Cuando despertaron, eran casi las
dos de la tarde. Amanda reparó en que faltaba poquísimo tiempo para que Emilio
regresara del colegio y se ató de nervios.
–Gabriel, levántate, rápido, por
favor…
–Qué pasa, contestó él,
sobresaltado, con los ojos pegados por el sueño
–¡Son la 1:45. Emilito ya viene!
–Me asustaste. Pensé que era
temblor…
–Bueno, amor, si mi hijo llega y
te ve calato en mi cama, te aseguro que esto va a ser peor que un temblor, así
que apúrate, por fa
–Ya, ya, me cambio y me voy.
Pensé que tú lo recogerías…
–Los lunes lo trae la señora de
la movilidad. Y siempre llega a las dos, es muy puntual.
–Ojalá que hoy se demore la vieja
–¡Oye!
–¿Y si me escondo en el closet?
–No seas payaso, Gabriel.
¡¡Apúrate!!
Gabriel se vistió con prisa y
salió del departamento y del edificio lo más en puntitas que pudo. En la mano
llevaba la correa.
El martes y el miércoles pasaron
muy lentos, llevando una carga de tensión añadida ante el próximo arribo de
Jaime. Por el chat y el teléfono, Amanda le hizo saber a Gabriel lo inquieta
que estaba por esa inminente situación. Él le pidió encarecidamente que actuara
con naturalidad. Haré mi mejor intento, le aseguró ella.
El jueves llegó Jaime y ahí
nomás, de modo muy metódico, retomó su rutina de todos los días: salía de la
casa temprano, trabajaba hasta las seis y luego, si no iba al gimnasio a correr
en una de esas máquinas que tienen una faja eléctrica de velocidad graduable,
volvía al departamento.
Con Amanda mostraba algo más de cercanía,
con un afecto que no requería de mayores impostaciones. Le había traído de
Estados Unidos dos perfumes y tres carteras, regalos costosísimos que ella
encontró magníficos, aunque prefirió agradecérselos sin mayor disfuerzo. A
Emilio, tal como había prometido por teléfono, le trajo unos palos de golf
metálicos y un montón de muñecos de sus dibujos animados favoritos. El niño
–tan ajeno a la infelicidad que dominaba los rescoldos más íntimos de su casa–
saltó de emoción cuando su papá le entregó todos sus cachivaches. “Mira, mami”,
le decía Emilio a Amanda, con esa alegría desbordada que solo se repetía cuando
abría paquetes en su cumpleaños y en Navidad.
Con la presencia de Jaime en
Lima, Amanda y Gabriel debieron resignarse a comunicarse por el chat y, más
clandestinamente, a través del celular.
El sábado siguiente por la mañana
se encontraron en la mesa más escondida del comedor de La Tiendecita
Blanca, donde tuvieron que reprimir las ganas de comportarse como los
enamorados ilegales en que se habían convertido. Pasaron ahí una hora y media,
conversando, riéndose, tanteando el futuro entre jugos de naranja, galletas
danesas y omelettes. En un momento Gabriel le cogió la mano sobre la mesa, pero
Amanda, cauta, temerosa de que alguien los viese, la retiró velozmente, con
pena.
Saliendo del café no resistieron
el acecho de las ganas: cada uno subió a su auto y, tras una breve coordinación
por celular, se dieron el encuentro en un hostal cercano, limpio y muy
discreto. Entraron por separado, se
registraron con nombres falsos, se camuflaron en la habitación 401 e
hicieron el amor una vez más.
Pudieron haberse refugiado en el departamento de Gabriel, pero había algo
divertido, sucio y extremo en encerrarse en una habitación al paso. Tal vez por
eso lo hicieron con furor, con una lascivia desatada, recitándose las más
floridas procacidades al oído.
