Si le digo a Jaime para separarnos y él descubre que tú y yo tenemos algo, alegaría infidelidad y es capaz de llevarse a Emilio con él. Eso, como comprenderás, me destrozaría. La sola idea de estar sin mi hijo me destruye. Ay, carajo, ya me puse a llorar de nuevo. Perdóname, amor. Es que esta sensación es horrible.
Yo no dudo de tu amor, Gabriel. No dudo de lo que sientes, pero ¿te has puesto a pensar qué ocurriría si seguimos con esto? Te adoro, pero no quiero malograrte la vida. A veces pienso que lo nuestro, con todo lo lindo y honesto que es, es más imaginario que real. Es como si estuviéramos en una burbuja, aislados del mundo de verdad. Mi miedo es que sigamos con esto, sin vernos mucho, y que un día tú te canses y la burbuja reviente y todo se vaya al cacho y termines odiándome.
Es por eso que quiero pedirte algo. Necesito tiempo, Gabriel. Tiempo para ver cómo se solucionan las cosas en mi casa. Es mi deber. Yo no quiero tener otro hijo y mucho menos quiero irme a vivir fuera del Perú (cuando Jaime me habló de eso, me mantuve imperturbable por fuera, pero por dentro me derretía). Sin embargo, tampoco puedo seguir con esta doble vida que me carcome el cerebro. No puedo pedirte que me esperes, porque no sé cuánto tiempo necesite. Seguramente que mientras lees esto estás con ganas de matarme. No te culpo. Perdóname. Te quiero muchísimo. No tienes ni idea. Pero justamente es por eso que tengo que actuar, porque si seguimos tal como estamos, nos vamos a hacer un daño irreparable.
Quiero que me prometas que no vas a llamarme. Del chat no me preocupo, porque ya no me voy a meter. En realidad, no sé si te lo comenté, pero mis únicos contactos en el Messenger son Anacé, Alejandra y tú. La vez pasada Jaime me vio chateando y todo extrañado me preguntó “de qué te ríes tanto, tú nunca te conectas”. Tuve que decirle que era Macarena que me estaba pasando una cadena de chistes rojos.
Ay, Gabriel, no sé cómo terminar este mail que más parece un testamento. Quisiera no tener que dejar de escribirte. Quisiera que pudieras entender por qué hago esto. Solo me queda mandarte un beso gigante y agradecerte por hacerme sentir todo esto maravilloso que estoy sintiendo.
Cuídate mucho, mucho. Hasta pronto, Lombardi
Aunque nunca te lo haya dicho, te amo
A.
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El trabajo en la agencia estaba obligando a Gabriel a sacrificar más horas de descanso de las planeadas. Tenía que orquestar la parte creativa de cinco campañas al mismo tiempo y por eso tanto él como su equipo debieron madrugar un par de veces en la oficina.
Amanda había mandando su correo electrónico el martes por la noche, pero Gabriel –con los horarios extendidos y los sueños retrasados– recién pudo leerlo el jueves por la mañana.
Cuando abrió su Hotmail y vio el mensaje en la bandeja de entrada se alegró. Corrió a prepararse un café cargado y se sentó para leer detenidamente el correo. La sonrisa inicial, sin embargo, fue apagándose a medida que avanzaba en la lectura hasta quedar convertida en una tiesa mueca de amargura.
Su primera reacción, contraviniendo el pedido de Amanda, fue llamarla. Sin medir los riesgos que eso entrañaba, se levantó de la silla, cogió el celular, buscó el número en la lista de contactos y apretó el botón de llamar. El timbre del teléfono se repitió una, dos, cuatro, seis veces. La burocrática indicación de la contestadora automática (este es un mensaje de Claro, si desea deje su mensaje en la casilla de voz) lo exasperó. Intentó la comunicación hasta en siete ocasiones más. “No puede ser, no puede ser”, repetía Gabriel en voz alta, perdiendo la calma.
Los nervios le habían creado un hueco en el estómago. De pronto le cambió la cara. Se puso un jean, una camisa cualquiera y cogió las llaves de su carro.
Cuando bajó las escaleras de su departamento con dirección al auto, la locura ya había empezado a hacer su trabajo. Encendió el motor y arrancó, pisando el acelerador con rabia.
Arriba, en su departamento, al costado de la computadora prendida, el café negro todavía humeaba.
RENATO CISNEROS

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