[AQUÍ LA SÉPTIMA PARTE DE ESTA INTERESANTÍSIMA
HISTORIA QUE ABURRE A GRANDES Y CHICOS. NO LA LEAN]
Ni siquiera sé hacia
dónde diablos estoy manejando.
Ni siquiera tengo claro qué chucha voy a hacer. ¿Voy a su casa a buscarla? No,
ni cagando. Será para que el esposo salga y me aviente una olla con agua
caliente. Se supone que a esta hora él trabaja, pero quién sabe: quizá hoy, por
azar, decidió tomarse el día. Mejor no. ¿Y si Amanda está en el gimnasio?
Claro, ahí la puedo encontrar: entro, le paso la voz y le digo para hablar un
ratito. Aunque si está haciendo ejercicios con el instructor o con alguna
amiga, podría armarse un chongo y después, la canción criolla. Puta madre,
Amanda, qué te pasó. Hace unos días juramos que no perderíamos el contacto, que
seguiríamos adelante, que superaríamos el miedo, y ahora me sales con esto. Por
qué arrugas, por qué. Qué hago, carajo. A dónde voy. Y encima este tráfico de
mierda que no ayuda ni un pincho.
–Clank, clank, clank–
–¡Avanza, pues, conchudo! Que me diga algo nomás ese
huevón y me bajo y le parto la cara…
Gabriel hizo una maniobra temeraria, giró el timón a
la izquierda, aceleró quemando las llantas, pasó al lado del taxi que tenía
delante y disminuyó la velocidad de golpe para mirar al piloto a la cara…
–¡Qué me miras. Avanza nomás!, le increpó el
conductor, un hombre mestizo, de pelo pajoso y lentes de aumento
–¡Fuera, chuchatumadre!, le gritó Gabriel, con toda su
alma, con todo ese desprecio circunstancial que lo embargaba. El hombre,
madrugado por el grito, se quedó callado, masticando una rabiosa respuesta que
no alcanzó a proferir.
Gabriel manejó a lo largo de cuadras, sin saber a
dónde ir. Cada idea que consideraba era desechada al segundo siguiente. Quería
ver a Amanda, pedirle una explicación sensata a su unilateral decisión de
romper el pacto y darle tiempo a la relación. Quería verla,
sí, pero tampoco deseaba armar un escándalo que fuera a empeorar las cosas.
Después de una media hora, la locura y el ansia fueron
cediendo. Gabriel entró en razón y, tras hacer un veloz análisis de pros y
contras, optó por regresar a su
departamento. Cuando cruzó la puerta reparó, con amnésico asombro, en que
había dejado la laptop prendida y la ventana abierta. Al costado,
el café reposaba más helado que frío.
Al final, el que se tomó el día fue él. Llamó por
teléfono a Ernesto Escribens, su amigo y jefe, el dueño de la agencia donde
estaba trabajando, y se disculpó aduciendo una jaqueca insoportable. Ernesto le
dijo que normal, que no se preocupara. Descansa, le aconsejó.
Sin embargo, eso fue lo último que hizo Gabriel:
descansar. Por lo menos su cabeza, más hiperactiva que nunca, se negaba a dejar
de maquinar. Internamente, se debatía entre innumerables sospechas y
especulaciones, cada una de las cuales repercutía en su estado físico,
produciéndole una sensación general de inquietud, aflicción y desasosiego. La
jaqueca, después de todo, no resultó ser una excusa del todo falsa.
Gabriel se sentó frente a la laptop,
releyó el correo de Amanda unas tres veces y luego –casi como en una catarsis,
como en un vómito sobre el que no podía ejercer ningún control– escribió una
respuesta de lo más dolida y hepática. Cuando acabó, leyó el texto y se
arrepintió del tono que había empleado. “Está muy avinagrado”, observó. Sombreó
todos los párrafos con el mouse y apretó delete.
Cuando se disponía a empezar de nuevo, el celular sonó.
–¿Aló?
–Chochera, soy Martín. Cómo estás. Te llamaba al toque nomás para saber cómo es
lo del sábado. ¿Tú vas a ir con alguien?
–¿A dónde?
–Me estás hueveando ¿no? Cómo que a dónde. ¡Es el
matri de Juan Pablo! ¿No jodas que te habías olvidado?