Cuando terminaron, la
satisfacción se trocó en una suerte de amargura tangible. Los dos se vieron
invadidos por el abrumador convencimiento de que a partir de ese instante todo
entre ellos se haría más difícil. Sin embargo, se dieron ánimos para seguir
adelante con la relación, para robustecerla y oxigenarla a través del gélido
Internet y de una que otra llamada furtiva. Sabían que pasarían muchos días,
acaso semanas, hasta que pudieran encontrarse, como ahora, al pie de una cama,
pero no se dejaron apalear por el pesimismo. Se abrazaron, se dieron un piquito
y se volvieron a abrazar, como haría una pareja que se está despidiendo a
regañadientes en un aeropuerto. Una vez que salieron del cuarto, entraron
juntos al ascensor y allí se perdieron en un largo beso de despedida. En el
estacionamiento, cada uno ocupó su auto y se marchó raudamente por su cuenta.
Al día siguiente, domingo, al
final del desayuno, Jaime le pidió a Amanda que se quedase en la mesa un rato
más: quería hablar con ella. Amanda se excusó diciendo que tenía que ir volando
a Misa. Jaime insistió.
–Es muy importante
–Bueno, si es así, está bien,
dime, qué pasa…
Luego de hacer un extenso prólogo
en el que incluyó un amago de condolidas disculpas por su reciente
comportamiento, Jaime le dijo que quería que las cosas mejorasen entre ellos.
Le habló del viaje a Orlando a fin de año y, lo más importante, de la
posibilidad de tener otro hijo y de irse a vivir al extranjero más adelante, si
su esperado ascenso laboral se producía. Para mala suerte de Amanda, Jaime
sonaba muy entusiasmado y, por ráfagas de segundos, sus ojos cobraban aquella
lejana sensibilidad que siete años atrás la había cautivado.
–Me coges fría, Jaime. ¿Otro
hijo?
–Piénsalo, corazón…
–Sí, de hecho tengo que pensarlo.
No quiero empeñar mi palabra ahorita. Sobre todo porque yo también tengo algunos
planes personales que quisiera que consideres…
–¿De qué planes hablas?
–Aunque te enojes, Jaime, quiero
volver a trabajar
–Ya hemos hablado de eso, Amanda…
–Lo sé, pero he cambiado de
opinión. No sé si a Procter, pero quiero volver a chambear…
–Pero no lo necesitas…
– Eso crees tú. Quiero sentirme
más útil. Es un tema de autoestima, por último…
–Mira, si todo sale bien y nos
vamos afuera, podrías trabajar allá, por qué no…
–Hay que ver, hay que ver, porque también tengo opciones por aquí
–Analicémoslas juntos, corazón…
–Ya, sí, bueno. Pero ahorita no
puedo. Me tengo que ir, porque la Misa ya debe haber empezado.
–Anda, pues
–Chau, chau
Amanda manejó hasta la Iglesia
sin poder contener las lágrimas. Cuando entró al templo tenía los ojos
hinchados. Se acercó a una de las últimas bancas, la menos ocupada, y se dejó
caer en un extremo. No le prestaba atención a las palabras del sacerdote ni a
la gente que tenía al costado. Ella solo quería un lugar tranquilo para llorar,
pensar, rezar un poco.
Si de algo estaba segura, era de
no querer irse de Lima, ni de querer tener otro hijo, ni de poder separarse de
Gabriel. Desde luego que le interesaba trabajar, pero esa en el fondo era
también una coartada. Lo que más deseaba era permanecer en la ciudad. Por eso lloraba,
porque sabía que estaba en un callejón en el que no veía escapatoria. Y la
actitud de Jaime, tan cambiante, tan calculadora y al mismo tiempo tan
impredecible, la mortificaba aún más.
