lunes, julio 30, 2012

07 EL MATRIMONIO DE JUAN PABLO

nov7_blog.jpg
[AQUÍ LA SÉPTIMA PARTE DE ESTA INTERESANTÍSIMA HISTORIA QUE ABURRE A GRANDES Y CHICOS. NO LA LEAN]
Ni siquiera sé hacia dónde diablos estoy manejando. Ni siquiera tengo claro qué chucha voy a hacer. ¿Voy a su casa a buscarla? No, ni cagando. Será para que el esposo salga y me aviente una olla con agua caliente. Se supone que a esta hora él trabaja, pero quién sabe: quizá hoy, por azar, decidió tomarse el día. Mejor no. ¿Y si Amanda está en el gimnasio? Claro, ahí la puedo encontrar: entro, le paso la voz y le digo para hablar un ratito. Aunque si está haciendo ejercicios con el instructor o con alguna amiga, podría armarse un chongo y después, la canción criolla. Puta madre, Amanda, qué te pasó. Hace unos días juramos que no perderíamos el contacto, que seguiríamos adelante, que superaríamos el miedo, y ahora me sales con esto. Por qué arrugas, por qué. Qué hago, carajo. A dónde voy. Y encima este tráfico de mierda que no ayuda ni un pincho.
–Clank, clank, clank–
–¡Avanza, pues, conchudo! Que me diga algo nomás ese huevón y me bajo y le parto la cara…
Gabriel hizo una maniobra temeraria, giró el timón a la izquierda, aceleró quemando las llantas, pasó al lado del taxi que tenía delante y disminuyó la velocidad de golpe para mirar al piloto a la cara…
–¡Qué me miras. Avanza nomás!, le increpó el conductor, un hombre mestizo, de pelo pajoso y lentes de aumento
–¡Fuera, chuchatumadre!, le gritó Gabriel, con toda su alma, con todo ese desprecio circunstancial que lo embargaba. El hombre, madrugado por el grito, se quedó callado, masticando una rabiosa respuesta que no alcanzó a proferir.
Gabriel manejó a lo largo de cuadras, sin saber a dónde ir. Cada idea que consideraba era desechada al segundo siguiente. Quería ver a Amanda, pedirle una explicación sensata a su unilateral decisión de romper el pacto y darle tiempo a la relación. Quería verla, sí, pero tampoco deseaba armar un escándalo que fuera a empeorar las cosas.
Después de una media hora, la locura y el ansia fueron cediendo. Gabriel entró en razón y, tras hacer un veloz análisis de pros y contras, optó por regresar a su departamento. Cuando cruzó la puerta reparó, con amnésico asombro, en que había dejado la laptop prendida y la ventana abierta. Al costado, el café reposaba más helado que frío.
Al final, el que se tomó el día fue él. Llamó por teléfono a Ernesto Escribens, su amigo y jefe, el dueño de la agencia donde estaba trabajando, y se disculpó aduciendo una jaqueca insoportable. Ernesto le dijo que normal, que no se preocupara. Descansa, le aconsejó.
Sin embargo, eso fue lo último que hizo Gabriel: descansar. Por lo menos su cabeza, más hiperactiva que nunca, se negaba a dejar de maquinar. Internamente, se debatía entre innumerables sospechas y especulaciones, cada una de las cuales repercutía en su estado físico, produciéndole una sensación general de inquietud, aflicción y desasosiego. La jaqueca, después de todo, no resultó ser una excusa del todo falsa.
