[ESTA ES LA
QUINTA PARTE DE UNA IMPROVISADA SAGA, CUYOS VERDADEROS PROTAGONISTAS ESTÁN
DESEOSOS DE METERME UÑA]
Justo en el preciso instante de la noche en que Amanda y Gabriel
trastabillaban con la alfombra rumbo al cuarto,
a
varios kilómetros de allí, en La Cantuta, las hermanas de ella (Alejandra y Ana Cecilia), sus respectivos esposos
(Jorge y Felipe) y una pareja de amigos recién casados (Claudia y Gonzalo)
departían en la amplia y acogedora terraza del bungaló.
Con la tropa de niños dormida, los seis llevaban un
buen rato tomando tragos, conversando, y solazándose con el más típico de esos
juegos recreativos pasados de moda que recuperan su atractivo cuando uno está
fuera de la ciudad: Charada.
Faltaba solo un punto para que las chicas les ganaran
a los chicos. De pie, haciendo las veces de un mimo y multiplicando sus gestos,
Alejandra intentaba que Ana Cecilia y Claudia adivinaran el título de la
película que debía interpretar: El
extraño mundo de Jack. Alejandra se deshacía en señas y contorsiones, pero
sus partners –ya un poco ablandadas por los vodkas– no lograban descifrarlas y
decían la primera cosa que les venía a la cabeza.
A un par de metros, sabiéndose en capilla, los hombres
contemplaban la escena con impaciencia, vigilando que ellas no hicieran trampa.
Jorge controlaba el tiempo en un pequeño reloj de arena de plástico (al cual le
daba disimulados golpecitos en la superficie para que la arena cayese más
rápido); Felipe cuidaba que Alejandra mantuviera la boca cerrada y no cometiese
ninguna infracción; y Gonzalo hacía el trabajo sucio de inteligencia:
desconcentraba a las rivales lanzando títulos falsos en voz alta. “Cállate,
pues, eso no vale”, le reprochaban sus oponentes, con teatral indignación.
El tiempo estaba a punto de extinguirse cuando
Alejandra, desesperada, se puso a hacer unos ademanes que no parecían tener
nada que ver con el nombre de la película que le había tocado en suerte.
Caminaba y gesticulaba como si fuese una mujer muy gorda y enojada, inflando
los cachetes, bufando y abriendo los brazos en forma de paréntesis. Claudia no
entendía nada, pero Ana Cecilia captó de inmediato la clave que su hermana le
insinuaba y gritó apuradamente: ¡El
extraño mundo de Jack!
“Síiii”, exclamó Alejandra, victoriosa, y se largó a
saltar y a derrumbarse de risa. Las otras dos chicas se pararon y corrieron a
abrazarla. Parecían un mini equipo de voleibolistas borrachas celebrando un
triunfo. Los hombres, derrotados, confundidos, no terminaban de atar cabos:
¿cómo era posible que de la mímica y del remedo de una gorda se dedujera el
título correcto? ¿Qué tenía que ver una obesa malhumorada con El
extraño mundo de Jack? Una cosa no guardaba relación con la otra.
Cuando cesó el festejo, Alejandra explicó todo,
alternando sus palabras con risitas intermitentes. “Es que cuando fuimos a ver
esa película, Amanda se hueveó y se tomó la gaseosa de la señora que estaba a
su costado, una tía enorme que fácil pesaba más de 100 kilos. Era un tanque. La
tía se paró en mitad de la pela, increpó a Amanda por haberse bajado su Inca
Kola y se fue, amenazando con quejarse con el administrador. Todo el mundo le
gritaba: ‘siéntate, gordita, no dejas ver a nadie’. Fue un cague de risa. ¿Te
acuerdas, Anacé? Estaba segura de que la ibas a adivinar al toque”, resumió.
–Cómo no me iba a acordar. Amanda estaba tan palteada
que nos pidió quedarnos en la sala y salir al final de los créditos, después de
toda la gente. Creía que la gorda la estaba esperando para pegarle.