–Mierda, sí, se me había olvidado por completo. Entre
la chamba y lo de Amanda, estoy completamente desenchufado del mundo…
–¿Qué fue con Amanda?
–Nada. Me escribió un mail rarísimo, pidiéndome que no
la llame, que me espere un tiempo…
–Perfecto, pues, gil. No la llames. Haz lo que te
pide. ¿Tan difícil es?
–No entiendes, Martín. Hace menos de una semana
habíamos quedado en que mantendríamos las cosas tal como estaban y que nos las
ingeniaríamos para vernos. Dentro de los contratiempos en que andamos, estaba
todo muy claro…
–Bueno, compadre, al parecer los planes cambiaron. Así
son las mujeres, cholo. Con ellas, los planes siempre están cambiando. Si un
día quieren que las engrías, al día siguiente quieren que las dejes ser. Así
son, causa.
–Algo tiene que haber pasado en su casa. Estoy seguro.
–Eso es obvio. Pero no te hagas paltas: no le
escribas. Ella misma te lo está pidiendo…
–No puedo con esta intriga…
–Mira, mira, parece que Dios me ha mandando al mundo
para desahuevarte. Por un minuto, solo uno, deja de pensar en ese culebrón en
el que te has metido y haz foco en esto: el sábado es el matrimonio de Juan
Pablo. Juan Pablo –por si se te olvidó– es nuestro PATAZA del barrio, de toda
la vida. Ya la cagaste en su despedida, ¿te acuerdas? No vayas a cagarla en su
matri, pues huevón. Haznos ese favor a todos...
–Sí, sí. Yo sé. Claro que voy a ir. Estaba un poco
desconcentrado, nada más.
Tengo que comprarme un terno, una corbata y listo.
–Bueno, me alegro. ¿Y con quién vas a ir? Me dices que
con Amanda, y te cuelgo de los boleros…
–Voy a ir solo, bestia…
–¿Solo? Ta madre, me cagas.
–¿Por qué?
–Es que yo también estaba pensando en ir solo, porque
Juan Pablo me ha contado que Mariana tiene un montón de primas y amigas
solteras…
–Mejor, pues…
–Sí, pero ya le insinué a una flaca de la chamba que
me acompañe. Soy un tetudo. Está bien rica, ¿ya? pero no sé…
–Entonces para qué mierda la invitaste…
–Es que me tiene loco. Ha entrado a la fábrica hace
poco. Yo le solté la invitación de broma el otro día en el almuerzo. Pensé que
no me iba a empelotar, pero contra todo pronóstico aceptó…
–Bueno, míralo de este modo: igual vas a tener con
quien bailar. Y si las primas y amigas de Mariana no son muy agraciadas que
digamos, no te perderás de nada.
–Sí, tienes razón. Porque Juan Pablo me dijo “sí, sí, son todas bien ricas”,
pero ese huevón tiene el gusto medio retorcido. O sea, si el cachalote de su
novia le parece simpático, no me extrañaría que sus amigas sean todos unos
mostrobujos…
–Ja, ja. Oe, hueverto, y tú quién chucha te computas. Brad Pitt no eres ah, por
si aca…
–Yo sé, yo sé, pero si las tías del tono van a estar así, medio malcriadas de
cacharro, entonces mejor voy con María Pía…
–¿María Pía es la chica de tu chamba?
–Esa misma
–¿Y qué tal está? ¿Linda?
–¿Linda? Linda está la mañana, jetón. María Pía está
buenísima, es una Diosa. Voy a ser la envidia de la fiesta…
–En cambio, yo voy a ser el aburrido de la fiesta…
–Ya, ya, no te pongas dramático. Más bien, cómo
hacemos. ¿Vamos en dos carros? Mucha vaina, ¿no?
–Si quieres vamos en el mío. Te recojo y pasamos por
María Pía
–Ya, pero anda a mi jato a las 11 a.m., cosa que nos
tomamos unas chelitas antes. Luego pasamos por ella y arrancamos para
Cieneguilla. El matri es al mediodía, pero sobrado llegamos para el inicio del
tono. Ni cagando me soplo la misa…
–Puta, qué buena gente que eres con Juan Pablo. Menos mal que él es –¿cómo
dijiste?– “nuestro PATAZA de toda la vida”. Felizmente no te hizo testigo, sino
lo dejabas plantado…
–Ah, ¿con cachimba es la cosa?