Gabriel se sentó frente a la laptop, releyó el correo de Amanda unas tres veces y luego –casi como en una catarsis, como en un vómito sobre el que no podía ejercer ningún control– escribió una respuesta de lo más dolida y hepática. Cuando acabó, leyó el texto y se arrepintió del tono que había empleado. “Está muy avinagrado”, observó. Sombreó todos los párrafos con el mouse y apretó delete. Cuando se disponía a empezar de nuevo, el celular sonó.
–¿Aló?
–Chochera, soy Martín. Cómo estás. Te llamaba al toque nomás para saber cómo es lo del sábado. ¿Tú vas a ir con alguien? 
–¿A dónde?
–Me estás hueveando ¿no? Cómo que a dónde. ¡Es el matri de Juan Pablo! ¿No jodas que te habías olvidado?
–Mierda, sí, se me había olvidado por completo. Entre la chamba y lo de Amanda, estoy completamente desenchufado del mundo…
–¿Qué fue con Amanda? 
–Nada. Me escribió un mail rarísimo, pidiéndome que no la llame, que me espere un tiempo… 
–Perfecto, pues, gil. No la llames. Haz lo que te pide. ¿Tan difícil es?
–No entiendes, Martín. Hace menos de una semana habíamos quedado en que mantendríamos las cosas tal como estaban y que nos las ingeniaríamos para vernos. Dentro de los contratiempos en que andamos, estaba todo muy claro…
–Bueno, compadre, al parecer los planes cambiaron. Así son las mujeres, cholo. Con ellas, los planes siempre están cambiando. Si un día quieren que las engrías, al día siguiente quieren que las dejes ser. Así son, causa. 
–Algo tiene que haber pasado en su casa. Estoy seguro. 
–Eso es obvio. Pero no te hagas paltas: no le escribas. Ella misma te lo está pidiendo…
–No puedo con esta intriga… 
–Mira, mira, parece que Dios me ha mandando al mundo para desahuevarte. Por un minuto, solo uno, deja de pensar en ese culebrón en el que te has metido y haz foco en esto: el sábado es el matrimonio de Juan Pablo. Juan Pablo –por si se te olvidó– es nuestro PATAZA del barrio, de toda la vida. Ya la cagaste en su despedida, ¿te acuerdas? No vayas a cagarla en su matri, pues huevón. Haznos ese favor a todos... 
–Sí, sí. Yo sé. Claro que voy a ir. Estaba un poco desconcentrado, nada más.
Tengo que comprarme un terno, una corbata y listo.
–Bueno, me alegro. ¿Y con quién vas a ir? Me dices que con Amanda, y te cuelgo de los boleros…
–Voy a ir solo, bestia…
–¿Solo? Ta madre, me cagas. 
–¿Por qué?
–Es que yo también estaba pensando en ir solo, porque Juan Pablo me ha contado que Mariana tiene un montón de primas y amigas solteras…
–Mejor, pues… 
–Sí, pero ya le insinué a una flaca de la chamba que me acompañe. Soy un tetudo. Está bien rica, ¿ya? pero no sé…
–Entonces para qué mierda la invitaste…
–Es que me tiene loco. Ha entrado a la fábrica hace poco. Yo le solté la invitación de broma el otro día en el almuerzo. Pensé que no me iba a empelotar, pero contra todo pronóstico aceptó… 
–Bueno, míralo de este modo: igual vas a tener con quien bailar. Y si las primas y amigas de Mariana no son muy agraciadas que digamos, no te perderás de nada.
–Sí, tienes razón. Porque Juan Pablo me dijo “sí, sí, son todas bien ricas”,
pero ese huevón tiene el gusto medio retorcido. O sea, si el cachalote de su novia le parece simpático, no me extrañaría que sus amigas sean todos unos mostrobujos…
