Debe haber sido casi la una de la mañana cuando me levanté para callar a mi sobrino Rodrigo, que desde su cuarto emitía una serie de gruñidos que no me dejaban dormir. Cuando llegué al umbral de su puerta, vi que el pobre niño estaba desvelado, insomne, tan despierto como si fueran las dos de la tarde. Antes de que lo resondrara, Rodrigo hundió su cara en la almohada, fingiendo estar amodorrado.
Me acerqué, dejé salir mi lado paternal y, en lugar de meterle un cocacho seco para que se durmiera de una buena vez, me senté a su costado. Rodrigo me miró con expresión aturdida y, sin más ni más, me pidió que le contara un cuento que le facilitara el sueño.
Cuando escuché su pedido me quedé en blanco: no recordaba completo ningún cuento de los clásicos infantiles. Segundos después, rebuscando en mi imaginación, saqué un as de la manga.
--Ya, Ro, te voy a contar uno
--¿Cómo se llama?, curioseó.
--Se llama: “la improbable fábula del Hombre de Hielo”
Rodrigo sonrió al oír tan extraño y novedoso título, y se extendió sobre la cama, dispuesto a zambullirse en alguna pacífica profundidad.
Entonces empecé.
“Había una vez un Hombre de Hielo que avanzaba muy orondo por la vida. Avanzaba sin prisa, pero con pausa. Muchas cosas lo atraían, pero pocas personas lo perturbaban. Todos los días salía de su casa (su iglú), se dedicaba a algún oficio para ganarse la vida, y por las noches se aventuraba a recorrer las calles con la única finalidad de ver qué ocurría, con el único propósito de saber qué plan le tenía reservado el Universo”.
“Siempre impertérrito y confiado, el Hombre de Hielo cultivaba la costumbre de no enamorarse. A veces aparecían a su alrededor algunas Niñas Fósforo o Chicas Candela, que intentaban descongelarlo y descomprimir su dureza. Sin embargo, él era demasiado fuerte como para quebrarse así nomás. Se limitaba a tratarlas con cariño, les daba besos mojados, las hacía reír, tomaba de ellas la dosis de calor que necesitaba, pero más temprano que tarde las dejaba en el camino, apagadas, chamuscadas, tristes”.
“Qué distinto era todo hace años, pensaba el Hombre de Hielo cada vez que esto ocurría, y de inmediato rememoraba la época en que era apenas un pequeño e inseguro cubito de hielo. Por esos días lejanos era un chico muy vulnerable: cualquier Niña Fósforo, cualquier Chica Candela podía destruirlo con solo acercarle un poco de su peligrosa lumbre. Bastaba exponerse un poco al calor inquieto de esas señoritas para quedar inmediatamente desintegrado, convertido en un disperso charco de agua”.
“Cada vez que el Hombre de Hielo (en su versión adolescente) quedaba desparramado por el suelo como un lodazal, una extraña combustión hacía que sus moléculas –cual si fuesen bolitas de mercurio– se reuniesen nuevamente, atrayéndose unas a otras, y devolviéndole al Hombre de Hielo más fibra y consistencia de la que tenía antes del accidente sentimental”.
“Al recuperarse de cada descalabro, el Hombre de Hielo volvía a la calle fortalecido, más compacto, más resistente, con más capacidad para no sucumbir ante el fortuito contacto de una femenina lengua de fuego”.
“Pero como crecer es difícil, el Hombre de Hielo pasó muchos años derritiéndose al encontrarse con diversas Señoritas Fogata, una raza de vampiresas que le hicieron creer que era buena idea descongelarse completamente por ellas”.
“Al final de esos estrépitos amorosos, cuando ya nada parecía tener sentido para él, la extraña combustión molecular ocurría nuevamente para devolverle al Hombre de Hielo un cuerpo más blindado”.
“Con el paso del tiempo, nuestro héroe comprendió que podía ser algo así como un Terminator: podía renacer de los residuos de sí mismo y convertirse en un ser casi indestructible. Se dio cuenta de que el dolor –lejos de magullarlo o debilitarlo permanentemente– era solo un liberador de energía, una fuente de poder. Así dejó de importarle cuántas veces pudiera derretirse, porque sabía que cada vez que lo hiciera podría levantarse con un plus de fuerza, con una nueva reserva de ánimo y seguridad”.
“Por eso ahora, con tantas experiencias a cuestas, el Hombre de Hielo avanza impune, sólido, sintiéndose intocable. Su corazón –que antes era débil y noble como una caja de zapatos– ahora es una nevera metálica, un ‘cooler’, un trozo de hielo seco. Si alguna Niña Fósforo intentara hundir una mano en el gélido pecho del Hombre de Hielo caería muerta al instante. Su frialdad la disecaría en el acto”.
(A estas alturas del cuento, en lugar de estar bostezando o pestañeando, el insomne Rodrigo estaba con los ojos abiertísimos, siguiendo muy atento el hilo incierto de mi fábula inventada. Entusiasmado por la concentración de mi sobrino, adopté toda la gestualidad contorsionista de un contador profesional, me arrodillé sobre la cama y proseguí).
“De todas las criaturas que habitan este mundo, solo la Mujer de Fuego puede poner en serios aprietos al Hombre de Hielo. Son como enemigos que se atraen, opuestos que se necesitan. Cuando ambos se cruzan, ella le deja ver sus llamas más sensuales e incendiarias y, con algo de divertida crueldad, lo somete a un descongelamiento lento pero irreversible”.