–A propósito,
¿y qué es de Amanda?, preguntó Gonzalo
–Nada, la pava se quedó en Lima. Iba a irse a un
karaoke con unas amigas, informó Alejandra, meneando la cabeza, como
desaprobando la decisión de su hermana menor
–Pucha, qué pena. Desde que volvimos de la luna de
miel no la he visto, lamentó Claudia.
–¡Hay que llamarla!, propuso Felipe. Son la 1:15 a.m. A esta hora debe estar en
plena juerga. Seguramente está cantando El Gato que está triste y azul,
de Roberto Carlos. Esa es la clásica de los karaokes.
–Ja, ja. Sí, hay que llamarla, se animó Claudia. Para hablarle un ratito aunque
sea, añadió
–Es más, llámenla y una vez que conteste todos le
cantamos la canción que dijo Felipe, la del gato, sugirió Jorge.
–Ya, ¿pero cómo es el corito?, preguntó Anacé.
–“El gato que está triste y azul nunca se olvida que
fuiste mía. Más siempre sabrá de mi sufrir, porque en mis ojos… una lágrima
hay”, canturreó Felipe, chasqueando los pulgares, cerrando los ojos,
completando la peor imitación de Roberto Carlos.
–Qué
canción para más cojuda, acotó Gonzalo. ¿Cuándo han visto un gato triste y,
para concha, azul?
–Ay, amor, es linda, le recriminó Claudia.
–Ya, ya. No dije nada.
–Vengan, pues. Voy a marcarle a Amanda, arengó
Alejandra.
Los seis se colocaron alrededor del teléfono y se
quedaron callados, listos para iniciar su improvisado concierto.
–¿Aló?, respondió Amanda. Sonaba nerviosa. De fondo no se oía ningún ruido
musical. Más que en un karaoke, parecía que estaba en una funeraria.
En vez de un saludo normal, obtuvo por respuesta un
desacompasado coro de voces ebrias que farfullaban una canción ininteligible.
Si Roberto Carlos los hubiera escuchado, los habría agarrado a patadas con su
pierna de palo. El más desorejado era Gonzalo, que no solo no se sabía bien la
letra, sino que, embalado como estaba de tantas cervezas que se había
administrado, desarregló todo el estribillo:
–“El gato tristeee nunca se olvidaaa que fuiste azul…”
Alejandra, que portaba el celular en la mano,
interrumpió la broma, se rió del chongo perpetrado e inició la conversa.
–Hermanita, cómo andas. ¿Estás en el Karaoke? No se
oye nada de bulla.
–Sí, este, aquí estoy, estoy…en el baño del Karaoke…
Amanda prendió una
lamparita y se sentó en el borde de la cama.
Estaba a medio (des)vestir. Gabriel se quedó echado: al oír la pregunta de
Alejandra, cuya voz se colaba desde Chosica por el auricular, su cara pasó del
miedo a la sorpresa en un microsegundo y se tapó la boca para no soltar una
carcajada delatora.
Amanda se sentía ridícula y fatal. Hablaba con la mirada enterrada en el suelo,
como abochornada de que Gabriel se estuviera enterando de las mentiras que ella
había urdido para salir con él.
–Oye, estoy aquí con Claudi, que quiere saludarte
–Ya, a ver, pásamela.
Sin hablar, Amanda le hizo a Gabriel una señal para
que prendiera la radio y reproduzca un sonido ambiental, como de karaoke.
Gabriel puso play al disco que tenía en el equipo, uno del
argentino Gustavo Cerati
–Amigaaa, cómo estáaaaas, chilló Claudia al otro lado
del teléfono.
–Hola, Clau, estoy bien, tú qué tal…
–Bien, aquí, pues, acordándonos de ti. Oye, tenemos
que juntarnos pronto ah, tengo que mostrarte el vídeo del matri y las fotos de
la luna de miel. Nos fue lindo. San Sebastián es una maravilla, no sabes. Y el
hotel, te mueres, enorme, cinco estrellas, a diez pasos del mar, o sea, cómo te
explico, a–lu–ci–nan–te.