–Ja, ja. Oe, hueverto, y tú quién chucha te computas. Brad Pitt no eres ah, por si aca…
–Yo sé, yo sé, pero si las tías del tono van a estar así, medio malcriadas de cacharro, entonces mejor voy con María Pía…
–¿María Pía es la chica de tu chamba?
–Esa misma
–¿Y qué tal está? ¿Linda?
–¿Linda? Linda está la mañana, jetón. María Pía está buenísima, es una Diosa. Voy a ser la envidia de la fiesta…
–En cambio, yo voy a ser el aburrido de la fiesta… 
–Ya, ya, no te pongas dramático. Más bien, cómo hacemos. ¿Vamos en dos carros? Mucha vaina, ¿no?
–Si quieres vamos en el mío. Te recojo y pasamos por María Pía
–Ya, pero anda a mi jato a las 11 a.m., cosa que nos tomamos unas chelitas antes. Luego pasamos por ella y arrancamos para Cieneguilla. El matri es al mediodía, pero sobrado llegamos para el inicio del tono. Ni cagando me soplo la misa…
–Puta, qué buena gente que eres con Juan Pablo. Menos mal que él es –¿cómo dijiste?– “nuestro PATAZA de toda la vida”. Felizmente no te hizo testigo, sino lo dejabas plantado…
–Ah, ¿con cachimba es la cosa?
–Aunque sea hay que llegar al final de la ceremonia y hacer la finta de que estuvimos desde temprano. No seas tan pendeivis. ¿Te gustaría que el día de tu matrimonio falten tus amigos? 
–¿Mi matrimonio? Ja. Primero se acaba el mundo…
–Ya te quiero ver… 
–Ya, ya, no me vengas con chantajes sentimentales de última hora. Te espero el sábado a las 11. Ahí decidimos. 
–Ya, pues. Un abrazo. Hablamos.
–Chaufa. Y ya sabes: no le escribas
auto.jpg
Gabriel intentó hacer caso a los consejos de Martín, pero no resistió mucho tiempo el asalto de sus ímpetus contradictorios y acabó escribiéndole a Amanda. No le mandó un correo electrónico tan extenso y complejo como el que ella había escrito, pero sí le envió un mensaje de texto por celular.
No entiendo qué pasó. Te quiero más que antes. Y si hay que bancarse un lapso de espera, me lo banco. Solo un favor: manifiéstate pronto. No me dejes así. Un beso enorme. G.
El jueves y el viernes pasaron sin que Amanda enviara la menor señal de existencia. A medida que transcurrían las horas, la extrañeza de Gabriel fue adquiriendo todos los matices del enfado. Su preocupación se tradujo en molestia; su miedo, en una variedad de la indignación.
¿Qué le costaba a Amanda contestar? ¿Acaso estaba pidiendo mucho? ¿No podía tener un poquito de consideración? ¿Tan complicado era coger el puto celular e invertir un par de minutos, ni siquiera en llamar, sino en escribir un breve mensaje? Gabriel se martirizaba lanzando al espacio todas esas inútiles preguntas. Su fastidio, en el fondo, escondía el naciente temor de perder todo lo que había conseguido. Despotricar furiosamente contra Amanda solo era una manera confusa de admitir que el silencio pertinaz del que ella venía haciendo obscena gala le estaba provocando nuevas escoriaciones en un viejo lado del corazón.
La noche del viernes, antes de acostarse, dio un último manotazo de ahogado. Escribió un lacónico mail, en la pretérita esperanza de que Amanda se compadeciera y reaccionara.
Solo quiero saber que todo sigue igual. Tu indiferencia me está haciendo añicos.

