martes, agosto 30, 2011

01 EL PROFETA

Almustafá, el elegido y bienamado, el que era un amanecer en su propio día, había esperado doce años en la ciudad de Orfalese la vuelta del barco que debía devolverlo a su isla natal.
A los doce años, en el séptimo día de Yeleol, el mes de las cosechas, subió a la colina, más allá de los muros de la ciudad, y contempló él mar. Y vio su barco llegando con la bruma.
Se abrieron, entonces, de par en par las puertas de su corazón
y su alegría voló sobre el océano.
Cerró los ojos y oró en los silencios de su alma.

Sin embargo, al descender de la colina, cayó sobre él una profunda tristeza, y pensó así, en su corazón.
¿Cómo podría partir en paz y sin pena?
No; no abandonaré esta ciudad sin una herida en el alma.
Largos fueron los días de dolor que pasé entre sus muros
y largas fueron las noches de soledad y,
¿quién puede separarse sin pena de su soledad y su dolor?
Demasiados fragmentos de mi espíritu he esparcido por estas calles
y son muchos los hijos de mi anhelo que marchan desnudos entre las colinas.
No puedo abandonarlos sin aflicción y sin pena.

No es una túnica la que me quito hoy,
sino mi propia piel, que desgarro con mis propias manos.
Y no es un pensamiento el que dejo,
sino un corazón, endulzado por el hambre y la sed.

Pero, no puedo detenerme más.
El mar, que llama todas las cosas a su seno,
me llama y debo embarcarme.
Porque el quedarse, aunque las horas ardan en la noche,
es congelarse y cristalizarse y ser ceñido por un molde.

Desearía llevar conmigo todo lo de aquí, pero, ¿cómo lo haré?
Una voz no puede llevarse la lengua y los labios que le dieron alas.
Sola debe buscar el éter.
Y sola, sin su nido, volará el águila cruzando el sol.

Entonces, cuando llegó al pie de la colina, miró al mar otra vez y vio a su barco acercándose al puerto y, sobre la proa, los marineros, los hombres de su propia tierra.
Y su alma los llamó, diciendo:
Hijos de mi anciana madre,
jinetes de las mareas;
¡cuántas veces habéis surcado mis sueños!
Y ahora llegáis en mi vigilia, que es mi sueño más profundo.

Estoy listo a partir y mis ansias,
con las velas desplegadas,, esperan el viento.
Respiraré otra vez más este aire calmo,
contemplaré otra vez tan sólo hacia atrás, amorosamente.
Y luego estaré con vosotros, marino entre marinos.

Y tú, inmenso mar, madre sin sueño.
Tú que eres la paz y la libertad para el río y el arroyo.
Permite un rodeo más a esta corriente,
un murmullo más a esta cañada.
Y luego iré hacia ti, como gota sin límites a un océano sin límites.

Y, caminando, vio a lo lejos cómo hombres abandonaban sus campos y sus viñas y se encaminaban apresuradamente hacia las puertas de la ciudad.
Y oyó sus voces llamando su nombre y gritando de lugar a lugar, contándose el uno al otro de la llegada de su barco. Y se dijo a sí mismo:
¿Será el día de la partida el día del encuentro?
¿Y será mi crepúsculo, realmente, mi amanecer?
¿Y, qué daré a aquel que dejó su arado en la mitad del surco,
o a aquel que ha detenido la rueda de su lagar?
¿Se convertirá mi corazón en un árbol cargado de frutos
que yo recoja para entregárselos?
¿Fluirán mis deseos como una fuente para llenar sus copas?
¿Será un arpa bajo los dedos del Poderoso
o una flauta a través de la cual pase su aliento?

Buscador de silencios soy
¿qué tesoros he hallado en ellos que pueda ofrecer confiadamente?
Si es este mi día de cosecha
¿en qué campos sembré la semilla y en qué estaciones, sin memoria?
Si esta es, en verdad, la hora en que levante mi lámpara, no es mi llama la que arderá en ella.
Oscura y vacía levantaré mi lámpara.
Y el guardián de la noche la llenará de aceite y la encenderá.

En palabras decía estas cosas. Pero mucho quedaba sin decir en su corazón. Porque él no podía expresar, su más profundo secreto.
Y, cuando entró en la ciudad, toda la gente vino a él, llamándolo a voces.
Y los viejos se adelantaron y dijeron:
No nos dejes.
Has sido un mediodía en nuestros crepúsculo
y tu juventud nos ha dado motivos para soñar.
No eres un extraño entre nosotros;
no eres un huésped, sino nuestro hijo bienamado.
Que no sufran aún nuestros ojos el hambre de su rostro.

Y los sacerdotes y las sacerdotisas le dijeron:
No dejes que las olas del mar nos separen ahora,
ni que los años que has pasado aquí se conviertan en un recuerdo.
Has caminado como un espíritu entre nosotros
y tu sombra ha sido una luz sobre nuestros rostros.
Te hemos amado mucho.
Nuestro amor no tuvo palabras
y con velos ha estado cubierto.
Pero ahora clama en alta voz por ti
y ante ti se descubre.
Siempre ha sido verdad que él amor no conoce su hondura
hasta la hora de la separación.
Y vinieron otros también a suplicarle. Pero él no les respondió. Inclinó la cabeza y aquellos que estaban a su lado vieron cómo las lágrimas caían sobre su pecho.
El y la gente se dirigieron, entonces, hacia la gran plaza ante el templo.
Y salió del santuario una mujer llamada Almitra. Era una profetisa.
Y él la miró con enorme ternura, porque fue la primera que lo buscó y creyó en él cuando tan sólo había estado un día en la ciudad.
Y ella lo saludó, diciendo:
Profeta de Dios, buscador de lo supremo;
largamente has escudriñado las distancias buscando tu barco.
Y ahora tu barco ha llegado y debes irte.
Profundo es tu anhelo por la tierra de tus recuerdos
y por el lugar de tus mayores deseos
y nuestro amor no te atará,
ni nuestras necesidades detendrán tu paso.
Pero sí te pedimos que antes de que nos dejes,
nos hables y nos des tu verdad.
Y nosotros la daremos a nuestros hijos
y a los hijos de nuestros hijos, y así no perecerá.
En tu soledad has velado durante nuestros días
y en tu vigilia has sido el llanto y la risa de nuestro sueño.
Descúbrenos ahora ante nosotros mismos
y dinos todo lo que existe entre el nacimiento y la muerte, como te ha sido mostrado.

Y él respondió:
Pueblo de Orfalese
¿de qué puedo yo hablar sino de lo que aún ahora se agita en vuestras almas?


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