–¿Y por qué la Mujer de Fuego hace eso, tío? ¿Acaso quiere matar al Hombre de Hielo?, me cortó Rodrigo, intrigadísimo
–Ah, eso nunca se sabe, querido Rodrigo, le respondí, levantando el índice de la mano derecha, engolando la voz como un profesor chiflado que, mientras habla, mira al poniente para darle a sus palabras más importancia de la que en realidad tienen.
–¿Pero la Mujer de Fuego es mala?
–La Mujer de Fuego no es mala, pero está mal acostumbrada a que la admiren: le encanta tener a muchos Flacos Cerillos a su alrededor, engriéndola con elogios, encendiendo su ego. Lo gracioso es que ninguno de ellos podría generar en ella la oscura y fortísima atracción que le despierta el Hombre de Hielo. Esos Cerillos son sombras cortadas con la misma tijera, carbones perecibles, cucuruchos que no pasan de ser bufonescos. En cambio, la fascinante oscuridad del Hombre de Hielo la confunde, la marea, la excita”.
–¿Qué es “excita”, tío?, preguntó el aplicado Rodrigo, provocando que se abriera una franja de silencio entre los dos
–Eso no es lo importante ahorita, Ro, lo importante es cómo continúa la historia
–Ah, ya
“Cuando la Mujer de Fuego y El Hombre de Hielo se encuentran, la tierra tiembla, los mares se retiran, y la luna sale”.
Solté esa frase, medio lírica, medio huachafa, y me percaté de que el pequeño Rodrigo seguía tan despierto y espídico como si hubiera tomado tres Red Bull al hilo. Casi una hora después de haber empezado mi número de contador de cuentos, ya era evidente que lo que estaba haciendo en realidad era reproducir clandestinamente mi experiencia con las mujeres bajo el formato de una fábula. Quería transmitirle de contrabando a mi sobrino toda la información que algún día le serviría para que no salga herido de sus combates con las chicas.
En otras palabras, le estaba diciendo: nunca te entregues del todo a una mujer, porque el amor no es justo, porque es mentira que recibes lo mismo que das, y porque no hay retribuciones ni premios para el que se porta bien. Al revés: cuando te portas “bien”, cuando todo el tiempo eres espontáneo, sensible, transparente, bondadoso, cariñoso, tierno y dedicado es más fácil que sufras, porque la otra persona sabrá cuáles son tus puntos débiles e inconscientemente se aprovechará de ti, de tu disponibilidad, de tu entrega, de tu voluntad.
Es más saludable, Rodrigo, que no digas todo, que calcules, que tengas una estrategia, que las chicas jamás sepan cómo vas a actuar o reaccionar, que seas un enigma, un misterio, una pregunta, una interrogante que siempre cuesta resolver.
Solo así, siendo indescifrable, podrás sobrevivir y no saldrás mal parado.
Quizás herirás, pero no saldrás herido.
Quizás harás llorar, pero nadie te hará llorar a ti.
Probablemente romperás un corazón ajeno, pero nadie se atreverá a dañar el tuyo.
El amor, sobrino del alma, no solamente es injusto, sino que es cruel. Nunca hay dos personas que estén en igualdad de condiciones ni de disposición respecto del amor que comparten. Ambos se turnan el mango de la sartén y se alternan en la fatigada tarea de sacar adelante la relación que protagonizan. En el mejor de los casos, la felicidad será un soplo pasajero que los haga mirarse y quererse del mismo modo, pero eso, por muy eterno que parezca, durará solo unos minutos.
Antes y después de la pasión, el amor es un desafío, una competencia, un bosque oscuro en el que caminas a tientas, un ‘Battleship’ en el que debes intuir los movimientos y pensamientos de tu rival antes de que él (o ella) te hunda cada uno de tus barcos.
El Hombre de Hielo –seguí contándole a Rodrigo– desea a la Mujer de Fuego, y ella lo desea a él, pero ninguno de los dos se dará cuenta de su amor, sino hasta que se hayan destruido mutuamente.
Cuando ella se acerca, El Hombre de Hielo aplica su ley (la famosa ley del hielo), y extrañamente consigue atraerla más; y solo cuando ya la tiene cerca, él avanza para seducirla, pero entonces ella reacciona, toma distancia y se va. Y así se les pasa la vida, acercándose y alejándose, coincidiendo por ráfagas, haciendo que la pasión subsista a fuerza de atemperarla.
(…)
Cuando menos me di cuenta, Rodrigo ya estaba en la cuarta dimensión del sueño, boqueando como un pez fuera del agua, haciendo caso omiso a las pastillas concentradas de sabiduría que yo acababa de proporcionarle.
Siempre es así, me dije a mí mismo: siempre hay alguien más viejo que tú que intenta prevenirte de las honduras emocionales que te esperan en el camino. Siempre hay alguien cercano que opta por avisarte de los peligros que acechan allá afuera. Pero uno nunca está lo suficientemente atento como para hacer debido caso.
Quizá –sospecho ahora— sufrir sea un modo accidentado de crecer.
Quizá uno no actúa con inteligencia ni lucidez, porque en el fondo quiere sentir en la propia piel el ardor de la herida que otros ya sufrieron.
Quizá para llegar a ser auténticos Hombres de Hielo primero tenemos que quemarnos, escurrirnos y trozarnos en pedacitos.
Solo así adquiriremos el conocimiento, la soltura y la libertad necesarios para conseguir que la más fiera y preciosa de las Mujeres de Fuego nunca se olvide de nosotros.
RENATO CISNEROS
2 comentarios:
muy buena histria!
Casi no recordaba esta historia, simple pero muy buena, certera para ciertas personas, una pena que no pase de una obsesiòn y que regresa por ràfagas cada cierto tiempo.
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