(…)

El sábado Gabriel despertó distinto, sin ganas de continuar en una brega emocional que juzgó desigual. “Si ella quiere tiempo, se lo daré”, dijo hacia dentro, como queriendo quitarle gravedad al asunto. 
Era una mañana de julio inesperadamente calurosa. El estallido del sol en el cielo repartía rayos que se colaban a través de las persianas del departamento. Gabriel tomó esa agradable curiosidad climática como un indicativo del humor que le correspondía tener. Parado junto a la ventana, contemplando el modo en que las personas se dispersaban allá abajo en la calle, su irritación pasó a mejor vida. Ya me contestará, se resignó.
Se dirigió luego al refrigerador, abrió una caja de jugo de naranja y bebió un trago largo directamente del envase de cartón. En seguida se despojó del polo viejo que usaba por pijama, puso un disco de canciones ochenteras que Amanda le había quemado y –en un acceso de gimnástico optimismo– empezó a hacer planchas en el suelo. Nunca lo hacía, por eso apenas completó 12 repeticiones. Una vez en la ducha, intensificó su lucha contra el desanimo cantando el tema del CD que sonaba de fondo: Leave a light On de Belinda Carlisle.
Era una canción que activaba de inmediato en su mente el recuerdo de las fiestas del colegio. Por un momento, sin dejar de rascarse la cabeza con las manos embadurnadas de champú, con los ojos cerrados, disfrutando la potencia del chorro caliente sobre su nuca, se vio a sí mismo bajo el toldo levantado en el patio grande de Secundaria, a unos pocos metros de la pista de baile. Era alguna desteñida noche de viernes de 1989. Sobre la multitud de jóvenes parejas, en el centro del techo de tela, pendía una enorme bola giratoria de cristal, y desde los extremos unas luces amarillas, verdes y azules producían cortes longitudinales a lo largo del ambiente oscuro. De pie, murmurando la letra de Leave a light On, Gabriel no despegaba los ojos de Amanda, que bailaba con Braulio al costado del parlante. Estaba esperando que la canción terminara para abordarla y sacarla a bailar la siguiente.
Se había pasado toda la noche sentado en las tribunas, mirando a los demás, atestiguando los pequeños triunfos y derrotas de sus amigos. Si no actuaba rápido, lo iban a atrasar y se convertiría en uno más de los pelagatos sin éxito.
De pronto, sus planes se fueron directo al cacho. Braulio tomó de la cintura a Amanda, puso su cara muy cerca de la de ella y con la mano derecha le acomodó el pelo sobre la oreja izquierda. Gabriel contemplaba la escena con la impotencia de no poder intervenir. Cuando comenzaron a besarse de ese modo impetuoso, torpe y adolescente con que uno besa a los 15 años, Gabriel no soportó más y se escabulló entre la gente, celoso, picón, montado en una cólera intestina.
Más de quince largos años habían pasado desde ese episodio nocturno. Ahora Gabriel –calato en medio del baño, secándose con la toalla– se reía de cómo el destino se las había ingeniado para ponerlo, de algún modo, con algo de retraso, en el codiciado pellejo de Braulio. Gabriel se miró al espejo, esbozó una media sonrisa y descubrió en ella un punto de malicia. Luego corrigió su gesto y se quedó pensativo, al percatarse de la agridulce paradoja con que se estaban precipitando los acontecimientos: si en aquella noche de 1989 era él quien desaparecía, ahora la desaparecida era Amanda. Si en el pasado fue él quien se marchaba, ahora era ella la que se tornaba invisible.
jugo.jpg
Cuarenta minutos después, con saco, corbata y peinado con gel, llamaba al celular de Martín desde el interior de su carro.
–Martín. Estoy afuera de tu casa. Sal. 
–Ando saliendo…
–Trépate. Cómo estás.
–¡Chasa! Qué buen ternero. ¿Qué tal estoy yo? 
–Bien, pero estás seguro de que vas a ponerte esa corbata celeste…
–¿Qué tiene mi corbata, compadre? Es un color más tropical. Además, combina con el solcito que ha salido. 
–Ja, ja. Ya bueno, ¿dónde vive María Pía?
–Pon primera y arranca. Tú solo sigue mis indicaciones. Yo seré tu GPS.
Apenas María Pía dejó asomar su luminosa humanidad por el portón de su casa, Gabriel se quedó suspendido en una prolongada mueca de asombro. Era una chica preciosa, rubia, de tamaño normal. Tenía una figura poblada de curvas, una sonrisa perfecta y un rostro de ángel apenas maquillado. Traía un ceñido vestido rojo cuya basta le rozaba la parte superior de las rodillas. Por su aspecto (y el aspecto de su casa) parecía una chica de muy buena posición social, de familia decente, que rezumaba sencillez y distinción en partes iguales.
Su biotipo, curiosamente, no correspondía del todo con el de las mujeres que Martín solía frecuentar. Era verdad que a él le gustaba perseguir y corretear a las chiquillas más petulantes de la high socialité que pululaban en las discotecas de Larcomar, pero la gran mayoría de veces se sentía más cómodo flirteando con chicas “simpatiquitas”, sin mayor roce, que se movían en los estratos bajos de la clase media. Eso por no mencionar lo mucho que disfrutaba sus mensuales escarceos y revolcones con las semidesnudas anfitrionas de los nightclubs más y menos reputados de la ciudad.
Al evaluar todo eso, y al notar la gracia de los movimientos armónicos con que María Pía se acercaba al auto, Gabriel supo que era demasiada mujer para su amigo.
–¿Qué tal está? ¿Exageré?, le preguntó Martín, pavoneándose… 
–Está muy rica, maricón. 
–Rica y linda. Porque hay chicas que son solo lindas y otras que son solo ricas, pero María Pía es las dos cosas. 
–Más bien, ¿cómo has hecho para que te dé bola? 
–Así somos los grandes, pues, chochera. Con esta carabina y este floripondio, no hay mamacita ni choclona que se resista. 
–Hola, hola, saludó María Pía, acomodándose en el asiento trasero
–Hola, qué tal, dijo Gabriel…
–María Pía, estás extraordinaria, agregó Martín, aflautando la voz, con estudiada galantería… 
–Gracias. ¿Estoy bien? Me vine con vestido corto, porque como me dijiste que era de día y en Cieneguilla. ¿Normal no? ¿O me cambio?
–Estás perfecta. No te toques ni una uña, dijo Martín, sentado en el lugar del copiloto, pero con el cuerpo virado hacia atrás, para no darle la espalda a su pareja…
–Estás muy bien, se atrevió a comentar Gabriel 