Estuvimos en Playa
La Concha y en la Isla Santa Clara
y nos trataron como reyes. Nos hicimos patasas del gerente, un catalán
bueníiiiisima onda que nos ha dicho que volvamos cuando queramos. Lo único malo
fue que algunos días había medusas en el mar y teníamos que meternos al agua
con cuidado, pero Gonza y yo igual la pasamos riquísimo…
Mientras Claudia daba rienda suelta a su insípida
crónica de viaje, Amanda separó el teléfono de su oído para decirle a Gabriel
en la voz más baja posible: “no soporto a esta
huevona”. Gabriel reprimió la risa otra vez, se
acercó a Amanda por la espalda y comenzó a besarle el cuello. Lo que menos
quería era que se diluyera el sacudón sexual que los había revolcado hasta su
departamento. Le resultaba tan fantástico que ella estuviera allí, en su casa, en su
cama, que temía que al terminar la llamada tomara conciencia de los hechos y se
arrepintiese por haber llegado tan lejos.
Gabriel le
mordía la oreja libre, le jaloneaba el pelo con sutileza, masajeaba sus brazos,
sus pechos. Sin dejar de besarle los alrededores de la nuca, libró el broche
del sostén, retiró las tiritas de los hombros y las dejó caer para luego
acariciarle las tetas, cuyos pezones descubrió tibios y endurecidos.
Amanda recostó su cabeza hacia atrás, y dejó el celular sobre la cama, sin apagarlo. La aguda
y fastidiosa voz de Claudia –que continuaba relatando sus melifluas
experiencias en la playa– competía con la voz vampiresca de Cerati, que emergía desde el aparato de radio cantando Amor
amarillo. Esa era toda la banda sonora que se oía en el cuarto. Lo demás eran
los gimoteos, los suspiros, el murmullo acuoso de los besos sin tregua de
Amanda y Gabriel.
–Cuelga, por favor, bisbiseó Gabriel.
Amanda llevó el celular a su oído y soltó una frase
terminante:
–Tengo que colgarte, Claudita. Me están llamando…
–Ya, bueno, amiga, qué lindo escucharte. Estamos hablando,
pues, no te pierdas…
–Ya, nos vemos. Un beso
–Otro inmenso
Ni bien colgó, Gabriel –que la tenía
abrazada por detrás– le rumoreó al oído:
–Así que en el Karaoke ¿no?
–No friegues. Algo tenía que inventarme…
–No, no, está bien. Ahorita te voy a poner a cantar, vas a ver…
–¿Así? Ja. Espero que tengas un buen micrófono nomás…
–Cuando te lo muestre, vas a cantar a capela…
–Ja, ja, veremos…
–Yma Sumac va a ser un chancay de a veinte a tu costado…
–Perro que ladra…
El placer sin nombre que le procuraban los besos y toqueteos de Gabriel
bloqueaba todo tardío intento suyo por no ceder a la refriega lujuriosa que
hacía días ya venía incubándose en su cabeza. Se volvieron a echar, él se
inclinó sobre ella con fingida violencia y, sin abandonar esa posición,
procedió a quitarse lo que le faltaba de ropa. Ella lo ayudó desde su
ubicación, bajándole los pantalones con los pies. Ahora estaban prácticamente
desnudos. Gabriel retiró el cubrecama y –ante una pudorosa solicitud de Amanda–
arranchó las sábanas para taparse con ellas. Pronto se encontraron los dos bajo
una cueva de tela blanca, llenando el aire con esas frases cortas que no
exceden las tres palabras y que los amantes susurran al momento de entregarse,
enloquecidos, al ritual amatorio.
–Me encantas
–Eres lo
máximo
–Me vuelves
loco
–Y tú a mí
–No puedo
más…
–¿Qué haces?
–¿Qué crees?
–Despacio…
–¿Te gusta esto?
–Sí…
–¿Mucho?
–Uf, no sabes cuánto
–Quiero
entrar
–¿Tienes un
condón?
–Sí, espera…
–Apúrate
–Ya…
–Ven…
–¿Ahí?
–Espera, déjame a mí
–¿Así?
–Sí, dale
–Me excitas
como mierda
–Me matas…
–¿Me
sientes?
–Estás
adentro
–¿Rico?