Mientras permanecía con la cabeza
gacha cientos de ideas coincidieron en su mente: el divorcio, la separación, la
confesión. Amanda se sentía asfixiada por sus miedos. ¿Era buena idea hablar
con alguien? ¿Con quién? Su mamá y sus hermanas –o sea, el club de fans de
Jaime– la juzgarían antes o después de mandarla al diablo. Y del consejo de sus
amigas divorciadas no se fiaba mucho. Al comprobar lo sola que estaba se
consternó más todavía. Se quedó un buen rato así, sobre la banca, con la cabeza
hundida entre los hombros, limpiándose la nariz con un pañuelo desechable. Cuando
llegó el momento de la comunión, se paró, se escurrió rumbo a la puerta, se
persignó y se marchó. Era la primera vez que se retiraba de una Iglesia antes
de que terminara la Misa.
(…)
Hacia la tarde de aquel domingo,
Gabriel se encontró con unos amigos en la cancha de fútbol del colegio Weberbauer.
Era un grupo de treintones y cuarentones que siempre jugaban ese día y a esa
hora. Para él era la primera vez. Martín le había pasado la voz en la mañana y
a él le pareció buena idea hacer algo de ejercicio. “Nada mejor que una
pichanga para distraerte, compadre. Alístate, paso por ti en quince minutos”,
le había dicho para convencerlo.
Martín sabía que Gabriel había
jugado mucho fútbol en Buenos Aires, así que ni bien hicieron su aparición en
el campo lo jaló inmediatamente a su lado y lo presentó. “Por si acaso él se
llama Gabriel, es nuevo, no juega ni canicas, así que si quieren arranca en mi
equipo”, les mintió a todos. Gabriel sonrío y saludó al grupo levantando la
mano.
Todos estaban uniformaditos y
calentaban como si fuesen profesionales. Pero a Gabriel lo que más le llamó la
atención fueron las esposas y novias de algunos jugadores, que conversaban
animadamente en una tribuna levantada al pie de la cancha. Mientras los demás trotaban
y decidían la conformación de los equipos, él imaginó a Amanda en ese grupo de
mujeres. Sería la más guapa de todas, pensó. Se puso a fantasear e imaginó que
metía un gol de media chalaca, que corría a celebrarlo con ella, que trepaba
las gradas y que le daba un beso para envidia de todos y todas. La extrañó. De
pronto, un grito lo sacó de sus épicas y acojudadas divagaciones.
–“Ya empezó, carajo.
Desahuévate”, le espetó Martín.
El partido duró una hora. El
equipo de Martín ganó 7-5 y Gabriel metió dos goles. Mejor debut no podía haber
tenido. Al final, todos se quedaron a comentar las incidencias de la pichanga y
a tomar gaseosas en la tienda del colegio. Martín y Gabriel se despidieron y se
fueron juntos. Eran las 5 de la tarde.
–Habla, ¿un par de chelas?, le
dijo Martín mientras ingresaban al auto
–Prefiero un Gatorade…
–¿Un qué?
–Un Gatorade…
–Oe, tú estás bien boyo últimamente, ¿no?
–Es que estoy un poco mal de la
barriga…
–Uy, qué, ¿estás embarazada? No
empieces con las contracciones aquí ah…
–No jodas, no me provoca chupar…
–¿Qué va a ser? ¿Hombrecito o
mujercita?
–Ja, ja. Ya carajo, qué necio
eres… vamos por un par de chelas
–Ese es mi broder…
Martín manejó con rumbo a
Chacarilla. Minutos después entraron a La Barra, un clásico chupódromo que,
a pesar de la horrenda modernización de su decorado, mantenía cierta arraigada
tradición entre la fauna etílica de esos lares. Antes de sentarse, Martín le
pidió dos cervezas al mozo y pidió que bajaran un poco el volumen de la radio
para poder conversar. En la pantalla gigante estaban pasando, en directo, un
partido de Boca Juniors con Vélez.
–Es mostra La Bombonera. Habré
ido unas cinco veces. Estar ahí, en el centro de la barra, es un locurón,
comentó Gabriel, mientras sorbía el pico congelado de su recién destapada
botellita de cerveza
–Me imagino. Tengo que ir a
Buenos Aires este año de todas maneras. Voy a pedirle una semanita de
vacaciones a mi tío…
–Uy, tú te volverías loco…
–Claro, con la cantidad de
hembras ricas que hay allá. Dicen que están por todos lados ¿no?
