viernes, mayo 04, 2012
01 EL FRIÓ LLEGA DESDE TODAS PARTES
[Nunca es triste la verdad. Lo que no tiene es remedio]
J. M. Serrat.
Es jueves por la noche y Raro sale de su casa dispuesto a embriagarse. Se detiene a esperar un taxi en la esquina de su cuadra, en el cruce de San Borja Norte con San Luis, pudriéndose de frío. Minutos antes había pensado ponerse una casaca sobre la camisa manga larga, pero le dio flojera la idea de tener que quitársela dentro del bar y llevarla cargada como un molestoso bulto. Un taxi verde se detiene ante su brazo extendido. Raro negocia el precio con el chofer –diez soles hasta Barranco– y unos segundos después aborda el auto por el lado del copiloto.
La música que sale de los parlantes es horrenda: una cumbia lastimera que automáticamente le recuerda a Lucía, su novia, mejor dicho su ex novia, la que hace poquito le puso los cuernos. Técnicamente, se los puso hace dos meses, solo que él acaba de enterarse un par de días atrás. Lleva la herida fresca, inflamada, oculta pero en carne viva.
Lucía, evoca Raro, adoraba bailar esa canción. Seguía los pasos de la coreografía como si los hubiera inventado y paporreteaba la letra sin equivocarse. Él, en cambio, detestaba la cumbia y cualquiera de sus derivados. Le parecía un género adefesiero, huachafo, indeseable, pero hacía el esfuerzo de bailarlo por complacerla. Mover el cuerpo sin compás, bajo la dictadura de ese ritmo insípido que no daba tregua, representaba para él, no solo una tortura física, sino una concesión estética. Si lo toleraba, era únicamente por ella. Bailar cumbia era su manera de decirle te quiero.
Pero eso era antes, cuando todo funcionaba, o por lo menos parecía que funcionaba. Ahora ya no bailaban, no cantaban, no interactuaban, no nada. Apenas confirmó la sospecha de que Lucía le era infiel, apenas recabó la primera evidencia, Raro borró sus coordenadas del mapa y la desalojó de su vida. Expectorada del Facebook, anulada del MSN, eliminada de la lista de contactos del celular, despedazadas sus fotos, rematados sus regalos, desaparecidas sus huellas, Lucía pasó a convertirse en un fantasma. Bastaron 48 horas para que Raro la condenara al incierto purgatorio de los muertos vivientes. Creyó que sería fácil acostumbrarse a odiarla, pero se equivocó. Lucía era un fantasma inquieto y él debía aprender a mantenerla a raya, fuera de su espacio vital, lejos de su territorio. No era además cualquier fantasma: aún penaba, aún tenía el poder de infundirle cierto pánico y en determinadas circunstancias lo asustaba feo: cuando la música tropical se colaba en sus oídos, por ejemplo.
Lucía intentó comunicarse con él por todos los medios para explicarle los motivos de su desliz. Raro no le contestó las llamadas. Después de estar un año juntos creo que al menos nos merecemos una conversación, le había escrito Lucía en su último mail. Él sintió que se trataba de un inaceptable chantaje sentimental, así que deleteó el correo para no sentirse tentado de releerlo ni de reconsiderar la petición. No quería verla ni oírla. Además, acceder a hablarle era darle la oportunidad de sentirse aliviada ante sí misma, tranquila con su conciencia culposa de chica educada en colegio de monjas. A Raro no le parecía justo. Si podía privarla de esa calma, lo haría sin miramientos.
Precisamente con ese imbécil tuvo que sacarme la vuelta, sentencia Raro desde el desfondado asiento del copiloto, trayendo a su mente el rostro barbudo y anguloso del sujeto, imaginándoselo en un hostal con Lucía, satisfaciéndola sobre la cama con más destreza que él. Raro repasa la escena con un oscuro deleite, como refocilándose en su rabia, dándole inacabables vueltas a los detalles más sucios, con una mezcla morbosa de asco y gusto, como quien se hace voluntariamente un tajo en el brazo con una navaja oxidada.
Justo con ese imbécil, vuelve a condolerse, mientras el taxi riza una curva que conecta una avenida con la Vía Expresa. Lo que Raro no acepta –quizá porque no lo sabe– es que Nicolás (así se llama el chico con quien Lucía lo engañó) es un pata digamos bacán, sin malicia, que se vio envuelto en una circunstancia enojosa que no propició, un triángulo que, más bien, trató de evitar hasta el final. Pero, claro, esas consideraciones humanistas quedan normalmente en quinto o sexto plano. El tipejo que se lleva a tu chica es siempre un imbécil.No interesa si es noble, si es –como dicen las viejas pías– un pan de dios, o si es incluso mejor persona que tú, más humilde, generoso o solidario. Nada de eso importa. Si se mete con tu chica, si tiran a tus espaldas y lo disfrutan, entonces es un imbécil. Y ella, una zorra. Punto.