A lo largo del camino era Martín quien animaba la conversación y seleccionaba la música. Gabriel, concentrado en manejar, hacía pequeñas acotaciones, sufría las bromas de su amigo y, de vez en cuando, le dirigía miradas relampagueantes a María Pía a través del espejo retrovisor. Cada vez que lo hacía la encontraba más guapa que la vez anterior. Su rostro era una suma de sutilezas. Y su risa, tan fácil, natural y divertida, era un viento fresco venido de otro mundo, un mundo sin lugar para la angustia. 

María Pía trabajaba en el área de marketing de la fábrica del tío de Martín. Tenía 23 años. La acababan de contratar. Era la más joven de su área. Quería chambear por lo menos un año para luego irse a Nueva York a estudiar cursos de arte. “Estudiar es un pretexto. Me encanta esa ciudad. Los museos, la vida nocturna, el teatro off–Broadway. Trato de ir cada vez que puedo. De hecho, recibí el año allí, con mis papás, en un restaurante de comida vietnamita que quedaba en el piso cincuenta de un edificio, frente al Hotel Plaza, cerquita de Central Park”, dijo, dando cuenta de lo cultivada que era en materia de turismo neoyorquino. 

Para Martín, toda esa información resultaba completamente nueva. Conocía a María Pía de la oficina pero recién ahora se daba cuenta de que no sabía casi nada de su invitada. Mientras ella relataba sus planes futuros y resumía algo de su biografía con tan encantadora soltura, los dos amigos intercambiaban miradas cómplices y aprobatorias. 

Cuando María Pía terminó por completar los rasgos de su identikit intelectual (creía en la convivencia, se consideraba apasionada y muy práctica, le gustaban el cine y los deportes, cocinaba bien, odiaba los convencionalismos), hacía rato que Gabriel y Martín querían expectorarse mutuamente del carro para quedarse a solas con ella. Ninguno dijo nada sobre eso, sin embargo. Solamente Martín, en su condición de pareja oficial, se permitía uno que otro piropo zalamero.

Si era cierta esa ortodoxa y machista clasificación de la que ambos siempre se jactaban
(en el mundo hay cuatro clases de mujeres: las que son para agarrárselas, las que son para tirárselas, las que son para estar con ellas un rato y, finalmente, las que son para estar en serio), María Pía parecía pertenecer, por lejos, al último grupo. Era una chica como para estar en serio. 

(...)

Una vez en la fiesta, después de la ceremonia y del saludo de rigor, los tres se ubicaron en una misma mesa. No estaban solos. En las demás sillas –rechonchas y pálidas en su mayoría– se habían acomodado algunas de las primas y amigas de Mariana Ostolaza, la novia. Al lado de ellas, con su bronceado parejo, su pelo amarillo y sus dientes de hada madrina, María Pía refulgía como una santa, una esfinge, una criatura a la que los Dioses le habían conferido, en exclusiva, de modo perpetuo y por unanimidad, la rebuscada virtud de la belleza. 

Pasadas unas horas, Gabriel seguía enfocado en dos ocupaciones: revisar su celular cada diez minutos para ver si Amanda le había escrito; y rechazar, con la mayor cortesía de la que era capaz, las insinuaciones que le hacía Juan Pablo para que sacara a bailar a alguna de las varias chicas solteras que rondaban por la fiesta, a la caza de algún acompañante ocasional. Las que no bailaban en grupo estaban desparramadas en sus sillas, sacudiendo los pies al ritmo de la canción de turno. Las otras, las más tacuchis, se parapetaban delante de la mesa del bufete, refocilándose con las lonjas de pavita, los cortes de lomo, los ñoquis en salsa blanca, los arroces árabes, los diversos purés. 

