miércoles, agosto 10, 2011

3. DÉJAME ENTRAR

nov3_blog.jpgLas amigas de Amanda conocían bien a uno de los dueños de la discoteca, lo cual les granjeó una serie de inmediatas ventajas: entrada gratis, pulseras para acceder al área VIP, un ambiente reservado cerca de la pista de baile y, lo más importante, inmoderadas dosis de trago gratis.
Una hora y media después de que se instalaron, la mesa en la que estaban era un homenaje al zafarrancho: montones de colillas de cigarros en el cenicero, un encendedor, tres botellas de cerveza tibia, vasos vacíos con marcas de lápiz labial en los bordes, dos cubeteras de hielo sin hielo, y una botella de Etiqueta Negra con un cuarto de whisky restante. Macarena, Sandra y Ximena, la divorciada, la estaban pasando bomba. Se divertían bailando entre ellas, tomándose fotos que después colgarían en el Facebook, haciendo brindis feministas y mandando a volar a los no pocos desafortunados chicos que se acercaban a hablarles infructuosamente.
Amanda también se divertía pero sin tanta alharaca. Igual que las otras, no aceptaba bailar con nadie (su anillo, además, era un buen recurso disuasivo para espantar a los plumíferos galanes de turno), pero prefirió beber con cautela y disfrutar desde su mullido sillón de cuero los eufóricos desplantes con que sus amigas castigaban a los incautos chiquillos que las merodeaban. Era, con seguridad, el grupo de mujeres más llamativo del local: cuatro treintonas guapas, bien paradas, despatarrándose de risa, inyectándose ríos de alcohol en las arterias.
Bajo la superficie, sin embargo, Amanda no dejaba de pensar en Gabriel o, mejor dicho, en su casual tropiezo con Gabriel. Las miradas incendiarias que se habían dirigido en el bar, las cosas que él le había revelado, la antigua comodidad recreada; toda la circunstancia que acababa de vivir la encontraba fascinante y perturbadora. Como un espectro, Gabriel retornaba de la ciudad perdida de su juventud y algo le decía que esta vez no iría a desaparecer con tanta facilidad. Para cuando llegó a la discoteca con sus amigas Amanda ya llevaba varios minutos tratando de desenredar el nudo de sus confusiones iniciales. Su matrimonio atravesaba una crisis severa, sus sentimientos hacia Jaime se comenzaban a entumecer, sus votos acerca del sacrificio y la resistencia se cuarteaban. Si había un mal momento para que Gabriel reapareciera, era precisamente este. Un año atrás Amanda no se lo hubiera tomado tan en serio: le habría parecido “increíble” toparse con su viejo amigo, pero sus confesiones de amor colegial le hubieran resultado cómicas y sus miraditas invasivas incluso la habrían sacado de cuadro por su impertinencia. Pero ahora no. Ahora ella –sacudida por las palabras, los ojos y la presencia de Gabriel– se sentía de algún modo involucrada, como si con su actitud hacia él, tan cálida, tan receptiva y complaciente, también hubiera puesto en marcha el circuito que minaba sus certezas y desarticulaba su seguridad de señora decente y bien casada.
Y a pesar de eso, a pesar de la aparente inconveniencia del asunto, Amanda estaba contenta, emocionada con haberse cruzado con este chico que tanto la conocía y que –según le había dicho– tanto la había querido años atrás (yo me moría por ti, le juró). Tal vez si Gabriel no hubiese pronunciado esas palabras, Amanda no habría dado rienda suelta a sus disyuntivas. Pero el hecho es que las pronunció y, como ya sabemos, para una mujer con problemas maritales no hay nada mejor (y nada peor al mismo tiempo) que cobrar importancia ante otro hombre y sentirse repentinamente valorada, atendida, deseada. Es exactamente en ese punto cuando muchas catástrofes empiezan, pero también cuando muchas historias sufren un giro inesperado y a veces felizmente definitivo.
A la dubitativa Amanda no le resultaba muy sencillo abandonarse a estas recónditas disquisiciones existenciales bajo la atmósfera chonguera y la estridencia musical de Aura, pero detrás de su sonrisa de compromiso se las ingeniaba para dejar correr el tormentoso caudal de sus paltas recién adquiridas.
Para no levantar sospechas entre sus amigas, de repente se ponía de pie y proponía un brindis, o celebraba la canción que soltaba el DJ, o contaba un chisme calentito. Con sagacidad trataba de no desconectarse del grupo, simulando estar en estado de juerga, sin dejar de rumiar sus titubeos internos.
Se le hizo más complicado después, cuando de pronto se vio en medio de un largo trencito humano que –piloteado por una zigzagueante Macarena– recorría muy animadamente los dos niveles de la discoteca al quimboso ritmo de “Vamos Negra pa la Conga”. Pero incluso ahí, incluso en esos momentos de máximo delirio pachanguero, cuando ningún pensamiento serio parecía poder discurrir por su mente, ella no dejaba de alimentar la duda que le taladraba el cerebro: ¿qué miércoles representaba este inesperado accidente con Gabriel? ¿Era acaso un accidente? ¿O era una de esas señales mágicas en las que ella, esotérica y romántica hasta la pared de enfrente, se empeñaba en seguir creyendo?