Raro le pide al chofer del taxi cambiar de estación y encuentra algo de pop en español. Una pasable canción de Miranda sobre las disquisiciones de un profesor incestuoso que quiere encaramarse sobre sus jóvenes alumnas de piel intocada, desnudarlas y dispensarles el mismo trato que a un pollo a la brasa: o sea, darles vuelta. Mientras canta en voz baja, Raro se sorprende de saberse el coro de corrido.
–¿Qué hacemos con este clima, joven?, comenta el taxista, mirándolo de reojo, como buscando una charla amistosa que los desentumezca a ambos de la corriente de frío helado que trepa por sus pies como una sanguijuela invisible.
–Sí pues, ¿no?, reacciona Raro, cortante, con el tono lo suficientemente plano y vago como para que al señor conductor le quede claro que esta noche no tiene las menores ganas de forzar ninguna conversación cortés.
–Y dicen que se va a poner peor, insiste el buen hombre
Esta vez Raro no le devuelve ni una onomatopeya. Por un segundo, maldice al taxista por impertinente. Este viejo huevón debería saber cuándo los pasajeros quieren hablar y cuándo no, reniega callado. Siente que está demasiado turbado con sus temas, que tiene asuntos más importantes que resolver antes que ponerse a interpretar las evoluciones del cojudo clima que castiga a la ciudad.
Ahora baja la luna y siente el viento despeinándolo. Una indolora cachetada de aire a propulsión. Se detiene en el espejo retrovisor lateral para corregirse el cerquillo y aprovecha para escudriñar su aspecto. Se encuentra ligeramente atractivo, liberado de las desagradables huellas que la depresión acostumbra dejar en el rostro de los débiles. Aunque está convencido de que no tiene cara de cornudo, Raro revisa rápidamente las entradas de su cuero cabelludo, pasando las yemas de los dedos por las esquinas superiores de la frente, para asegurarse de que los cachos que Lucía le ha puesto no se han materializado en un par de cuernos de vaquilla. Su boba exploración capilar le causa una risa ahogada. Según Raro, hay hombres que no pueden disimular que su mujer les ha puesto los cachos y van por la vida arrastrando una monumental e indeleble expresión facial de cornudos de campeonato: un pliegue en la orilla de los ojos, una arruga en la frente, un declive en los labios, una triangulación gestual que los delata, que los pone en jodida evidencia ante los demás. Raro se alegra de no ser uno de esos peleles. Además, cavila, no importa ser cachudo, todos lo son, lo importante es que no se note.
Faltan menos de diez cuadras para llegar a ESE, un bar ubicado bajo el Puente de los Suspiros que fue inaugurado hace unas semanas y del que se ha vuelto repentino habitué. Es la tercera vez que va. Le gusta porque es un lugar nuevo, suyo, que no está ensuciado con ningún recuerdo de Lucía. Un lugar en el que su memoria colgada puede resetearse. Además, hay un DJ muy capo que jamás programa cumbias y un barman generoso que le rellena los vodkas con más onzas de las debidas. En las actuales circunstancias, ellos son sus dos flamantes mejores amigos, acaso los únicos que pueden ayudarlo a olvidarse del pedazo de mierda revuelta que le envenena el cerebro cuando está sobrio, demasiado pensativo y accidentalmente pendiente del ruido mortal de la realidad.
¿Por qué me sacó la vuelta esta conchasumadre?, le consulta Raro al universo sin límites de su silencio. La pregunta teñida de reclamo llega justo cuando el semáforo cambia de rojo a verde y las filas de autos reinician su marcha. Faltan solo dos cuadras para el bar: el tiempo no alcanza para elaborar una respuesta coherente, satisfactoria, que le dé sustento a su versión oficial de la crisis que atraviesa.
Mejor así, mejor que Raro ahora se distraiga, que se rocíe de vodka por dentro, se prenda fuego, incendie su despecho y no medite demasiado. Si se detiene a evaluar las cosas, a analizarlas, a intentar comprenderlas, se daría cuenta de que algo de él –de su modo de ser, de actuar, o de quedarse quieto– propició la infidelidad que ahora le hace añicos los nervios. Sin duda, Lucía le mintió, lo traicionó, se burló de él. Eso nomás la convierte sin duda en una cabrona imperdonable. Sin embargo, algo también ha tenido que ver Raro en la cocción del desaguisado. Las relaciones –él lo sabe– no son una partida de policías y ladrones. No hay buenos ni malos, víctimas ni victimarios, justos ni pecadores, inocentes ni culpables. En el fondo, Raro intuye que son suyas las balas del revólver que Lucía descargó contra él. Él colocó las municiones en el tambor y dejó el arma al alcance de su chica, sin seguro, lista para ser accionada. Fue casi como si le dijera anda, toma, mátame de una vez por todas. Y Lucía –sonámbula pero despierta al mismo tiempo– obedeció y apretó el gatillo. Le disparó a quemarropa. Nadie esperaba, eso sí, que la condenada tuviera la salvaje puntería de un lanzador de cuchillos.