Martín, acaso nervioso por su tosco deseo de crear un círculo de intimidad con María Pía, se había puesto a beber más de la cuenta. Primero tomó algo de champán, después sorbió unos whiskys que abandonó en distintas mesas, y finalmente secó varios vasos de cerveza.
En un determinado momento, cuando ella se paró para ir al baño, Martín se acercó a Gabriel y le dijo: 

–¿Sabes si ya se fue el cura que casó a Juan Pablo? 
–No tengo idea, ¿por?
–Porque me caso ahorita, compadre. Estoy enamorado…
–¿Lo dices por María Pía?
–No, huevón, por ti. Claro que lo digo por ella. Es espectacular. Si no aprovecho ahora, van a pasar años luz antes de cruzarme con alguien así…
–¿Hablas en serio o ya se te subió el trago? 
–Por mi madre que hablo en serio.
–Se viene el Apocalipsis, entonces…
–¿Tengo que reírme? 
–Ah, caracas: te enamoraste. ¡Y de la noche a la mañana! Qué buena. Ya me vas entendiendo, entonces. Con Amanda me pasó lo mismo…
–Con la ENORME diferencia de que María Pía no tiene esposo ni hijo
–¿Y qué pasó con los puticlubs de Buenos Aires que tanto querías visitar? Ya se te pasó la arrechura, pendejo 
–Acabo de madurar 
–Ja, ja. Sí, claro…
–Es que esta flaquita es…
–No me digas… ¿es especial?
–Exacto
–Hummmf. Me imaginaba que dirías eso
–¿Tú crees que me ligue algo con ella? 
–Oye, zopenco. Esta chica es preciosa, se ve que es de la puta madre, no la trates como si fuera Ninoska, la rubia al pomo del Moonlight
–Ni que fuera retrasado 
–Para empezar, no esperes que te ligue nada hoy día. Tú tranquilo nomás…
–Pero algún queco tengo que hacerle
–Sí, pero anda despacio
–¿Me parece o me estás aconsejando?, ironizó Martín 
–Ja, ja. No te sulfures, calichín.

Lo que Gabriel no le dijo a Martín fue que a él también le gustaba María Pía.
Le gustaba por su físico, por su forma de conducirse y, sobre todo, porque estaba disponible, porque no tenía problemas maritales, ni hijos que atender, ni una felicidad que falsificar. Se sentía enamorado de Amanda, la quería, pero María Pía había causado en él una gratísima impresión. Ese, por supuesto, no era un pensamiento que le hubiera provocado compartir con Martín, así que se lo guardó.

Por otro lado, lo que María Pía no le dijo a Martín al volver del baño fue que a ella le gustaba Gabriel.
No solo lo hallaba guapo, sino que se sentía especialmente atraída por su seguridad, por ese guiño de autosuficiencia tan marcado en los hombres que están metidos de cabeza en una aventura sentimental y que tienen todas sus antenas puestas en una sola mujer. A diferencia de Martín –que invertía todo su desbordado entusiasmo en tratar de conquistarla– Gabriel no parecía querer nada con ella, y eso era precisamente lo que la sacaba de cuadro.
María Pía era consciente del efecto que su belleza solía producir en los hombres y –por muy difícil que le resultara explicarlo– encontraba excitante que alguien la ignorase. Martín le caía bien, y si había aceptado su invitación era porque disfrutaba de su compañía, pero la rápida evidencia de sus pretensiones lo convertía en un sujetillo bufonesco y descartable. Con Gabriel la onda era distinta. A María Pía le parecía un chico con carácter, apantallador. Sus comentarios sobre publicidad le despertaban mucho interés y la coqueta frialdad con que la miraba, la desencuadernaba todita. Casi desde el inicio de la fiesta, captar su atención se convirtió en algo así como un desafío, una competencia secreta.

–Me cae bien Gabriel, le dijo ella a Martín mientras bailaban un merengue de Juan Luis Guerra.