Entretanto, en uno de los amplios salones del hotel Los Mirtos, acondicionado especialmente para la despedida de soltero de Juan Pablo, Gabriel se martirizaba gustoso sobre un sofá, deshojando interrogantes sobre el posible significado del reciente episodio con Amanda.
Los demás invitados (nueve en total, incluidos Juan Pablo y Martín) estaban concentradísimos en el generoso y deschavado striptease ofrecido por Yahaira y Ninoska, las dos voluptuosas señoritas contratadas que hacía cuarenta minutos habían hecho su arribo disfrazadas de diligentes enfermeras, pero que ahora –tras un improvisado número de, digamos, varieté– solo llevaban un gorrito con la cruz roja y un estetoscopio de plástico como única vestimenta.
En otro momento, Gabriel habría sido el primero en festejar el show, apretujando a las chicas, pellizcándolas, promoviendo el desbande entre los asistentes. Ahora simplemente no podía. Su cuerpo estaba ahí, diletante, como vegetal, pero su atención aún estaba puesta en la estela de los sucesos acaecidos en Huaringas.
–Oye, idiota, qué te pasa, lo encaró Martín, el organizador de tan magno despelote
–Nada, nada, después te cuento…
–Pareces el chimbombo del grupo, carajo. ¿No era que íbamos a emborracharnos como condenados? No me falles pues, cholo, mira que Juan Pablo ya está poniéndose thriller y ahorita afloja con una de las flacas. ¿Te dije o no que estaban para reventarlas?, dijo Martín, mordiéndose el labio inferior y mandándole un beso volado a una de las desabrigadas animadoras.
–No, sí, olvídate de mi cara. No pasa nada. Juégate una chela. Eso es lo que necesito.
–Así me gusta, comparito. Vamos a vacilarnos. Además, en un ratito tienes que ayudarme a hacer el sorteo para ver quiénes se quedan con las ruflas.
(…)
Al salir de la discoteca, y al ver el estado cochambroso en que se hallaban sus amigas, Amanda las metió a todas en su camioneta y las fue dejando, una a una, en sus respectivas casas, como si fuesen paquetes de delivery. Las tres estaban igual de ebrias, pero cada una exteriorizaba de manera diversa su avanzada borrachera: la dulce Macarena, por ejemplo, yacía en el lugar del copiloto roncando como estibador, con la cabeza dando botes contra el vidrio; Sandra, con la mirada clavada en el techo del auto y con la lengua totalmente torcida, imploraba para que se detuvieran a comer algo: un shangushón, un shangushón, murmuraba; mientras que Ximena, si no soltaba hipos, se deshacía en injurias, denuestos e imprecaciones que tenían al “miserable” de su ex marido como destinatario.
Sacando a relucir su abnegado complejo de hada madrina, Amanda no solo jaló a ese montón de escombros que eran sus amigas, sino que las cargó, rebuscó los manojos de llaves en sus carteras y se dio el trabajo de depositarlas lo más cerca posible de sus dormitorios.
Cuando por fin se fue a acostar, la imagen de Gabriel en la barra –en combinación con el horrible pitido que la música de Aura dejó silbando en sus tímpanos– le impedían pegar un ojo. Con el lugar de Jaime vacío, a Amanda la cama se le hacía enorme y empezó a revolcarse bajo las sábanas tratando de conciliar el sueño. Pasados treinta minutos, decidió levantarse, ir al baño y tomar dos pastillas para dormir. Un rato después se quedó dormida.
(…)
Mientras, en Los Mirtos, el sorteo acababa de llevarse a cabo. Juan Pablo, el agasajado, rompió la promesa que había hecho al inicio de la fiesta y se metió con una de las chicas, Yahaira, a uno de los cuartos privados. Estaba tan trasquilado por la cerveza, el ron y el pisco que le habían obligado a ingerir que no fue extraño que se quedara privado apenas se acomodó en el colchón. Yahaira salió a los tres minutos de haber entrado y emitió un lapidario comunicado al resto: “el chico está muerto, no se le para nada”.
El otro ganador del sorteo fue Gabriel, quien no lució muy animado cuando extrajeron de la bolsa el papelito con su nombre. A él le tocaba retirarse a una habitación con Ninoska, la señorita del enorme y publicitado trasero. Indignado por su mala suerte, Martín se acercó y con algo de envidia le dijo al oído: “espero que por lo menos grites mi nombre cuando te la estés clavando”.
Lo que Martín no sabía era que Gabriel no tenía la menor intención de follar con nadie esa noche. Se encerró con Ninoska y, sin quitarse la ropa, se estiró sobre las sábanas, cruzando los brazos por debajo de su nuca, en posición meditativa. La muchacha, conocedora de su oficio, se apresuró en bajarle el pantalón y, relamiéndose, le anunció la inminente práctica de un muy relajante masaje oral. Gabriel le cortó la viada, le anunció amablemente que no se iría a meter ningún polvo con ella, y le pidió que se echara a su costado. “Solo hazme ese favor”, le dijo.
Los demás invitados, carretones como estaban, se agolparon detrás de la puerta para intentar escuchar los jadeos del combate, los chirridos de los muelles de la cama, los gritos destemplados de Ninoska. Pero tanto morbo no pudo ser satisfecho. Cuando aguzaron el oído solo pudieron oír el lejano rumor de una extraña conversación entre Gabriel y su pulposa acompañante, algo acerca del amor, del pasado y del destino.