–Lo mejor son las tombas, viejo,
son preciosas. Dan ganas de que te pongan papeleta a cada rato
–O sea que te paran y se te para…
–Ja. Sí, más o menos…
–Uf, lo que deben ser los puticlubs de
allá. ¿A cuál fuiste?
–A ninguno…
–¿Perdón? Oe, tú eres imbécil o
qué. Cómo vas a ir cinco veces a La Bombonera y no pisar un solo puticlub.
¿O sea que te gustan más los jugadores que las jugadoras? Me das roche, franco…
–No seas tarado. Estaba con
Natalia, acuérdate…
–¿Y?
–¿Para qué voy a ir si estoy con cuero?
–Ay, ay, ay. No dije nada,
chochera. Ya fue. Me estaba olvidando de que cuando tú te tiemplas te
conviertes en Míster Mongo…
–Puras pichuladas hablas. Salud,
loquito
–Salud, tío. A propósito, ¿en qué
va tu romance prohibido?
–Más prohibido que nunca…
–¿Por qué? No me digas que el
marido te anda buscando…
–No, pero ya está en Lima y todo
se ha complicado.
–Te dije, mamerto…
–Lo peor es que ya no me quedan
dudas, Martín: estoy templado hasta mis huesos. Todo lo que me pasó antes,
incluida Natalia, todo es un chiste en comparación con esto.
–¿Templado o enchuchado?
–Nada que ver. El sexo es mostro
con ella, pero esto está mucho más allá de la cama. A Amanda la quiero desde
que tenía catorce años. Mira, nunca he creído en esas categorías tan
absolutistas, pero siento que Amanda es la mujer de mi vida…
–Eso es justamente lo que no quería escuchar…
–¿Por qué? Estoy hablándote en
serio
–¿No estás yendo muy rápido,
Gabriel? O sea, hace un par de semanas querías ser el gran cacherito de Lima,
el publicista chuchan boy que se levantaría, mínimo, una flaca
cada fin de semana. Así me lo dijiste, textual. Y ahora, aparece esta comadre
y, plin, resulta que te conviertes en el Novio de América. No, jodas, pues, no
es normal…
–Sé que no suena muy cuerdo, pero
es así. Nunca pensé estar involucrado en una historia como esta. Nunca me lo
propuse. Pero Amanda siempre fue importante para mí, desde que era chibolo. Las
cosas no son fáciles, pero no por eso voy a renunciar a ella, ¿no?
–¿Renunciar a ella? Compadre, por
qué hablas como si fueras actor de Televisa. ¿Cómo te llamas? ¿Gabriel
Arturo Capetillo?
Es que eso es lo que voy a tener
que hacer si el asunto no prospera. Y aunque te suene a mariconada, se me
encoge el corazón de solo pensarlo…
–Mira, broder, yo ya te dije, dale tiempo al tiempo. Aunque suene a consejo de
Camucha Negrete, es lo mejor que puedes hacer: esperar. Las cosas que tengan
que pasar pasarán. Y si Amanda está tan convencida como tú tendrá que
separarse, y ese ya será su rollo. Por cierto, ¿te has alucinado con ella y con
el chibolo? ¿Te vacila esa vaina?
–No, no lo he pensado, pero no
tendría nada de malo…
–Cholo, no te enojes conmigo
¿ya?, pero no será que así, inconscientemente, como quien no quiere la cosa,
estás buscando cerrar un viejo capítulo inconcluso…
–Lo he pensado, Martín, pero no, no es eso. No estoy templado de una historia
del pasado. Estoy enamorado de Amanda. No tengo la menor de las dudas
–Bueno, compadre. Tú sabrás lo que haces. Si la vas a cagar, cágala bien y anda
hasta el final. Eso sí, no vayas a mariconearte cuando la cosa se ponga fea,
porque así se va a poner….