–Aunque sea hay que llegar al final de la ceremonia y hacer la finta de que
estuvimos desde temprano. No seas tan pendeivis. ¿Te gustaría que el día de tu
matrimonio falten tus amigos?
–¿Mi matrimonio? Ja. Primero se acaba el mundo…
–Ya te quiero ver…
–Ya, ya, no me vengas con chantajes sentimentales de
última hora. Te espero el sábado a las 11. Ahí decidimos.
–Ya, pues. Un abrazo. Hablamos.
–Chaufa. Y ya sabes: no le escribas
Gabriel intentó hacer caso a los consejos de Martín,
pero no resistió mucho tiempo el asalto de sus ímpetus contradictorios y acabó
escribiéndole a Amanda. No le mandó un correo electrónico tan extenso y
complejo como el que ella había escrito, pero sí le envió un mensaje de texto
por celular.
No entiendo qué pasó. Te quiero más que antes. Y si
hay que bancarse un lapso de espera, me lo banco. Solo un favor: manifiéstate
pronto. No me dejes así. Un beso enorme. G.
El jueves y el viernes pasaron sin que Amanda enviara
la menor señal de existencia. A medida que transcurrían las horas, la extrañeza
de Gabriel fue adquiriendo todos los matices del enfado. Su preocupación se
tradujo en molestia; su miedo, en una variedad de la indignación.
¿Qué le costaba a Amanda contestar? ¿Acaso estaba
pidiendo mucho? ¿No podía tener un poquito de consideración? ¿Tan complicado
era coger el puto celular e invertir un par de minutos, ni siquiera en llamar,
sino en escribir un breve mensaje? Gabriel se martirizaba lanzando al espacio
todas esas inútiles preguntas. Su fastidio, en el fondo, escondía el naciente
temor de perder todo lo que había conseguido. Despotricar furiosamente contra
Amanda solo era una manera confusa de admitir que el silencio pertinaz del que
ella venía haciendo obscena gala le estaba provocando nuevas escoriaciones en
un viejo lado del corazón.
La noche del viernes, antes de acostarse, dio un
último manotazo de ahogado. Escribió un lacónico mail, en la
pretérita esperanza de que Amanda se compadeciera y reaccionara.
Solo quiero saber que todo sigue igual. Tu
indiferencia me está haciendo añicos.
(…)
El sábado Gabriel despertó distinto,
sin ganas de continuar en una brega emocional que juzgó desigual. “Si ella
quiere tiempo, se lo daré”, dijo hacia dentro, como queriendo quitarle gravedad
al asunto.
Era una mañana de julio inesperadamente calurosa. El
estallido del sol en el cielo repartía rayos que se colaban a través de las
persianas del departamento. Gabriel tomó esa agradable curiosidad climática
como un indicativo del humor que le correspondía tener. Parado junto a la
ventana, contemplando el modo en que las personas se dispersaban allá abajo en
la calle, su irritación pasó a mejor vida. Ya me contestará, se resignó.
Se dirigió luego al refrigerador, abrió una caja de
jugo de naranja y bebió un trago largo directamente del envase de cartón. En
seguida se despojó del polo viejo que usaba por pijama, puso un disco de
canciones ochenteras que Amanda le había quemado y –en un acceso de gimnástico
optimismo– empezó a hacer planchas en el suelo. Nunca lo hacía, por eso apenas
completó 12 repeticiones. Una vez en la ducha, intensificó su lucha contra el
desanimo cantando el tema del CD que sonaba de fondo: Leave a light On de
Belinda Carlisle.
Era una canción que activaba de inmediato en su mente
el recuerdo de las fiestas del colegio. Por un momento, sin dejar de rascarse la
cabeza con las manos embadurnadas de champú, con los ojos cerrados, disfrutando
la potencia del chorro caliente sobre su nuca, se vio a sí mismo bajo el toldo
levantado en el patio grande de Secundaria, a unos pocos metros de la pista de
baile. Era alguna desteñida noche de viernes de 1989. Sobre la multitud de
jóvenes parejas, en el centro del techo de tela, pendía una enorme bola
giratoria de cristal, y desde los extremos unas luces amarillas, verdes y
azules producían cortes longitudinales a lo largo del ambiente oscuro. De pie,
murmurando la letra de Leave a light On, Gabriel no despegaba los
ojos de Amanda, que bailaba con Braulio al costado del parlante. Estaba
esperando que la canción terminara para abordarla y sacarla a bailar la
siguiente.