Al día siguiente, domingo, el cielo de Lima amaneció despejado, iluminado por un sol refulgente. Un clima poco común para mediados de junio. Gabriel se despertó, se puso de buen humor al abrir las persianas de su cuarto, y fue directo a su estudio a encender la laptop. Se metió al Messenger solo para agregar a Amanda e inmediatamente apagó la máquina. Eran un poco más de las once de la mañana, quizá las once y media.
Luego de un duchazo tomó al vuelo un jugo de caja y salió rumbo a la casa de Ernesto, el amigo que le había ofrecido ocuparse del área creativa de su novísima agencia de publicidad. Estuvo con él toda la tarde. Como ninguno sabía cocinar pidieron una pizza, vieron algo de fútbol (Cristal y la ‘U’ jugaban en canal 3) y hablaron sobre trabajo. Por la noche, antes de regresar a su departamento, y como todos los domingos, pasó a visitar a su mamá, a su hermana y a Alexia, su sobrina. Les llevó unas empanaditas y butifarras de El Buen Gusto y se quedó conversando con ellas hasta que dieron las nueve.
–¿Saben con quién me encontré ayer?, les dijo mientras se despedía, tratando de sonar lo suficientemente casual y desinteresado como para no despertar suspicacias.
–¿Con quién?, preguntaron en coro su mamá y su hermana, chismosas
–Con Amanda Di Lorenzi. Hace años que no la veía…
–Amandita, la del colegio. Mira, tú. ¿Y cómo está? ¿Qué fue de su vida? Esa chica era preciosa, comentó su mamá
–¿Sigue casada con el churro de Jaime Tudela?, intervino su hermana, algo más frivolota
–Está bien y sí, sigue casada. Me sorprendió encontrarla. No la veía desde que terminamos el colegio, hace como quince años.
–Si hablas con ella, mándale un saludo de mi parte, dijo la mamá
–Cuidado, hermanito, no te vayas a templar de nuevo ah, conociéndote…
–Ay, por favor, nada que ver, eso fue hace años.
–¿Quién es Amanda?, inquirió la pequeña Alexia, mientras comía una butifarra.
–Una ex enamorada de tu tío, respondió provocadoramente la hermana
–Nunca fue mi enamorada. Es una amiga. Solo una amiga.
(…)
Casi en paralelo, ignorando que se iría a convertir en el postre de la conversación en casa de los Lombardi, Amanda se dedicaba a sus tareas dominicales: hizo ejercicios por su cuenta, tomó un baño, fue a misa, recogió a Emilito de la casa de su suegra, almorzó en casa de sus papás y volvió temprano para organizar las compras y tareas pendientes de la semana. Mientras Emilio veía unos dibujos en DVD, ella se enchufó al teléfono para hablar con sus resaqueadas y amnésicas amigas sobre los excesos de la noche anterior. Se rió un buen rato con ellas, sobre todo al momento de ponerlas al tanto de cómo fue que dieron a parar a sus casas. “Se me apagó la tele, huevona”, fue la unánime respuesta de las tres.
Después se puso a leer el diario, zapeó algo de tele y a eso de las ocho, tras bañar y acostar a su hijo, se metió a la computadora.
Entró al Messenger para ver si encontraba conectado a su esposo, pues necesitaba pedirle que le trajera unas vitaminas que su entrenador del gimnasio le había recomendado hacía un par de días y que solo se conseguían en Estados Unidos. Jaime no estaba en línea, pero a cambio encontró una ventana con la invitación de Gabriel.
¿DESEA ADMITIR A ESTE CONTACTO?
• Sí
• No, gracias