–Puta, qué lindo augurio, cabrón.
Me dejas más tranquilo…
–Ja. Ya chupa, mierda, que la
chela no es té…
–Salud porque las cosas me salgan
bien con Amanda
–Por eso y porque me vaya pronto
a un puticlub en Buenos Aires
Querido Lombardi. Querido Gabriel. Gabo. Mi Gabo. El ahogado más hermoso del
mundo. Si hubieras estudiado Derecho, podría decir que eres el abogado más
hermoso del mundo. Ja. Sí, ya sé. Qué malo mi chiste. O como tú dirías, qué
tela tu chongo.
Ay, Gabo. Estoy peor que nunca.
Me río pero en verdad quiero llorar. Lo único que me pone de buen humor por
estos días son nuestras conversaciones y chateos, pero en verdad ahorita estoy muy
sensible. Y súper demacrada, no sabes. Se me están acabando las cremas
revitalizantes que me pongo antes de acostarme. He tenido que doblar la
cantidad y comprarme más. Ya sé que sueno a vieja, pero qué quieres: a esta
edad una empieza a estirarse y, si no me cuido, después me quedo convertida en
una momia, peor que la tía Laura Bozzo.
Dirás que soy una exagerada, pero traigo unas ojeras de enferma y unos pliegues
en la frente y en el cuello que ya no puedo disimular. Ayer mi hermana Anacé me
miró y me dijo que estaba anémica. “No vayas a terminar anoréxica”, me dijo. La
mandé a rodar. Claro, como ella traga todo el día sin roche ni culpa y su
marido la soporta. Está hecha una vaca, no la reconocerías. Pero, no sé, tal
vez tenga razón. No duermo casi nada, como poquísimo y, como te decía, lloro
por cualquier estupidez. Ayer lloré viendo la repetición de la final de Bailando
por un Sueño. Alucina. Too much. Con eso te digo todo. Parece
que estuviera con una especie de regla perpetua. Es una joda. Ni yo me tolero.
Ay, Gabriel, no sé por dónde
empezar. Bueno, ya empecé hace rato, pero todavía no te he dicho nada de lo que
necesito decirte. Son las nueve y cuarenta de la noche de un martes que parece
miércoles y aquí me tienes: tirada en mi cama, con el televisor prendido en Magaly
TV, escribiéndote un mail que todavía no estoy segura de querer mandarte.
Creo que en realidad no te escribo a ti, sino a mí misma. Como sea, necesito
que sepas lo confundida que estoy, lo demasiado difícil que se está haciendo
esto para mí.
Es paradójico, porque por un lado
me siento feliz. Feliz de que hayas reaparecido. Han pasado menos de quince
días desde que nos encontramos en Huaringas y es como si
fueran quince años, los exactos quince años que dejamos de vernos desde que terminó
el cole. Es una locura que hayamos avanzado así, pero qué hago. Nadie, ninguna
de mis amigas me creería si le cuento cómo se han ido dando las cosas en este
corto tiempo. Me dirían que es un capricho, que me he pasado de vueltas,
cualquier cosa, pero no entenderían nada. No podrían entenderlo.
Cómo explicarles, Gabriel, lo
bien que encajas en mi vida. Cómo convencerlas de que contigo todo fluye sin
que yo tenga que forzar nada. Nos reímos de lo mismo, tenemos el mismo pasado,
los mismos recuerdos, los mismos gustos sobre muchas cosas. Si te pones a
pensar, es bien rayado.
Además, tú me conectas con varias
ideas en cuya militancia hace años claudiqué: la idea del amor mágico,
romántico, complementario. No quiero sonar cursi (o tal vez sí, no me importa),
pero a diferencia de mis hermanas, que desde chicas querían casarse con el
chico guapo y millonario, a mí eso nunca me interesó en realidad. O sea, Jaime
es guapo y millonario pero fueron el entorno y las circunstancias las que
terminaron convenciéndome de que éramos el uno para el otro.