–Sí, es un gran tipo, lástima que sea tan pelotudo, opinó él, guiado por el débil presentimiento de que algo se traía la rubia con su amigo
–¿Por qué dices eso? 
–Es que está cagado por una chica casada y con hijo. Míralo, el pobre no deja de pensar en ella. Sigue portándose como cuando teníamos 16.

Martín hablaba con un tono cariñoso pero intencionalmente peyorativo. Ni bien intuyó que su utópico romance con María Pía no prosperaría, su estrategia se redefinió con un segundo objetivo: desprestigiar a Gabriel.
No era la primera vez que, sintiéndose derrotado ante una mujer que no lo tomaba en serio, les dedicaba comentarios negativos al resto de pretendientes, tirándoles barro sin importar qué tan amigos suyos fueran. Era una actitud cobarde, egoísta e inescrupulosa, pero era también una manera de conservar su orgullo ileso. "Si no es mía no es de nadie” podría haber sido su lema de batalla.
Lamentablemente para él, la información manoseada que descargó contra Gabriel rindió frutos contrarios en los oídos de María Pía. Decirle que Gabriel estaba enamorado de una mujer casada resultó una inmejorable publicidad. María Pía pasó a identificarlo como un hombre que, además de tener carácter y confianza en sí mismo, era sumamente sensible y valiente. Es decir, el vigor y la ternura personificados: una personalidad llena de todas las virtudes por las que ella guardaba profunda admiración. 

–¿Te molesta si bailo con él un ratito?, preguntó María Pía, cuando Juan Luis Guerra rumoreaba las estrofas finales de su merengue
–Este, no, normal, claro, bailen, contestó Martín, con un desgano que no supo disimular

Al intercambiar roles, Martín se quedó en la mesa en compañía de una botella de Etiqueta Negra que fue vaciando poco a poco. Media hora después, con el cuello de la camisa abierto y la corbata aflojada, su imagen era la de un tipo al que acababan de echar del trabajo, o la de un exhausto jugador de póker que lo había perdido todo en una extensa partida clandestina. A lo lejos, María Pía y Gabriel bailaban de lo más contentos. 

De repente, el DJ cambió radicalmente de música y se desató una especie de huracanado carnaval. Comenzó a nevar papel picado y salieron joviales arlequines por todas partes, repartiendo globos, máscaras y antifaces entre los asistentes. María Pía cogió un antifaz negro, como de Gatúbela, y Gabriel se colocó un sombrero de copa verde. Los dos saltaban al ritmo de la samba, desechos de risa ante sus nuevas y extrañas fachas. Martín los miraba desde la mesa con el semblante achispado y los ojos torcidos, tratando de vencer esa falsa miopía que todo borrachín experimenta luego del trago decisivo que, como un cuchillo filudo, parte la noche en dos. 

En un arranque de frenesí, María Pía cogió de las manos a Gabriel y le dio vueltas, como si ella fuese el hombre y él, la mujer. Gabriel se dejó llevar. Estaba apenado por la actitud de Amanda, trataba de comprender la intención de su distancia, pero por un momento resolvió postergar todo ese cambalache y dedicarle un poquito de su interés a esta chica bellísima y seductora que le infundía una alegría que le estaba haciendo falta. 

No fue por malos, sino por entretenidos que los dos se olvidaron de Martín, y cuando una hora después al fin le echaron un ojo se toparon con un espectáculo lamentable: Martín yacía recostado sobre la mesa, privado de sueño, con la boca abierta y una mano desfallecida asiendo sin fuerza un vaso de whisky tibio.

En lugar de condolerse por el estado de su compañero ebrio, los dos se largaron a reír. 

arlequin.jpg
Minutos más tarde, cuando la fiesta ya languidecía, los tres abandonaron el lugar. El cuerpo balbuceante de Martín fue depositado en el asiento posterior del auto de Gabriel como un paquete de supermercado. María Pía ocupó el lugar del copiloto. 

Antes de encender el auto, Gabriel miró una vez más la pantalla de su celular. Tenía una llamada perdida y un mensaje de voz, pero al rastrearlos vio que eran de Ernesto, su jefe, que quería saber cómo estaba de la jaqueca. Gabriel prendió el motor y echó momentáneamente al olvido la imagen de la extraviada Amanda.