Se había pasado toda la noche sentado en las tribunas,
mirando a los demás, atestiguando los pequeños triunfos y derrotas de sus
amigos. Si no actuaba rápido, lo iban a atrasar y se convertiría en uno más de
los pelagatos sin éxito.
De pronto, sus planes se fueron directo al cacho.
Braulio tomó de la cintura a Amanda, puso su cara muy cerca de la de ella y con
la mano derecha le acomodó el pelo sobre la oreja izquierda. Gabriel
contemplaba la escena con la impotencia de no poder intervenir. Cuando
comenzaron a besarse de ese modo impetuoso, torpe y adolescente con que uno
besa a los 15 años, Gabriel no soportó más y se escabulló entre la gente,
celoso, picón, montado en una cólera intestina.
Más de quince largos años habían pasado desde ese
episodio nocturno. Ahora Gabriel –calato en medio del baño, secándose con la
toalla– se reía de cómo el destino se las había ingeniado para ponerlo, de
algún modo, con algo de retraso, en el codiciado pellejo de Braulio. Gabriel se
miró al espejo, esbozó una media sonrisa y descubrió en ella un punto de
malicia. Luego corrigió su gesto y se quedó pensativo, al percatarse de la
agridulce paradoja con que se estaban precipitando los acontecimientos: si en
aquella noche de 1989 era él quien desaparecía, ahora la desaparecida era Amanda.
Si en el pasado fue él quien se marchaba, ahora era ella la que se tornaba
invisible.
Cuarenta minutos después, con saco,
corbata y peinado con gel, llamaba al celular de Martín desde el interior de su
carro.
–Martín. Estoy afuera de tu casa. Sal.
–Ando saliendo…
–Trépate. Cómo estás.
–¡Chasa! Qué buen ternero. ¿Qué tal estoy yo?
–Bien, pero estás seguro de que vas a ponerte esa
corbata celeste…
–¿Qué tiene mi corbata, compadre? Es un color más
tropical. Además, combina con el solcito que ha salido.
–Ja, ja. Ya bueno, ¿dónde vive María Pía?
–Pon primera y arranca. Tú solo sigue mis
indicaciones. Yo seré tu GPS.
Apenas María Pía dejó asomar su luminosa humanidad por
el portón de su casa, Gabriel se quedó suspendido en una prolongada mueca de asombro.
Era una chica preciosa, rubia, de tamaño normal. Tenía una figura poblada de
curvas, una sonrisa perfecta y un rostro de ángel apenas maquillado. Traía un
ceñido vestido rojo cuya basta le rozaba la parte superior de las rodillas. Por
su aspecto (y el aspecto de su casa) parecía una chica de muy buena posición
social, de familia decente, que rezumaba sencillez y distinción en
partes iguales.
Su biotipo, curiosamente, no correspondía del todo con
el de las mujeres que Martín solía frecuentar. Era verdad que a él le gustaba
perseguir y corretear a las chiquillas más petulantes de la high
socialité que pululaban en las discotecas de Larcomar, pero la gran
mayoría de veces se sentía más cómodo flirteando con chicas “simpatiquitas”,
sin mayor roce, que se movían en los estratos bajos de la clase media. Eso por
no mencionar lo mucho que disfrutaba sus mensuales escarceos y revolcones con
las semidesnudas anfitrionas de los nightclubs más y menos
reputados de la ciudad.
Al evaluar todo eso, y al notar la gracia de los
movimientos armónicos con que María Pía se acercaba al auto, Gabriel supo que
era demasiada mujer para su amigo.
–¿Qué tal está? ¿Exageré?, le preguntó Martín,
pavoneándose…
–Está muy rica, maricón.
–Rica y linda. Porque hay chicas que son solo lindas y
otras que son solo ricas, pero María Pía es las dos cosas.
–Más bien, ¿cómo has hecho para que te dé bola?
–Así somos los grandes, pues, chochera. Con esta
carabina y este floripondio, no hay mamacita ni choclona que se resista.