Se alegró al ver el mensaje y estuvo a punto de hacer clic en el SÍ pero vaciló unos segundos. Algo dentro de ella –su lado más moral, más culposo– le advertía que podría meterse en aprietos si se ponía a chatear con ese chico, por muy pacíficas que fueran sus intenciones. Su otra voz interior, en cambio, más relajada, menos torturada, más ya qué chucha, le recomendaba no sentirse mal por darle cuerda a una inocente amistad virtual.
Persuadida por ese segundo argumento, aceptó a Gabriel. Lo dejó entrar. Lo convirtió en su nuevo contacto. Pudo no haberlo hecho, pero su acción podría atribuirse al sexto sentido, a esa enigmática intuición con que las mujeres suelen tomar algunas decisiones.
A los pocos minutos Gabriel se conectó y le habló.
–Hey, hola. Cómo estás
–¡Hola! Bien. ¿Tú?
–Aquí, trabajando un poco. Qué tal la juerga en Aura. ¿Me perdí de algo?
–No mucho, la verdad. Mis amigas se zamparon mal y tuve que llevarlas una por una, así
que para mí estuvo bien tranquilo
–No te recordaba tan caritativa…
–Ja, ja. Así somos las madres. Bueno, y tú, qué hiciste.
–¿Yo? Me fui a casa de unos amigos. Había una despedida de soltero
–Asu. Provecho.
–Nada. Puros calzoncillos.
–Bueno, pero te divertiste o no?
–Para serte sincero, me divertí más en Huaringas
–Ja. Yo también. Estuvo divertida la conversa ¿no?
–No sé si divertida sea la palabra, pero la pasé genial…
–Sí, pues… todo un reencuentro
–Hay que repetirla, Amanda. Me debes un café.
–Sí, yo sé, pero es un poquito difícil…
–¿Por tu esposo?
–Él no es celoso, es súper comprensivo, pero no sé cómo reaccionaría si le digo que voy a salir con un amigo del colegio…
–Eso quiere decir que vamos a salir =)
–Ja, ja. No, pues. No seas palomilla. Me refiero a lo del café…
no creo que le haga mucha gracia…
–¿Pero tú quieres?
–Sí, sí me provoca
–Me da la impresión de que estuviéramos hablando de tu papá y que no tienes idea de cómo pedirle permiso…
–No es eso. Es que cuando estás casada hay cosas que ya no puedes hacer. Tendrías que estar en mi lugar para comprenderlo.
–¿Qué? ¿No puedes tener amigos?
–Claro que sí, pero…
–Entonces…
–Es que Jaime no te conoce
–Ah, se llama Jaime. Mucho gusto, dile.
–Ay, Gabriel, no seas payaso pues...
–Es que te haces paltas por las puras, Amanda. Te estoy diciendo para ir a tomar un café,
no para escaparnos juntos a Tailandia
–Ja, ja…
–Cosa que, por cierto, me gustaría, pero…
–¡Oye!
–Me da un poco de pena, pues…
–No sé, supongo que tienes razón. En verdad no tiene nada de malo.
–¿Quieres que te diga algo? Suenas como si tuvieras miedo
–¿Miedo? ¿De qué?
–De la situación
–Para nada. Es que ahorita las cosas no están muy bien por aquí. Ya te contaré…
–Te tomo la palabra
–Pero yo te aviso. Mientras no se pueda, podemos hablar por aquí. Ese es el premio consuelo…
–¿Premio para mí y consuelo para ti?
–Para los dos
–Pero por aquí no es lo mismo
–¿Por qué?
–Para empezar, porque no puedo mirarte a los ojos
–Ay, Gabriel.
–Qué te duele, Amanda.
–Nada
–¿Por qué dices ‘ay’?
–Es un decir…
–Ayer cortamos la conversa en un momento raro ¿no? ¿O fue solo mi impresión?
–Sí, justo llegó Macarena…
–Me encantaría verte, Amanda. Siento que nos quedamos con algunas cosas por decir, y créeme, la sensación es horrible
–Vamos a ver, pues. Se supone que Jaime llega pasado mañana. Lo converso con él y te aviso. ¿Te parece?
–Ya, mostro

[Mientras chateaban, Amanda fumaba un cigarro y Gabriel tomaba una chela. Ella tenía abierto el iTunes y escuchaba las canciones de la carpeta Hits 80’s. Él tenía prendida la televisión en canal 4, pero no la miraba. Solo oía por momentos lo que comentaban los conductores de Cuarto Poder].

–¿Cómo vas con lo de la nueva agencia?
–Ahí, pues. Hay que empezar todo desde cero, organizar la oficina, conseguir gente, pero eso me vacila. ¿Y tú? ¿Estás chambeando? ¿Me pareció entender que lo habías dejado o algo así?
–Desde que me casé gradualmente fui dejando la chamba. Por un lado, mostro, porque puedo dedicarme a mi casa y mi hijo, pero Emilito ya tiene cuatro años, ya en unos meses entra al nido, y estoy pensando en volver al trabajo…
–Deberías. Tú no estás hecha para estar metida en un depa enorme
–Qué te hace pensar eso
–No sé. Siempre fuiste recontra activa. En el colegio te metías a todo, las Olimpiadas, los retiros, las asambleas, las elecciones. Me cuesta imaginarte ahora tirada en una hamaca haciendo Sudoku.
–Ja, ja. Nada que ver. No es tan así tampoco. Voy al gimnasio, acuérdate.
–Sí, claro, y te ves muy bien, pero me refería a actividades un poco más creativas, no solo a la chamba. No sé, me acuerdo que tú dibujabas y que querías dedicarte a eso, por ejemplo…
–Ay, Gabriel, pero eso fue hace siglos
–Incluso ganaste un concurso o algo así…
–Ja, ja. Primer puesto de los Juegos Florales de la Municipalidad de Miraflores, categoría artes plásticas, qué te crees...
–Ja, ja. Ya ves…
–Sí, para serte franca a veces dibujo, pero no sé, le he perdido el encanto. Además, no tengo tiempo
–Claro, el spinning es impostergable…
–¿Me parece o lo dices con cachita?
–No, no te parece, lo digo con mucha cachita…
–¿Qué tienes contra el gimnasio? Buena falta que te hace…
–Uy, golpe bajo. Te me caíste, Di Lorenzi
–Ja, ja, ja. Sorryyyyyyyyyyyyy. No, mentira, estás muy bien
–Ya, ya, tampoco no tienes que irte al otro extremo y pasarme
la franela
–En serio, el tiempo “te ha caído bien”
–Bien encima me ha caído el tiempo, querrás decir
–Ja, ja. Nada que ver…
–Tú sí que estás bien
–¿Te parece? ¿En serio?
–Mira, esto es lo más serio que voy a decirte hoy día, Amanda: estás espectacular
–Si supiera poner los emoticones, ahorita pondría el de la carita roja
–Por??
–Porque me haces sonrojar pues mongo
–Te tengo que decir una cosa, Amanda.
–Qué
–Ayer me pasé de vueltas contigo. El momento en que nos miramos, lo recuerdas?
–Sí, claro que sí.
–Puta, sentí que me daba vueltas todo. Todos los recuerdos del pasado, de lo que sentí por ti, de cómo me alejé porque me torturaba verte con Braulio, y de cómo, a pesar del paso de los años, ahora me cruzo contigo otra vez, y tenemos esta especie de conexión rara. Por favor dime que me estoy hueveando y que solo son ideas mías…

[De pronto suena el celular de Amanda. Es Jaime, desde Estados Unidos]

–Un ratito, Gabriel, ahorita vuelvo.
Cuando Gabriel lee ese mensaje, se queda boquiabierto. Conchasumadre, ahora sí la cagué, se dice para adentro. Me fui de boca, carajo.
Gabriel cree que Amanda se ha retirado del chat por culpa suya, porque la ha aturdido con esa retahíla de frases que escribió de un tirón, sin pensarlas mucho, por una necesidad casi fisiológica de soltarlas. Soy un descerebrado, se queja.
–Amanda, ¿estás ahí? Respóndeme por favor. Si te molestó lo que dije, dímelo. Te prometo que no volveré con eso…
Él no lo sabe, pero Amanda está muy ocupada discutiendo con Jaime, quien ha retrasado su regreso todavía para dentro de una semana y media. Amanda se enoja, porque eso quiere decir, entre otras cosas, que Jaime no estará en Lima para el Día del Padre, que es el domingo entrante, y que tendrá que ir sola al matrimonio de su amiga Carolina Romaña, del próximo viernes. Jaime le dice que esa es una oportunidad magnífica para él, que los gerentes regionales de Procter lo han invitado a recorrer cuatro ciudades de Estados Unidos para una supervisión, y que eso no pasa todos los días. “Cuando Emilito vea lo que le he comprado ni se va a acordar de que no estuve el Día del Padre”, le dice a su irritada esposa.
Sus explicaciones no contentan a Amanda, que continúa enfurecida, diciéndole que es un egoísta, que solo piensa en sus cosas, que ni siquiera la llamó para consultarle sino para informarle, que por qué no se fueron los tres, que todo sería distinto si él pensara más en ella y su familia. Jaime le dice que no puede hablar mucho más, que está en una comida, que después le vuelve a llamar. Amanda cuelga, tira el celular contra la cama, y se pone a llorar. No quiere saber nada con nadie. Después de unos minutos, el tucutín del Messenger la saca de su rapto de histeria. Es Gabriel, que insiste con pedirle disculpas.
–Amanda, de verdad perdóname por lo que te dije, creo que me excedí, estaba pensando en voz alta y escribí sin pensar…
–No, Gabriel, no te preocupes. Tuve un tema aquí en la casa. Pero creo que no es el mejor momento para conversar de estas cosas.
–Sí, de acuerdo. ¿Estás bien?
–Sí, gracias por preocuparte.
–Avísame si en algún momento te puedo ver, no me gustaría que la conversa de ayer derive en un malentendido por chat. Espero no ser muy insistente, pero nada me gustaría más que hablarte en persona
–Sí, a mí también…
–¿Me avisas entonces?
–Te prometo que te llamo mañana, y quedamos. Ahorita preferiría no seguir chateando, estoy un poco agotada
–Estupendo. Yo espero tu llamada
–Un beso, Gabriel
–Dos besos, Di Lorenzi
–Ja. Ok, Lombardi. Y gracias por ponerme de buen humor
–¿Y tú me lo agradeces? Vaya ironía…
–Cuídate mucho. Chau.
–Chau, Amanda.
Los dos se fueron a dormir. O mejor dicho, a hacer el intento. Gabriel se quedó viendo la tele tirado en la cama, sin poder concentrarse en la programación. Una mezcla de alegría, ansiedad y desconcierto lo mantenía despierto, inquieto, revirado. Por su parte, Amanda tuvo que recurrir de nuevo a las pastillas para conseguir el sueño. Después de tomarlas, pero antes de apagar la luz, rebuscó en su cartera la tarjeta que Gabriel le había entregado. La leyó, sonrió mínimamente, la dejó en su mesa de noche y se quedó a oscuras.
RENATO CISNEROS

1 comentario:

Anónimo dijo...

papa no cuentro lo que me dijites en vialo mi msn