Raro cruza la puerta de ESE y con un vistazo recorre el escenario. No tiene planes de encontrarse con nadie, pero ciertamente espera cruzarse con algún conocido o desconocido que valga la pena. La idea de chupar solo en la barra por más de cuarenta minutos se le antoja crítica, latosa, aunque calcula que más insoportable sería compartir la noche con algún desubicado de esos que sobran en los bares de Lima, que en el momento más inoportuno te enchufan una conversación indeseable y no paran de hablar de sí mismos.
Ha pasado poco más de una hora desde su arribo. Raro está apoyado en la barra, solo, secando un vaso de vodka mezclado con dos dedos de Sprite. Desde su posición divisa a una chica que, desde un tumultuoso grupo de gente, lo mira con disimulado interés. Tendrá unos 24, adivina, tres menos que él. Hace unos instantes la vio dirigirse al baño. Le pareció que más que caminar, se deslizaba. No es muy bonita, piensa Raro. No importa, yo tampoco lo soy, reconoce de inmediato. Luego la escanea: lleva la cabeza erguida, la piel bronceada y, aunque carece de las tetas prominentes que a él le gustan, las curvas marcadas por su falda hippie dejan presagiar un culo bien formado. Parece bailarina, profesora de yoga, gimnasta, algo así.
Raro estudia el comportamiento de la muchacha durante algunos minutos y saca unas cuantas conjeturas arbitrarias. Por su modo de vestir, por sus ademanes, por el tipo de personas de que está rodeada, por las canciones que tararea, opina que es una chica sin muchos pruritos, algo relajada, quizá progre, sin grandes poses ni paltas: el tipo de chica que no rinde cuentas de su hora de regreso, que tal vez vive con una tía o con uno de sus padres, que se paga lo suyo y que –si la haces reír y entretienes con inteligencia– podría incluso hasta acostarse contigo sin que eso sea un big deal. Esa última idea lo entusiasma, porque es precisamente lo que busca esta noche: carne sin ilusión, sexo sin amor, sudor, una eyaculación vigorosa y una habitación limpia donde pueda dormir hasta que la madrugada despunte. Un revolcón sin compromiso para vengar su ego triturado. Una compañía cómplice para frenar el rampante fastidio de su negada tristeza.
Ahora solo falta averiguar si a esa adorable criatura extraña se le antoja compartir un poquito de trago y mucho de colchón.
A lo largo de la siguiente media hora, Raro no le quita los ojos de encima. La observa con torpe sensualidad, con concha, buscando que se dé cuenta de sus intenciones, esperando que las intuya con ese puto, famosito sexto sentido del que tanto se jactan las mujeres. La muchacha disminuye la frecuencia de sus reojazos, y Raro interpreta eso como un buen indicio. Luego la ve recogerse el pelo con una vincha. Se está engriendo la pendeja, concluye, sonriendo hacia dentro, calentándose con la situación. Siente –sin mucho fundamento– que se ha establecido el contacto, que han hecho un click telepático, que ha llegado el momento de hablarle. De pronto, nota que está repentinamente erecto e introduce la mano derecha al bolsillo para acomodarse el bulto.
Cuando ella se acerca a la barra a pedir una cerveza, Raro camina unos pasos, se coloca estratégicamente a su lado y –con un arrojo impávido, inesperado en alguien que tiene la autoestima hecha moco– le pregunta directamente su nombre. Mientras lo hace, amaga con la boca una especie de falsa sonrisa de ídolo taurino: una monga treta para seducirla o, al menos, caerle bien. Solo desea tirar con ella, pero capta que la simpatía es un atajo conveniente en ese instante. De cerca la encuentra algo atractiva. Ella voltea y lo mira sin calidez, como si mirara a una planta desvalida que necesita agua. Ni siquiera lo inspecciona. Silvia, dice, sin más ni más, con la indiferencia con que se le responde a un encuestador que te toca la puerta para preguntarte por tus programas de televisión favoritos. Luego coge la botella de cerveza y se marcha a su mesa. Chau, chau, remata.
Raro se siente despreciado, estúpido, ignorado, atravesado de arriba a abajo por un odio que no sabe dónde poner. Su única reacción es pagar el vodka sin siquiera habérselo terminado y apurar el paso hacia la puerta. El frío arrecia en la esquina. La noche es un iglú negro. Y mientras camina calle arriba, Raro extraña con auténtica nostalgia su casaca olvidada.
RENATO CISNEROS
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