–Hola, hola, saludó María Pía, acomodándose en el
asiento trasero
–Hola, qué tal, dijo Gabriel…
–María Pía, estás extraordinaria, agregó Martín,
aflautando la voz, con estudiada galantería…
–Gracias. ¿Estoy bien? Me vine con vestido corto,
porque como me dijiste que era de día y en Cieneguilla. ¿Normal no? ¿O me
cambio?
–Estás perfecta. No te toques ni una uña, dijo Martín,
sentado en el lugar del copiloto, pero con el cuerpo virado hacia atrás, para
no darle la espalda a su pareja…
–Estás muy bien, se atrevió a comentar Gabriel
A lo largo del camino era Martín quien animaba la conversación y seleccionaba
la música. Gabriel, concentrado en manejar, hacía pequeñas acotaciones, sufría
las bromas de su amigo y, de vez en cuando, le dirigía miradas relampagueantes
a María Pía a través del espejo retrovisor. Cada vez que lo hacía la encontraba
más guapa que la vez anterior. Su rostro era una suma de sutilezas. Y su risa,
tan fácil, natural y divertida, era un viento fresco venido de otro mundo, un
mundo sin lugar para la angustia.
María Pía trabajaba en el área de marketing de la fábrica del tío de Martín.
Tenía 23 años. La acababan de contratar. Era la más joven de su área. Quería
chambear por lo menos un año para luego irse a Nueva York a
estudiar cursos de arte. “Estudiar es un pretexto. Me encanta esa ciudad. Los
museos, la vida nocturna, el teatro off–Broadway. Trato de ir cada
vez que puedo. De hecho, recibí el año allí, con mis papás, en un restaurante
de comida vietnamita que quedaba en el piso cincuenta de un edificio, frente al Hotel
Plaza, cerquita de Central Park”, dijo, dando cuenta de lo
cultivada que era en materia de turismo neoyorquino.
Para Martín, toda esa información resultaba completamente nueva. Conocía a
María Pía de la oficina pero recién ahora se daba cuenta de que no sabía casi
nada de su invitada. Mientras ella relataba sus planes futuros y resumía algo
de su biografía con tan encantadora soltura, los dos amigos intercambiaban
miradas cómplices y aprobatorias.
Cuando María Pía terminó por completar los rasgos de su identikit intelectual
(creía en la convivencia, se consideraba apasionada y muy
práctica, le gustaban el cine y los deportes, cocinaba bien, odiaba los
convencionalismos), hacía rato que Gabriel y Martín querían expectorarse mutuamente
del carro para quedarse a solas con ella. Ninguno dijo nada sobre eso, sin
embargo. Solamente Martín, en su condición de pareja oficial, se permitía uno
que otro piropo zalamero.
Si era cierta esa ortodoxa y machista clasificación de la que ambos siempre se
jactaban (en el mundo hay cuatro clases de mujeres: las que son
para agarrárselas, las que son para tirárselas, las que son para estar con
ellas un rato y, finalmente, las que son para estar en serio), María Pía parecía pertenecer, por lejos, al último
grupo. Era una chica como para estar en serio.
(...)
Una vez en la fiesta, después de la
ceremonia y del saludo de rigor, los tres se ubicaron en una misma mesa. No
estaban solos. En las demás sillas –rechonchas y pálidas en su mayoría– se
habían acomodado algunas de las primas y amigas de Mariana Ostolaza, la novia.
Al lado de ellas, con su bronceado parejo, su pelo amarillo y sus dientes de
hada madrina, María Pía refulgía como una santa, una esfinge, una criatura a la
que los Dioses le habían conferido, en exclusiva, de modo perpetuo y por
unanimidad, la rebuscada virtud de la belleza.
Pasadas unas horas, Gabriel seguía enfocado en dos ocupaciones: revisar su
celular cada diez minutos para ver si Amanda le había escrito; y rechazar, con
la mayor cortesía de la que era capaz, las insinuaciones que le hacía Juan
Pablo para que sacara a bailar a alguna de las varias chicas solteras que
rondaban por la fiesta, a la caza de algún acompañante ocasional. Las que no bailaban
en grupo estaban desparramadas en sus sillas, sacudiendo los pies al ritmo de
la canción de turno. Las otras, las más tacuchis, se parapetaban delante de la
mesa del bufete, refocilándose con las lonjas de pavita, los cortes de lomo,
los ñoquis en salsa blanca, los arroces árabes, los diversos purés.