–Riquísimo
Estuvieron así un rato prolongado. Amanda extrañaba esa intimidad tan rotunda:
la fricción de los cuerpos, la piel erizada por la excitación, el humor
genital, los eléctricos sobresaltos por el orgasmo producidos. Por eso no hizo
ningún reparo cada vez que Gabriel sugería una nueva pose. Quería, necesitaba
ser embestida, penetrada. Aunque se sentía incapaz de pronunciar esa palabra
porque le parecía vulgar y asquerosa, Amanda no podía mentirse: estaba
completamente arrecha. Después de venirse por segunda vez montada encima de
Gabriel, dejó que él acabara y cayó rendida sobre la cama. Los dos llevaban
tatuado en la cara el indeleble sello de la satisfacción más fidedigna.
Se besaron, se abrazaron y a los pocos minutos se
quedaron dormidos.
Dos horas más tarde, el humo de un cigarro despertó a Gabriel. Era
Amanda, que fumaba a su costado, sentada, apoyada en la cabecera de la cama,
con las piernas recogidas contra su pecho, perdida en sus pensamientos. Se
había puesto el calzón y un polo al revés.
–Qué hora es, preguntó él
–Están por ser las seis…
–Me quedé seco…
Amanda volteó, le dedicó una mirada tierna y una raya
oblicua por sonrisa.
–¿Qué pasa?
–Ahora sí ya la cagamos jodido, dijo ella, con una
desconcertante mezcla de orgullo y de vergüenza
–No digas eso. Esto lo queríamos los dos, Amanda. No
te arrepientas
–Es fácil decirlo: la casada soy yo
–Te equivocas, dijo Gabriel, incorporándose a medias,
apoyando el cuerpo sobre uno de sus codos. No es fácil decirlo. Sería fácil si
no sintiera nada por ti, pero no es el caso…
–Sí, lo sé, pero no sé cómo voy a manejar esto
–No te preocupes, todo va a salir bien
–No veo cómo, pero espero que así sea
Después
de que Gabriel la dejó en la esquina de su edificio (él se quiso despedir con un piquito, pero ella,
nerviosa, solo le ofreció el cachete), Amanda se pasó la mañana haciendo
ejercicios. Tomó un jugo, un café y llamó a su papá por teléfono para saludarlo
por el Día del Padre. “Tú y mi mamá deberían acompañarme a La Cantuta para
pasar el día allá”, dijo Amanda. “No, hijita. Anda nomás. A mí esas
celebraciones no me gustan nada. Además, tu mamá no se siente muy bien, le
duele la cabeza y ya sabes cómo se pone cuando está con sus migrañas. Nosotros
nos quedamos aquí, tranquilos, a lo mejor salimos a almorzar. Vamos a estar
bien. Anda tú y nos llamas desde allá”, respondió el señor Di Lorenzi, sin
mayor complicación.
Amanda manejó hasta
Chosica y se pasó toda la Carretera Central
meditando, guiada por las melancólicas letras de las canciones grabadas en su
Ipod como baladas. Tenía el cerebro descompuesto, como un cubo
mágico imposible de armar. Por un lado estaba
ilusionada con Gabriel; con el fogonazo de romanticismo con
que él había llegado a su vida; con la noche que acababan de pasar y que
avivaba su confianza de mujer.
Por otro lado, sin embargo, estaba decepcionada de su conducta de esposa. Le había sido infiel a su marido, había faltado a
todas las promesas que juró respetar, y sabía que tarde o temprano eso
repercutiría en su cada día más endeble matrimonio. No podría mirar a Jaime a
la cara otra vez, sin soportar el peso subyugante de la conciencia. No
importaba lo indiferente, frío y desatento que él se hubiera vuelto. No podría
mirarlo sin sentir un ramalazo de culpa. No podría convivir con una mentira
para siempre. “Si solo hubiese sido una noche de sexo y punto, tal vez todo
sería más fácil”, pensó, con una lógica desfachatada que la tomó por sorpresa.
La verdad era que se sentía enamorada y no podía hacer nada contra eso. No tenía la energía mental suficiente como para
actuar según los principios éticos que le dictaba la razón. El hechizo del que
era presa cuando estaba con Gabriel desencadenaba un dulcísimo vértigo oscuro
cuyos efectos a largo plazo ignoraba.