Aunque no parezca, o aunque a
veces lo disimule, yo soy muy diferente a Alejandra y a Anacé. Ellas, por
ejemplo, viven orgullosísimas de haber estudiado en el Villa María y
de haberse casado antes de los 25 con un “hombre de provecho”. Yo tuve que
cambiarme en tercer grado del Villa, porque no lo aguantaba. Mi
mamá no podía creerlo cuando le dije que me sacara de allí. Hice tal pataleta
que a la pobre no le quedó otra. A mi viejo le daba igual.
A lo que iba era a que, sin ser
ni tonta, ni naif, ni calzón con bobos, siempre he sido una chica enamoradiza y
no sé en qué momento perdí esa cualidad.
Es probable que el matrimonio me
haya convertido en una persona más escéptica, árida e interesada. No sé. No te
digo que con Jaime no haya vivido nada bonito, claro que sí, sobre todo al
inicio, pero después todo fue muy directo, muy pragmático, muy despojado de
detalles. Pensé que si teníamos un hijo cambiaría, pero no fue así.
No quiero comparar, pero contigo
las cosas son muy distintas. Tú haces que salga a relucir la Amanda más
auténtica, la mujer independiente, que es un poco niña y un poco adulta, y que
ha estado dopada debajo del personaje al que vengo interpretando desde hace
siete años: la esposa que lo soporta todo por la tranquilidad de su hijo, y
porque espera que su esposo algún día deje de ser el egoísta de porquería que,
al parecer, siempre fue.
Tampoco me victimizo, ojo. Algo
debo haber hecho (o dejado de hacer) para alejar a Jaime, para crear este
pesado clima de discordia. Pero todo ocurre por algo. No creo que sea
casualidad que tú y yo nos hayamos cruzado justo en esta época. Todo calza,
ves. Y eso es lo que más me huevea. Además, amor, por si fuera poco, entre
nosotros hay una conexión insólita que me fascina: siempre sabes lo que estoy a
punto de decir, o me mandas un mensaje de texto justo cuando yo estoy por
hacerlo, o digo una frase y resulta que tú la tienes en la punta de la lengua.
Como tú dices, esto ya parece un guión de novela. (Eso sí, papito, si la nuestra
es una novela, que sea de canal 4 y en horario premium, por si
acaso. Nada de ponerme de protagonista de una producción misia de canal 7, te
advierto. Prefiero mil veces ser la flaca de Luz María o Rosa
Salvajeantes que la china fea de El Pecado de Oyuki, que además
de cara de palo tenía una peinado de terror).
No sé de dónde me sale el cuajo
para ponerme a hacer bromas estúpidas. Debes pensar que estoy zafada. Así me
tienes pues, Lombardi.
¿Sabes? Siento que estoy haciendo
todo pésimo, que soy una mala persona. A veces, para tranquilizarme, me digo
que esto le pasa a medio mundo y que debería llevarlo adelante, sin tanta
culpa, ni golpes de pecho, ni visitas a la Iglesia. Finalmente, la vida no es
perfecta. Las cosas no siempre salen como uno quería que salgan y hay que
acomodarse. El tiempo me ha enseñado que si uno no pelea por su felicidad,
nadie pelea por ti. Ni siquiera tus hijos, ni tus hermanos. Y, mira tú, a pesar
de tener tan clara esa premisa, no puedo acatarla. Hay algo dentro de mí que se
acobarda, que se resiste, que se avergüenza (aunque no se arrepiente) de las
lindas cosas que estoy viviendo contigo.
Ay, Gabo, no vale. Dime si esta
no es una ironía de lo más cruel: mientras te escribo hay un actor cómico en la
tele que le está llorando a Magaly porque su esposa (una
vedette de no sé qué programa chicha) le ha sacado la vuelta con un bailarín.