Martín, acaso nervioso por su tosco deseo de crear un círculo de intimidad con
María Pía, se había puesto a beber más de la cuenta. Primero tomó algo de
champán, después sorbió unos whiskys que abandonó en distintas mesas, y
finalmente secó varios vasos de cerveza.
En un determinado momento, cuando ella se paró para ir
al baño, Martín se acercó a Gabriel y le dijo:
–¿Sabes si ya se fue el cura que casó a Juan Pablo?
–No tengo idea, ¿por?
–Porque me caso ahorita, compadre. Estoy enamorado…
–¿Lo dices por María Pía?
–No, huevón, por ti. Claro que lo digo por ella. Es
espectacular. Si no aprovecho ahora, van a pasar años luz antes de cruzarme con
alguien así…
–¿Hablas en serio o ya se te subió el trago?
–Por mi madre que hablo en serio.
–Se viene el Apocalipsis, entonces…
–¿Tengo que reírme?
–Ah, caracas: te enamoraste. ¡Y de la noche a la
mañana! Qué buena. Ya me vas entendiendo, entonces. Con Amanda me pasó lo
mismo…
–Con la ENORME diferencia de que María Pía no tiene
esposo ni hijo
–¿Y qué pasó con los puticlubs de
Buenos Aires que tanto querías visitar? Ya se te pasó la arrechura, pendejo
–Acabo de madurar
–Ja, ja. Sí, claro…
–Es que esta flaquita es…
–No me digas… ¿es especial?
–Exacto
–Hummmf. Me imaginaba que dirías eso
–¿Tú crees que me ligue algo con ella?
–Oye, zopenco. Esta chica es preciosa, se ve que es de
la puta madre, no la trates como si fuera Ninoska, la rubia al pomo
del Moonlight.
–Ni que fuera retrasado
–Para empezar, no esperes que te ligue nada hoy día.
Tú tranquilo nomás…
–Pero algún queco tengo que hacerle
–Sí, pero anda despacio
–¿Me parece o me estás aconsejando?, ironizó Martín
–Ja, ja. No te sulfures, calichín.
Lo que Gabriel no le dijo a Martín fue que a él también le gustaba María Pía.
Le gustaba por su físico, por su forma de conducirse y, sobre todo, porque
estaba disponible, porque no tenía problemas maritales, ni hijos que atender,
ni una felicidad que falsificar. Se sentía enamorado de Amanda, la quería, pero
María Pía había causado en él una gratísima impresión. Ese, por supuesto, no
era un pensamiento que le hubiera provocado compartir con Martín, así que se lo
guardó.
Por otro lado, lo que María Pía no le dijo a Martín al volver del baño fue que
a ella le gustaba Gabriel. No solo lo hallaba guapo, sino que se sentía
especialmente atraída por su seguridad, por ese guiño de autosuficiencia tan
marcado en los hombres que están metidos de cabeza en una aventura sentimental
y que tienen todas sus antenas puestas en una sola mujer. A diferencia de
Martín –que invertía todo su desbordado entusiasmo en tratar de conquistarla–
Gabriel no parecía querer nada con ella, y eso era precisamente lo que la
sacaba de cuadro.
María Pía era consciente del efecto que su belleza solía
producir en los hombres y –por muy difícil que le resultara explicarlo–
encontraba excitante que alguien la ignorase. Martín le caía bien, y si había
aceptado su invitación era porque disfrutaba de su compañía, pero la rápida
evidencia de sus pretensiones lo convertía en un sujetillo bufonesco y
descartable. Con Gabriel la onda era distinta. A María Pía le parecía un chico
con carácter, apantallador. Sus comentarios sobre publicidad le despertaban
mucho interés y la coqueta frialdad con que la miraba, la desencuadernaba
todita. Casi desde el inicio de la fiesta, captar su atención se convirtió en
algo así como un desafío, una competencia secreta.
–Me cae bien Gabriel, le dijo ella a Martín mientras bailaban un merengue de
Juan Luis Guerra.
–Sí, es un gran tipo, lástima que sea tan pelotudo, opinó él, guiado por el
débil presentimiento de que algo se traía la rubia con su amigo
–¿Por qué dices eso?