Llevaba toda una vida haciendo las cosas que creía correctas –graduarse con buenas notas, casarse por la Iglesia,
atender a su hijo y a su esposo– y ahora, de repente, perdía el paso,
traspapelaba el guión. No sabía cómo explicárselo: después de siete años de
relativo reposo matrimonial, simplemente no estaba lista para hacerle frente a
este tsunami pasional, a esta descomunal montaña rusa en la que se había subido
y de la que ahora no estaba segura de poder (ni de querer) bajarse.
(…)
Gabriel ordenaba unos libros en su departamento
cuando Martín lo llamó para almorzar.
–¿Un cebichito? Habla. Me caería pleno. No sabes la
juerga de anoche. Me fui a un tono en Barranco y terminé en el Moonlight
pellizcando rucas con dos patas de la oficina. No sé cómo he manejado hasta
mi jato.
Gabriel no tenía mucha hambre, pero necesitaba hablar
con alguien. Y Martín, más allá de su inmadurez y su rebelde propensión a la
parranda, era lo que se dice un buen pata. A Gabriel le gustaba conversar con
él porque de vez en cuando, en medio de sus vaguedades y sus comentarios
chabacanos, soltaba frases existenciales de lo más inspiradas, algunas de las
cuales incluso le habían servido a Gabriel de materia prima para idear uno que
otro eslogan.
Martín había dejado a medias Administración y trabajaba en
la fábrica plastificadora de un tío que le tenía mucha confianza. En pocos
años, gracias a su labia y a su facilidad para apantallar a la gente, se había
convertido en el vendedor estrella, consiguiendo que su tío –burlando todos los
convencionalismos de la empresa– lo promoviera hasta la gerencia de
operaciones. Su chamba, básicamente, consistía en hacer
muchas relaciones públicas: almorzaba con los proveedores, chupaba con los empleados, se tiraba a
las secretarias. Y le pagaban por eso.
Como Gabriel, Martín tenía 30 años, estaba soltero,
vivía solo y también había perdido a su papá por un cáncer. Esas cosas en común
los unían más de lo que ambos sospechaban.
–Ya, vamos, pero ¿a dónde?
–Vamos a El Villano de Barranco. Mi
pata Javicho es el chef. Hay un cebiche de mero con conchas negras, compadre,
no sabes. Se te van a caer los dientes cuando lo pruebes…
–Ya, mostro, cómo hacemos. ¿Pasas por aquí?
–En 25 minutos te caigo. Ponte guapo
–Chau, mariquita. Te espero
Una vez en el restaurante, en la mesa al aire
libre que eligieron, Gabriel aguardó que les sirvieran el cebiche y las dos
primeras cervezas para contarle toda su historia con Amanda. No se guardó
ningún detalle. Repasó la historia en voz alta, narrando desde los días del
colegio hasta el encuentro en Huaringas, eligiendo con cuidado los adjetivos
que mejor ilustrasen sus sentimientos.
–Chucha, huevón. Por eso el día de la despedida de
Juan Pablo estabas hecho un idiota…
–Tú lo has dicho
–Pero, huevas, ella está casada. Y tiene un hijo. Ten
cuidado con eso. ¿Qué pasa si el esposo se entera? Fácil te manda a matar.
–Al esposo ni le importa, estoy seguro. A él solo le
importa su billete, su chamba, su estatus.
–Ni lo conoces, Gabriel…
–Bueno, el tema es que no sé qué hacer
–No estarás pensando en estar con ella ¿no? En ser… su
amante.
–¿Por qué no? Cuando eres chico la palabra amante te
suena a blasfemia. Si por ahí le escuchas a tu mamá decir
que tu papá tiene una amante, le coges tirria a tu viejo. Pero cuando creces y te das cuenta de que las
relaciones humanas son tan volubles, los afectos tan diversos, y los
matrimonios tan frágiles, una palabra como esa ya no te parece una
ofensa.
–Eso es cierto. Cuando yo era chibolo, mi mamá cerraba
la puerta de su cuarto y le gritaba a mi viejo “seguro que tienes una querida
por ahí”. Me acuerdo que esa palabra me parecía de lo más rara, y me hacía
pensar que entonces mi vieja era algo así como la no querida.