Apenas pasaron las imágenes de la fulana en plenos chapes con el otro, lo
primero que pensé fue: qué tal bitch. Después me sentí una
conchuda. Ya sé que no es lo mismo. O sea, ni tú eres un bailarín (no que yo
recuerde) ni yo una vedette (aunque, sí, ya sé, podría serlo), pero la
situación de fondo es la misma, ¿verdad?
Todo esto me revuelve un poco el
estómago. ¿Soy una perra, Gabriel? ¿Soy una bitch? ¿Soy una mujer
que merece ser feliz? ¿O soy una cobarde, por no atreverme a irme contigo y a
mandar a la mierda lo demás? Dime lo que piensas. Lo necesito. Tus palabras
siempre me dan calma. Siempre fue así. Lo que más me gusta es que, si bien nos
hemos enamorado de esta manera tan súbita, también seguimos siendo los amigos
de toda la vida. Es más, creo que eres mi único amigo, Gabo, la única persona
con la que puedo sentarme a conversar sin tener la sensación de estar frente a
un tribunal que me va a condenar a la silla eléctrica. Eso, claro está, no
quita que ahorita me provoque agarrarte a besos.
¡Oye, me acabo de acordar! Nunca
me dijiste que ibas a empezar a escribir en El Comercio. Qué mal.
El domingo vi una columnita tuya en la sección B, era algo sobre la publicidad
de cervezas ¿no? Estaba buenaza. Me encanta cómo escribes. Se me cayó la baba
con tu fotito con barba (¿o se me cayó la barba con tu fotito con baba?). En
serio, me puse chocha, igual a cuando Emilito hace un hoyo en sus clases de
golf y yo soy la única pelotuda que salta y aplaude.
Para serte franca, la que vio el
artículo fue mi mamá. Más linda, me llamó por teléfono y me dijo: “a qué no
sabes a quién acabo de leer en el periódico”. Yo, claro, ni enterada. No tengo
la menor idea, mami, le respondí. “A Gabrielito Lombardi. Tu amigo del colegio
¿Te acuerdas de él?”, me preguntó. Es una santa, carajo. La pobre no tiene idea
de nada. Como te imaginarás, tuve que sorprenderme, hacerme la idiota y decirle
–cágate de risa– que sí te recordaba, pero que hace años que no sabía nada de
ti. Si supiera. Lo que más risa me dio fue lo que me dijo después: “ese chico
era un trome, en qué andará metido”. ¿Con quién andará metido, más bien?, me
provocó decirle.
Bueno, basta de irme por las
ramas. Me senté a escribirte porque no puedo decirte esto por teléfono y menos
en persona. Mira, no quiero ponerme trágica, pero no sé qué vamos a hacer en
los días que se vienen. La cosa está peluda y eso me estresa. Jaime habló
conmigo el domingo y desde ese día sus palabras retumban en mi cabeza como un
martillo. Quiere que tengamos otro hijo y que nos vayamos a vivir afuera. Está
sospechosamente camotudo. Ayer en la noche quiso que tengamos algo, tú me
entiendes, pero yo no podía. Le dije que estaba cansada, que me habían sacado
la mugre en el gimnasio. Pero no puedo decirle eso todas las noches, no puedo
dejar que sospeche ni un poquito.
¿Puedes imaginar cómo me siento?
No, no puedes. No importa, yo te lo digo: me siento fatal. Te quiero y, sin
embargo, no puedo hacer nada por concretar nuestra relación. Si le digo a Jaime
para separarnos y él descubre que tú y yo tenemos algo, alegaría infidelidad y
es capaz de llevarse a Emilio con él. Eso, como comprenderás, me destrozaría.
La sola idea de estar sin mi hijo me destruye. Ay, carajo, ya me puse a llorar
de nuevo. Perdóname, amor. Es que esta sensación es horrible.
Yo no dudo de tu amor, Gabriel.
No dudo de lo que sientes, pero ¿te has puesto a pensar qué ocurriría si
seguimos con esto? Te adoro, pero no quiero malograrte la vida. A veces pienso
que lo nuestro, con todo lo lindo y honesto que es, es más imaginario que real.