–Es que está cagado por una chica casada y con hijo.
Míralo, el pobre no deja de pensar en ella. Sigue portándose como cuando
teníamos 16.
Martín hablaba con un tono cariñoso pero intencionalmente peyorativo. Ni bien
intuyó que su utópico romance con María Pía no prosperaría, su estrategia se
redefinió con un segundo objetivo: desprestigiar a Gabriel. No era la primera
vez que, sintiéndose derrotado ante una mujer que no lo tomaba en serio, les
dedicaba comentarios negativos al resto de pretendientes, tirándoles barro sin
importar qué tan amigos suyos fueran. Era una actitud cobarde, egoísta e
inescrupulosa, pero era también una manera de conservar su orgullo ileso.
"Si no es mía no es de nadie” podría haber sido su lema de batalla.
Lamentablemente para él, la información manoseada que
descargó contra Gabriel rindió frutos contrarios en los oídos de María Pía. Decirle
que Gabriel estaba enamorado de una mujer casada resultó una inmejorable
publicidad. María Pía pasó a identificarlo como un hombre que, además de tener
carácter y confianza en sí mismo, era sumamente sensible y valiente. Es decir,
el vigor y la ternura personificados: una personalidad llena de todas las
virtudes por las que ella guardaba profunda admiración.
–¿Te molesta si bailo con él un ratito?, preguntó María Pía, cuando Juan Luis
Guerra rumoreaba las estrofas finales de su merengue
–Este, no, normal, claro, bailen, contestó Martín, con
un desgano que no supo disimular
Al intercambiar roles, Martín se quedó en la mesa en compañía de una botella de
Etiqueta Negra que fue vaciando poco a poco. Media hora después, con el cuello
de la camisa abierto y la corbata aflojada, su imagen era la de un tipo al que
acababan de echar del trabajo, o la de un exhausto jugador de póker que lo
había perdido todo en una extensa partida clandestina. A lo lejos, María Pía y
Gabriel bailaban de lo más contentos.
De repente, el DJ cambió radicalmente de música y se desató una especie de
huracanado carnaval. Comenzó a nevar papel picado y salieron joviales
arlequines por todas partes, repartiendo globos, máscaras y antifaces entre los
asistentes. María Pía cogió un antifaz negro, como de Gatúbela, y Gabriel se
colocó un sombrero de copa verde. Los dos saltaban al ritmo de la samba,
desechos de risa ante sus nuevas y extrañas fachas. Martín los miraba desde la
mesa con el semblante achispado y los ojos torcidos, tratando de vencer esa
falsa miopía que todo borrachín experimenta luego del trago decisivo que, como
un cuchillo filudo, parte la noche en dos.
En un arranque de frenesí, María Pía cogió de las manos a Gabriel y le dio
vueltas, como si ella fuese el hombre y él, la mujer. Gabriel se dejó llevar.
Estaba apenado por la actitud de Amanda, trataba de comprender la intención de
su distancia, pero por un momento resolvió postergar todo ese cambalache y
dedicarle un poquito de su interés a esta chica bellísima y seductora que le
infundía una alegría que le estaba haciendo falta.
No fue por malos, sino por entretenidos que los dos se olvidaron de Martín, y
cuando una hora después al fin le echaron un ojo se toparon con un espectáculo
lamentable: Martín yacía recostado sobre la mesa, privado de sueño, con la boca
abierta y una mano desfallecida asiendo sin fuerza un vaso de whisky tibio.
En lugar de condolerse por el estado de su compañero ebrio, los dos se largaron
a reír.
Minutos más tarde, cuando la fiesta ya languidecía,
los tres abandonaron el lugar. El cuerpo balbuceante de Martín fue depositado
en el asiento posterior del auto de Gabriel como un paquete de supermercado.
María Pía ocupó el lugar del copiloto.
Antes de encender el auto, Gabriel miró una vez más la pantalla de su celular.
Tenía una llamada perdida y un mensaje de voz, pero al rastrearlos vio que eran
de Ernesto, su jefe, que quería saber cómo estaba de la jaqueca. Gabriel
prendió el motor y echó momentáneamente al olvido la imagen de la extraviada
Amanda.