–Ja, ja
–Además, la imagen de mi papá acostándose con otra
mujer me repugnaba. Me parecía un imperdonable insulto a toda la familia.
Después ya me relajé y me olvidé de esas idioteces…
–Claro, porque te conviene. La mitad de las
secretarias que te tiras están casadas ¿no?
–Nada que ver. Bueno, solo dos. A una de
ellas, Mili, una vez me la clavé en su jato. Puta, huevón, no sabes lo que es
eso. Tirar en la cama en la que el esposo duerme te convierte en una fiera. Te
sientes lo máximo porque es como conquistar un territorio ajeno. Es hasta mejor
que tirar en la cama de los viejos de tu hembrita…
–¿Tan bien te portaste?
–Huevón, le metí tres polvos sin sacarla. Desde ese día la Mili me busca
por toda la fábrica, pero ni cagando le vuelvo a meter huevo. Su esposo es
milico. Si se entera, me mete una granada en el calzoncillo y la cagada. Por
eso te digo que te cuides. Sé de lo que te hablo…
–Bueno, entonces…
–Mira, solo te digo una cosa: si aceptas ser su
amante, nunca serás nada más…
–O sea que tengo que…
–No, no tienes hacer nada. Si esta huevada es cierta,
si lo que dices que sienten los dos es real, las cosas van a caer por su propio
peso. Por lo que me cuentas, ese matrimonio está hasta el perno, pero no por tu
culpa. Así que si la flaca termina con su esposo, no va a ser por ti, sino por
otros factores, ¿manyas?
–Manyo
–Salud, Cholo
Los vasos de cerveza chocaron apenas. Martín tomó un
trago largo, casi un seco y volteado. Gabriel lo miraba. Le gustaban los
callejeros ímpetus filosóficos de Martín. Era por esa extraña lucidez a la que
arribaba de vez en cuando que lo estimaba más que a sus otros amigos…
–Eso sí, Gabriel. No juegues con fuego. No seas
imbécil. Tú la tienes más fácil, pero la huevona…
–Amanda. Dile Amanda, por favor…
–Bueno, Amanda. Ella sí está fregada.
–Pero yo no la voy a dejar sola…
–Mira, compadre. Tú sabes que te aprecio un culo, pero
te digo una huevada: en vez de ese discursito de príncipe azul de poca monta,
mejor pregúntate a qué chucha estás dispuesto…
–Me divierte cómo mezclas tus reflexiones con lisuras.
Eso te confiere un aire, no sé, como de gurú arrabalero.
–¿Qué mierda significa arrabalero?
–Ja. Olvídate. Salud, maricón…
–Salud. Qué rico, carajo. ¿Te dije o no que este
cebiche era de la pitri mitri?
En La Cantuta, Amanda se olvidó un
poco de todas las tribulaciones que la tenían en zozobra. Se río con sus
hermanas y sus cuñados, oyó sin emoción las historias de Claudia y Gonzalo, se
bañó en la piscina con Emilio. A las cinco, justo después de la parrillada, su celular sonó. Era Jaime, desde Miami, que
llamaba para hablar con su hijo por el Día del Padre. La saludó con cariño.
–Cómo estás, ¿todo bien?
–Sí, todo bien. ¿Cómo te va? ¿Cuándo vuelves?, le
preguntó Amanda, deseando en silencio que Jaime aún no tuviera arreglada una
fecha de regreso a Lima.
–El jueves estoy allá, corazón, le respondió…
¿Corazón? ¿Había escuchado bien? Hacía cuánto tiempo
que no le decía una cosa así. ¿Un año? ¿Dos? Ya había perdido la cuenta. A qué
se debía este inesperado giro amoroso. Amanda se quedó perpleja.
–Ah, ahorita nomás…
–Sí, qué tiene. ¿Ya no quieres que vuelva o qué?
–Ay, Jaime, no empieces.
–Sé que no me lo vas a creer, pero tengo muchas ganas
de verte
–Tienes toda la razón: no te creo nada…
–Tú sí que sabes cómo bajarme el ánimo ah…
–Lo aprendí de ti, amorcito…
–No quiero pelear, Amanda. ¿Está Emilio por ahí?