Es como si estuviéramos en una burbuja, aislados del mundo de verdad. Mi miedo
es que sigamos con esto, sin vernos mucho, y que un día tú te canses y la
burbuja reviente y todo se vaya al cacho y termines odiándome.
Es por eso que quiero pedirte
algo. Necesito tiempo, Gabriel. Tiempo para ver cómo se solucionan las cosas en
mi casa. Es mi deber. Yo no quiero tener otro hijo y mucho menos quiero irme a
vivir fuera del Perú (cuando Jaime me habló de eso, me mantuve imperturbable
por fuera, pero por dentro me derretía). Sin embargo, tampoco puedo seguir con
esta doble vida que me carcome el cerebro. No puedo pedirte que me esperes,
porque no sé cuánto tiempo necesite. Seguramente que mientras lees esto estás
con ganas de matarme. No te culpo. Perdóname. Te quiero muchísimo. No tienes ni
idea. Pero justamente es por eso que tengo que actuar, porque si seguimos tal
como estamos, nos vamos a hacer un daño irreparable.
Quiero que me prometas que no vas
a llamarme. Del chat no me preocupo, porque ya no me voy a meter. En realidad,
no sé si te lo comenté, pero mis únicos contactos en el Messenger son Anacé,
Alejandra y tú. La vez pasada Jaime me vio chateando y todo extrañado me
preguntó “de qué te ríes tanto, tú nunca te conectas”. Tuve que decirle que era
Macarena que me estaba pasando una cadena de chistes rojos.
Ay, Gabriel, no sé cómo terminar
este mail que más parece un testamento. Quisiera no tener que dejar de
escribirte. Quisiera que pudieras entender por qué hago esto. Solo me queda
mandarte un beso gigante y agradecerte por hacerme sentir todo esto maravilloso
que estoy sintiendo.
Cuídate mucho, mucho. Hasta
pronto, Lombardi
Aunque nunca te lo haya dicho, te
amo
A.
El trabajo en la agencia estaba obligando a Gabriel a sacrificar más horas de
descanso de las planeadas. Tenía que orquestar la parte creativa de cinco
campañas al mismo tiempo y por eso tanto él como su equipo debieron madrugar un
par de veces en la oficina.
Amanda había mandando su correo
electrónico el martes por la noche, pero Gabriel –con los horarios extendidos y
los sueños retrasados– recién pudo leerlo el jueves por la mañana.
Cuando abrió su Hotmail y
vio el mensaje en la bandeja de entrada se alegró. Corrió a prepararse un café
cargado y se sentó para leer detenidamente el correo. La sonrisa inicial, sin
embargo, fue apagándose a medida que avanzaba en la lectura hasta quedar
convertida en una tiesa mueca de amargura.
Su primera reacción,
contraviniendo el pedido de Amanda, fue llamarla. Sin medir los riesgos que eso
entrañaba, se levantó de la silla, cogió el celular, buscó el número en la
lista de contactos y apretó el botón de llamar. El timbre del teléfono se
repitió una, dos, cuatro, seis veces. La burocrática indicación de la
contestadora automática (este es un mensaje de Claro, si desea deje su
mensaje en la casilla de voz) lo exasperó. Intentó la comunicación hasta en
siete ocasiones más. “No puede ser, no puede ser”, repetía Gabriel en voz alta,
perdiendo la calma.
Los nervios le habían creado un
hueco en el estómago. De pronto le cambió la cara. Se puso un jean, una camisa
cualquiera y cogió las llaves de su carro.
Cuando bajó las escaleras de su
departamento con dirección al auto, la locura ya había empezado a hacer su
trabajo. Encendió el motor y arrancó, pisando el acelerador con rabia.
Arriba, en su departamento, al
costado de la computadora prendida, el café negro todavía humeaba.
RENATO CISNEROS
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