El camino de regreso hasta Lima fue una extensión de los bailes que él y María
Pía habían sostenido. Eran las 11 de la noche y ella propuso seguirla en algún
otro lado. A Gabriel no le faltaban ganas, pero el cadáver etílico de Martín, y
la obligación moral de llevarlo a su morada se interponían en los planes.
Al llegar a la casa de María Pía,
Gabriel no supo cómo actuar ni qué decir. Apagó el motor, esperando que ella se
bajara. Lo que no esperó fue que ella se acomodara en el asiento, que buscara
en la radio una canción propicia y subiese el volumen. Era una señal inequívoca
de que no deseaba irse todavía. Gabriel se puso más nervioso: sentía que estaba
entrando en una espiral de tentaciones de la que sería difícil zafarse.
–La pasé muy bien, Gabriel. Ha sido mostro conocerte
–Sí, yo también. Espero verte pronto... O sea, con
Martín
–Mira, Gabriel, yo soy bien directa y te digo algo:
Martín es solo un pata de la chamba. Me divierte, pero no me interesa de otra
manera
–Bueno, supongo que eso lo desconsolará un poquito
–Pero igual sería mostro vernos…
La conversación fluía y Gabriel no hizo nada por oponerse al curso natural de
la charla. Lo que hizo a continuación fue pedirle el teléfono. No tenía
intenciones reales de llamarla, pero sintió –quizá inspirado por las clásicas
comedias románticas del cine– que era lo que correspondía a un momento como
ese.
–¿Te molesta si fumo aquí?
–Mejor afuera. Te acompaño, si quieres.
Bajaron y ella se apoyó en el auto. Conversaron y
rieron. Cada tanto, ella levantaba la cabeza y echaba una columna de humo hacia
las nubes. Él se frotaba las manos para calentarlas. De repente, se miraron sin
hablar. Era la obvia antesala de un primer beso. Por dentro Gabriel se
muñequeaba. No solo estaba el tema de Amanda y sus sentimientos hacia ella.
También estaba el tema de Martín, su amigo leal, quien le acababa de confesar
solo unas horas atrás que estaba dispuesto a conquistar a María Pía.
Es verdad: María Pía le había aclarado que Martín era
solo un compañero de trabajo, pero eso no quería decir que no podrían llegar a
ser algo más. Cuántas grandes historias de amor empezaban así: con la actitud
esquiva de uno de los protagonistas.
Sin embargo, ninguna treta mental, por muy bien armada que estuviera, podía
atenuar el milenario e irrefrenable morbo que Gabriel sentía hacia lo
prohibido. Darle un beso a María Pía equivalía a arruinar la poca serenidad que
le quedaba. Lo sabía perfectamente. Sabía que apenas tocara esos labios con los
suyos abriría la válvula de nuevos inconvenientes. Sería un acto de placer muy
costoso. Y a pesar de todo, lo hizo. La besó. La besó con la maestría de un
vaquero impasible: la cogió con fuerza por la cintura, la apretó contra él y
hundió su lengua epiléptica en la húmeda cavidad de su boca.
La besó y luego se despidió, sin decir nada. María Pía
se quedó pasmada, estática, como si acabara de avistar un ovni.
Gabriel manejó en estado de turbación. En el trayecto
le hablaba al cuerpo inerte de Martín, en un monólogo en el que le pedía
disculpas por lo que acababa de hacer. Se sentía un traidor por partida doble.
Martín, desde luego, ni se inmutaba. Sus únicas respuestas eran unos grotescos
ronquidos y una que otra ventosidad liberada de modo involuntario.
Luego de rebuscar las llaves en los bolsillos de su
amigo, de arrastrar sus pesados restos hasta el interior de su casa y de
cubrirlos con una manta sobre un sofá, se marchó a su departamento.
Eran poco más de la 1 a.m., pero no tenía sueño. Se
quitó el saco y los zapatos. Encendió el equipo de música y sacó una cerveza
del refrigerador. Solo para matar las horas de la vigilia se metió a Internet.
Después de revisar un portal de noticias ingresó a su cuenta de Hotmail sin
esperar encontrar nada. Hizo clic y los ojos cansados por la
rumba se le abrieron como dos platos inmensos: en la bandeja de entrada había
un nuevo mail de Amanda.
RENATO CISNEROS
No hay comentarios:
Publicar un comentario