Quería que me salude por mi día…
–Eso se llama cargo de conciencia…
–¿Está o no?
–Sí, ahí te lo paso.
–Un beso. Ya te veo en unos días
–Chau
La indescifrable actitud bipolar de Jaime complicaba
las cosas. Aunque suene carente de sentido común, Amanda hubiera preferido que
él mantuviese su ánimo distante e intratable. Este tonito cariñoso le molestaba
porque la hacía sentirse más malvada de lo que ya se venía sintiendo.
Lo que ella no sabía era que Jaime había tenido hace
un par de días una extensa conversación con Eduardo Riva Agüero, su jefe en Procter y
su tótem particular. Si Jaime quería ser como alguien, si tenía algún modelo
que copiar, ese era Eduardo, un hombre inteligente que a los 46 años lo tenía
todo: una linda familia, un par de casas y suficiente dinero en cuentas de
ahorro desperdigadas por diferentes países como para mantener holgadamente a
las siguientes cuatro generaciones de Riva Agüero. Lo que Eduardo le había
dicho aquella noche, mientras cenaban en un lujoso restaurante de Nueva York,
era que no se preocupara tanto del trabajo. “Jaime, tu ascenso está
garantizado. En un par de años más vas a ser Gerente Regional. Yo lo sé. Lo que
deberías hacer ahora es pensar en tu familia, pensar tal vez en tener otro
hijo, no sé. Hazte a la idea de que en dos años te pueden estar mandando a la
sede de Procter en Venezuela o, con suerte, a la de Costa
Rica”.
Después de esa charla, Jaime tomó una decisión:
volvería a Lima y le plantearía a Amanda exactamente eso, tener otro hijo,
darle a Emilio un hermanito, ser cuatro en vez de tres. Sabía que se había distanciado un poco, pero era cuestión de sentarse a
conversar para superar esto que parecía una de esas famosas crisis
matrimoniales de la que tanto hablaban los terapistas. En dos años, si todo salía bien, podrían dejar el
Perú y, tal como habían soñado cuando eran novios, establecerse en el
extranjero y darse la gran vida.
Si Amanda hubiera sabido eso con anticipación, quizás
habría pensado dos veces antes de decirle a Gabriel lo que le dijo por el chat
el mismo domingo al volver de La Cantuta.
–Necesito verte, Gabo. No he podido dormir bien.
Quiero que hablemos
–Yo también quiero verte. Hoy me he amarrado las manos
para no llamarte.
sabía que estabas con tu familia, pero me moría por
hablar contigo
–Igual yo. No podía dejar de pensar en la noche de
ayer…
–Fue increíble
–Gracias por hacerme sentir de esa manera
–Más bien gracias a ti por los aretes
–¿Qué aretes?
–Los tuyos. Los dejaste sobre mi cómoda...
–Uy, ¡verdad! Me los olvidé. Qué tonta.
–Ah, y yo que pensé que eran un regalito…
–Lo siento, pero no…
–Bueno, te los doy cuando nos veamos
–O sea, mañana…
–¿Sí? ¿Mañana lunes?
–Es que Jaime vuelve el jueves. Me llamó ayer. No sé
que voy a hacer…
–Tranquila, Amanda. Mañana paso por ti y nos vamos a
tomar un café. Todo va a estar bien…
–Vente a las 11 am. A esa hora regreso del gimnasio
después de dejar a Emilito en el colegio
–Ahí voy a estar. Y deja de angustiarte, por favor. No
va a pasar nada malo.
–Gracias por darme ánimos. Los necesito
–Siempre te los voy a dar…
–No lo dudo, Gabo.
(…)
Al día siguiente
Gabriel llegó al edificio de Amanda
a las 11:10 a.m. Intercambió un saludo con el portero y pulsó el botón del
ascensor. Una vez adentro apretó el 8 y se miró en el espejo. Cuando sonó el
timbre, empujó la puerta, que daba al interior del departamento.
–Pasa, estoy aquí, en la cocina…
Gabriel caminó siguiendo la voz de Amanda, pero sin
dejar de observar cada detalle del lujoso decorado: la biblioteca enchapada,
las alfombras marroquíes, los cuadros del comedor, el televisor plasma de la
sala.
–Hola
–Hola, estás preciosa
–Gracias
Amanda acababa de bañarse y tenía el pelo húmedo.
Llevaba un saco, un pantalón ceñido a la cintura y unas elegantes botas sin
taco. Gabriel no pudo contenerse y en vez de darle un pico tierno, le propinó
un beso largo, hundiendo su lengua hasta encontrar la de ella. Amanda intentó
detenerlo, pero sin oponer verdadera resistencia. Quiso darle a entender que
estaban en su casa y que allí no podían portarse mal, pero luego se dejó
llevar. Las manos de él se deslizaron por su cintura hasta llegar a su redondo
y firme trasero. Ella se volteó, arrimó sus caderas al ansioso cuerpo de
Gabriel y comenzó a moverse en círculos. Besándose, salieron de la cocina, pero
en lugar de dirigirse hacia el ascensor se fueron hacia la zona de las
habitaciones.
–No, Gabriel. No puedo hacerlo aquí, me da no sé qué…
–No hables. Dame un beso
–¿Por qué me gustas tanto, carajo?
–Te gusto porque te quiero
–Me encantaría que...
–Shhh, estamos aquí, no digas nada, no pienses en
nada…
Entraron al cuarto principal y se tumbaron sobre la
cama. Gabriel sabía que, a diferencia de la
primera vez, ahora tendría que actuar rápido. Se sintió aliviado, pues la vez
anterior tuvo que concentrarse mucho para no acabar antes que ella. Si algo
caracterizaba sus performances sexuales, era su corta duración. No era un
eyaculador precoz ni mucho menos, pero estaba muy lejos, lejísimos, de tener el
vigor, la potencia y el empuje de los tipos musculosos que aparecían en esos
vídeos triple equis que Martín solía pasarle por Internet.
Sin embargo, ahora que estaba con Amanda, por algún
divino sortilegio, se venía comportando a las mil maravillas, superando con
creces los regulares siete minutos que acostumbraba rendir. No sabía a qué se
debía tan magnífica eventualidad, pero lo estaba disfrutando como un cerdo.
En un momento, con Amanda desnuda y boca arriba, él
tomó sus dos piernas con una sola mano, las levantó y las apoyó sobre su hombro
derecho. Desde allí se acomodó para penetrarla. Nunca en su vida había
ejecutado tal acrobacia, pero –inspirado por el inédito aguante del que venía
haciendo gala– intentó esa nueva posición. Quiso parecer un experto. El
resultado no pudo ser mejor: Amanda deliró de placer y se corrió mientras él
entraba y salía de su cuerpo, sin acusar el menor recibo de cansancio. Gabriel
no podía creerlo. Se sentía un semental. Un toro de lidia. Un talentoso actor
de la industria porno.
De pronto, recordó lo que
Martín le había dicho (“tirar en la cama del esposo te convierte en un
tiburón”) y certificó la verdad de ese aforismo. Vio una foto de Jaime en la
pared, notó a lo lejos algunas de sus pertenencias en el closet y sintió un
espasmo de degradante superioridad. Era verdad: la facultad de invadir los dominios de
otro hombre –sumada a todos los sentimientos que concurrían en su corazón–
producía una combustión que él encontraba insuperable. La sens
ación de haber violentado una propiedad ajena lo hacía
verse, al mismo tiempo, como un astuto polizón y como un criminal un poquito
bastardo.
Minutos después, tras el demorado orgasmo, Gabriel se
acurrucó dentro de la cama, en el lugar donde dormía Jaime. Amanda se echó a su
lado y dejó caer su cabeza en medio de su pecho desierto de pelos. “Qué tal si
dormimos cinco minutitos”, dijo él, extenuado. “Que sean diez, mi amor”,
respondió ella.
Afuera el sol se insinuaba con timidez. En ese
momento, refocilados en el umbral del sueño, ninguno de los dos podía siquiera
imaginar el tamaño de la enorme tormenta que estaba a punto de desatarse.
RENATO CISNEROS
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