El camino de regreso hasta Lima fue una extensión de los bailes que él y María Pía habían sostenido. Eran las 11 de la noche y ella propuso seguirla en algún otro lado. A Gabriel no le faltaban ganas, pero el cadáver etílico de Martín, y la obligación moral de llevarlo a su morada se interponían en los planes. 

Al llegar a la casa de María Pía, Gabriel no supo cómo actuar ni qué decir. Apagó el motor, esperando que ella se bajara. Lo que no esperó fue que ella se acomodara en el asiento, que buscara en la radio una canción propicia y subiese el volumen. Era una señal inequívoca de que no deseaba irse todavía. Gabriel se puso más nervioso: sentía que estaba entrando en una espiral de tentaciones de la que sería difícil zafarse. 

–La pasé muy bien, Gabriel. Ha sido mostro conocerte
–Sí, yo también. Espero verte pronto... O sea, con Martín 
–Mira, Gabriel, yo soy bien directa y te digo algo: Martín es solo un pata de la chamba. Me divierte, pero no me interesa de otra manera
–Bueno, supongo que eso lo desconsolará un poquito
–Pero igual sería mostro vernos…

La conversación fluía y Gabriel no hizo nada por oponerse al curso natural de la charla. Lo que hizo a continuación fue pedirle el teléfono. No tenía intenciones reales de llamarla, pero sintió –quizá inspirado por las clásicas comedias románticas del cine– que era lo que correspondía a un momento como ese.

–¿Te molesta si fumo aquí? 
–Mejor afuera. Te acompaño, si quieres.
Bajaron y ella se apoyó en el auto. Conversaron y rieron. Cada tanto, ella levantaba la cabeza y echaba una columna de humo hacia las nubes. Él se frotaba las manos para calentarlas. De repente, se miraron sin hablar. Era la obvia antesala de un primer beso. Por dentro Gabriel se muñequeaba. No solo estaba el tema de Amanda y sus sentimientos hacia ella. También estaba el tema de Martín, su amigo leal, quien le acababa de confesar solo unas horas atrás que estaba dispuesto a conquistar a María Pía.
Es verdad: María Pía le había aclarado que Martín era solo un compañero de trabajo, pero eso no quería decir que no podrían llegar a ser algo más. Cuántas grandes historias de amor empezaban así: con la actitud esquiva de uno de los protagonistas.

Sin embargo, ninguna treta mental, por muy bien armada que estuviera, podía atenuar el milenario e irrefrenable morbo que Gabriel sentía hacia lo prohibido. Darle un beso a María Pía equivalía a arruinar la poca serenidad que le quedaba. Lo sabía perfectamente. Sabía que apenas tocara esos labios con los suyos abriría la válvula de nuevos inconvenientes. Sería un acto de placer muy costoso. Y a pesar de todo, lo hizo. La besó. La besó con la maestría de un vaquero impasible: la cogió con fuerza por la cintura, la apretó contra él y hundió su lengua epiléptica en la húmeda cavidad de su boca.
La besó y luego se despidió, sin decir nada. María Pía se quedó pasmada, estática, como si acabara de avistar un ovni.
Gabriel manejó en estado de turbación. En el trayecto le hablaba al cuerpo inerte de Martín, en un monólogo en el que le pedía disculpas por lo que acababa de hacer. Se sentía un traidor por partida doble. Martín, desde luego, ni se inmutaba. Sus únicas respuestas eran unos grotescos ronquidos y una que otra ventosidad liberada de modo involuntario.
Luego de rebuscar las llaves en los bolsillos de su amigo, de arrastrar sus pesados restos hasta el interior de su casa y de cubrirlos con una manta sobre un sofá, se marchó a su departamento.
Eran poco más de la 1 a.m., pero no tenía sueño. Se quitó el saco y los zapatos. Encendió el equipo de música y sacó una cerveza del refrigerador. Solo para matar las horas de la vigilia se metió a Internet. Después de revisar un portal de noticias ingresó a su cuenta de Hotmail sin esperar encontrar nada. Hizo clic y los ojos cansados por la rumba se le abrieron como dos platos inmensos: en la bandeja de entrada había un nuevo mail de Amanda.
RENATO CISNEROS


No hay comentarios: