miércoles, mayo 18, 2011

AGARRATE FUERTE A MI

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No hay separación amorosa que te deje conciliar el sueño con facilidad.Veamos. Cuando es la otra persona la que solicita separarse, simplemente no duermes durante dos o tres días: la nostalgia, la rabia, el dolor te devoran por dentro y te desvelan por fuera. Quedas en estado de vómito, de sequedad orgánica y sonambulismo. Ojeroso, atraviesas las madrugadas, evocando escenas, deshojando teorías y probabilidades (a falta de margaritas) tratando de entender en qué momento tu relación se fue al diablo. (Porque las relaciones, como ya se sabe, nunca se quiebran cuando se anuncia el rompimiento, sino mucho antes: la noche, la tarde o la mañana aquella en que intuiste que algo andaba mal, pero no te detuviste a conversar. Es en ese instante en que un inofensivo furúnculo empieza a convertirse en cáncer mortal.A la larga, el rompimiento es solo la manifestación epidérmica de algo que ya estaba podrido).
Por otro lado, cuando eres tú el que propone distanciarse, te vas a la cama con la negra sensación de haberle hecho pedazos el corazón a otra persona, y eso puede ser peor. No más triste, pero sí más agotador. Si llorar porque te dejan desgasta, ver que alguien llora por una decisión tuya desgasta el doble: la pena y el remordimiento son demasiado pesados, y por lo general la gente no tiene el temperamento suficiente como para ponérselos al hombro.
Cuando ven sufrir al novio o la novia, muchos flaquean y –en el colmo de la cobardía– prefieren oxigenar artificialmente una relación agonizante cuyo final es irreversible. Es como querer resucitar a un muerto. Es un esfuerzo inútil, que se realiza por compasión, por culpa, por no querer asumir el contrasuelazo de una dura realidad: hay veces en que tu felicidad y libertad emocionales dependen –muy lamentablemente– de un dolor ajeno. O eres tú o es el otro. Suena pésimo, ¿pero acaso no es así?
Hay un tercer caso: tal vez el más común (y el más patético). Se producecuando tú quieres dar por terminado el vínculo, quieres romper, pero no te animas a plantearlo. Algún trauma enquistado en tu biografía te impide tomar al toro por los cuernos. Te da remordimiento. Pasan los días y no ‘encuentras’ (no quieres encontrar) el momento de iniciar la conversación definitiva. Entonces optas, quizá inconscientemente, por la salida más retorcida: inducir a tu pareja –a punta de señales necias y gestos ruines– a que sea ella (o él) quien ponga los puntos sobre las íes y acelere ese trámite que tú –cabrazo– no te atreves a finiquitar. En buen español: paseas y aburres a tu novia(o) con la ramplona finalidad de que sea ella (él) quien te expectore.
Sea de la manera que sea, toda separación supone un desapego que puede ser traumático. Y es que cuando encuentras a un ser humano que te gusta, te eriza, te entretiene, te cuida, te complementa, te inspira, desarrollas de modo irracional un indómito sentido de la pertenencia. Y para que eso ocurra no tienen que transcurrir años de años: bastan unos cuantos meses para que ese sentimiento nazca, se reproduzca, crezca y se expanda.
Sientes que la pareja es tuya, como tuyos son tus brazos, tuyo tu auto, tuya tu mascota, tuya tu alma, tuya tu almohada, tuyo tu riñón. Tanto te convences de esa posesión que también cedes tu individualidad para congraciarte y ser propiedad sentimental de tu novia(o).
Sin darse cuenta, los enamorados convierten el amor en un zapato ortopédico, una prótesis sin la cual no pueden caminar (o por lo menos eso les gusta creer).Por eso para los chicos enamorados separarse duele lo mismo que una amputación: sienten que les están arrancando una vértebra, que le están extirpando las tripas, cuando simplemente están regresando a su estado original: la soledad.
Quizá es de toda esa confusión de donde nace el impulso que lleva a la gente a ponderar categorías tan discutibles y volátiles como “LA mujer de MI Vida” o “EL hombre de MI vida”. Joder. Qué estupidez. No sé ustedes, pero a estas alturas yo ya me convencí de que la única persona de MI vida soy yo mismo. Contra lo que podría parecer, esa no es la conclusión de un treintañero amargado, sino la filosofía práctica de quien prefiere que su estabilidad anímica dependa lo menos posible de terceros.
Aún así soy consciente de que separarse es doloroso. Básicamente porque implica empezar desde cero, y porque te sientes obligado a aceptar que eres totalmente prescindible para alguien que aún es necesario para ti.
En los últimos días he vivido algo de todo esto. Una chica a la que quiero mucho (digamos que se llama CT) me pidió no vernos más. Algo que hice o dije o escribí (o las tres cosas juntas) la había decepcionado. 
Era tal su abatimiento que verme y saber de mí le resultaba más triste y dañino que no verme. 
Mientras conversábamos en un café (las relaciones humanas suelen acabar en un café), cobijé una certeza horrible: el único remedio para su consternación era mi invisibilidad. Entendí que, para que ella se salvara, yo tenía que mimetizarme con el aire y desintegrarme. Para que ella estuviera bien, para que retomara la conducción de su vida, era imprescindible que yo desapareciera, que me tragara la tierra por un buen tiempo.
Me odié cuando vi en sus ojos el pedido de un adiós involuntario, pero urgente. Me odié, entre otras cosas, porque alguna vez yo estuve en su lugar y le disparé esa misma mirada tirante –mitad desprecio, mitad amor– a una chica que me había desollado el corazón. Me odié por parecerme tanto a ese tipo de persona destemplada e insensible que siempre aborrecí, y en la que juré nunca convertirme.
La vida te da lecciones duras. Cuando produces en otro el avinagrado efecto que antes alguien produjo en ti prolongas una odiosa cadena que tiene infinitos eslabones. Ahora sé que solamente cuando CT le destruya el corazón a un tercero, recién ahí, mi culpa interna se aliviará un poco. Y tal vez solo desaparezca del todo el día remoto en que ese tercero haga añicos los sueños amorosos de otra mujer.
El dolor –como el calor de una antorcha que se pasa de mano en mano– se logra alejar de ti, pero con una martirizante lentitud. No desaparece de golpe, se esfuma.
También por estos días me he cruzado con una ex novia. La vi una noche, en un local público. Nos saludamos con normalidad y sostuvimos una charla amable: falsete, pero amable.
Sin embargo, cuando regresaba a mi casa en el auto, manejando a lo largo de avenidas vacías, no podía dejar de recordar el día en que nos separamos, hace más de una década atrás.
Ella es la chica que más me ha hecho llorar. Hasta antes de que mi vida se cruzara con la suya yo pregonaba esa frase que asegura que “los chicos son machos, porque no lloran” (otra antigua cojudez con inexplicable vigencia contemporánea). No me gustaba exteriorizar mi lado vulnerable. Pero con esta mujercita no pude hacerme el sueco valentón. La noche en que me dijo que “me quería, pero necesitaba estar sola” sentí que alguien me clavaba el cuchillo de Rambo en el empeine.
Hasta ahora no puedo creer todo lo que chillé. Un bebé recién nacido hubiera parecido un monje tibetano al lado mío.
Lloré lo que no había llorado nunca antes. Parecía una fuente de lágrimas. Si alguien me cargaba y me ponía en medio de una plaza, hubiera sido una perfecta catarata ornamental.
Al día siguiente de la ruptura, las cuencas de mis ojos no estaban moradas, sino verdes de tan irritadas. Parecía un mapache castigado. Un zorrillo famélico y sin hogar.
Lo peor es que atravesaba la edad del masoquismo más ciego, o sea, lloraba con sadismo, relamiendo mis heridas como un gato techero y trastornado. Me encerraba en mi cuarto, apagaba la luz, enchufaba el minicomponente (nótese la reliquia tecnológica) y –al son de los temas más almibarados y suicidas de esa dupla de cabriolas llamada Air Supply– me practicaba imaginarios chuzos en las venas de las muñecas.
Ahí, postrado voluntariamente en la cama, barritaba de desolación. Lo raro –lo tremendamente raro– es que algo dentro de mí disfrutaba de todo eso.
Por esos días llegó a mis manos un librito de cuentos de Alfredo Bryce Echenique. En lugar de tomar ansiolíticos que me ecualizaran el ánimo (o barbitúricos que me lo aniquilaran de cuajo), me sumergí en la lectura de ese libro para ver si la Literatura hacía algo por mí (ya que yo no hacía nada por ella). 
Y fue en esas páginas donde encontré, inesperadamente, la manera de olvidarme un poco de la novia que me había dejado el autoestima en cuidados intensivos.
Uno de los cuentos de Bryce se titulaba ‘Una mano en las cuerdas’, y su protagonista era Manolo, un adolescente que vivía enamorado de Cecilia, una niña a la que espiaba diariamente en la piscina del Country Club de Lima.
En un momento de la historia, cuando Manolo le confiesa a un amigo que no puede quitarse a Cecilia de la cabeza, que el recuerdo de ella lo persigue día y noche sin misericordia, el amigo –exasperado– le lanza un consejo torpe pero absolutamente genial: “Imagínatela cagando”.
Ja.
No podría asegurarle a los lectores del blog que esa sea la mejor técnica para olvidar a una mujer, pero tampoco pongo en tela de juicio la eficacia del método.
Es que es cierto. Pensar en la chica de tus sueños en pleno ejercicio excretorio (su rostro enrojecido por el arduo esfuerzo de la evacuación; las venitas del cuello a punto de explotar; los gemidos callados a que la pujanza obliga; la apestosa delicadeza de su pequeña deposición) puede acabar con la pasión más porfiada.
Si profanas su memoria angelical y te la imaginas en esos aprietos intestinales, el amor se te va, literalmente, a la mierda.
Creo que fue ahí cuando colegí que era mejor reírse de las penas de amor en vez de arrastrarlas cual si fuesen las chirriantes cadenas de un alma en pena condenada a morar imperecederamente en el purgatorio.
Pero el humor también se toma sus días. Y mientras llega para consolarte, te sientes un poco a la intemperie, un poco en desamparo, como si a tu casa le hubieran retirado el techo y las paredes y hubieses quedado a merced de las lluvias más copiosas. Todo es un charco lodoso cuando alguien se va de tu lado.
Y la escena final es asquereosa: tú llorando sobre su hombro, atragantándote con tu propio llanto, y ella palmoteándote la espalda, como si fueras un niño al que hay que apapachar porque está deprimido. Puaj.
Necesitaba escribir esto.
CT, una chica a la que quiero mucho, me ha pedido que desaparezca, lo que equivale a pedirme que me muera un poquito, que renuncie a mis impulsos. Que deje de ser yo.
Para que ella viva, tengo que morir. Qué vaina.
Supongo que de eso se trataba todo.
RENATO CISNEROS

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