La de Ayahuasca no fue la única vez que salieron los tres. Amanda. Gabriel. Renato. Después de unos días repitieron el plan por lo menos cuatro veces. Eso sí, ya no más en grupo. Solo los tres, como hacían algunas tardes de hace quince años, cuando después del colegio se iban a comer sándwiches a la calle Salguero.
miércoles, abril 02, 2014
17 LÁSTIMA QUE TERMINÓ
La de Ayahuasca no fue la única vez que salieron los tres. Amanda. Gabriel. Renato. Después de unos días repitieron el plan por lo menos cuatro veces. Eso sí, ya no más en grupo. Solo los tres, como hacían algunas tardes de hace quince años, cuando después del colegio se iban a comer sándwiches a la calle Salguero.
Ahora también salían a comer, pero sobre todo a tomar
y a conversar. La pasaban bien hablando, reconstruyendo momentos antológicos
del pasado, debatiendo temas del presente, chismeando, comentando sus cosas.
Había entre los tres una onda particular, un carisma, un algo indefinible que
los hacía sentirse extrañamente cómodos, sintonizados.
Siempre que podía, Renato evitaba salir con parejas.
Odiaba hacer las veces de “violinista” o alcahuete. En las pocas ocasiones en
que había accedido a hacerlo solían ocurrir dos cosas casi por regla natural: o
la pareja limitaba sus gestos afectuosos por su presencia, como para no
incomodarlo; o buscaban endosarle alguna cita–sorpresa, lo cual normalmente
acababa mal. A pesar de esos antecedentes, con Amanda y Gabriel las cosas
funcionaban, fluían, adoptaban sentido. Eran amigos después de todo. Amigos de
hacía años. Eso lo libraba de sentirse un intruso, un metete, un desubicado.
Amanda
y Gabriel se reían mucho con él. En general, les gustaba contar con su
compañía, con sus comentarios a veces reflexivos, a veces agudos, casi siempre
disparatados. A Renato se le ocurría que él era algo así como el hijo adulto de
los dos. Un hijo de la misma edad que sus padres. Un hijo que se había graduado
el mismo día que ellos. Le divertía verlo de esa manera.
––Yo soy el hijo inteligente que ustedes nunca van a
tener, así que aprovéchenme antes de que me independice y los abandone–repetía
Renato
––Puta, me sale un hijo como tú y me meto bala–rezongaba Gabriel.
Otras veces, mientras ellos se daban un beso, Renato
experimentaba una envidia razonable. No era una envidia sana, expresión que por otro lado encontraba de lo más
idiota, puesto que la envidia es una sola: no hay una sana y otra enferma. La
salud y la enfermedad conviven en la envidia. Y él, para qué negarlo,
experimentaba un poco de eso cuando Amanda se acercaba a Gabriel a buscarle la
boca. En esos segundos, Renato se sentía algo estúpido y alojaba la mirada en
algún punto fijo (las botellas colgadas de cabeza sobre la barra del bar, un
tubo de luz fluorescente, el rostro contracturado de algún parroquiano). En seguida
lamentaba no tener una chica al costado. Una chica suya, real, no una de
utilería, sacada de la manga.
En
ciertas ocasiones, cuando ellos prolongaban sus muestras de cariño frente a él
(porque ese era el pacto: no aguantarse ni reprimirse), hasta pasaba por su
mente la idea de conformar un trío sexual. Jamás lo comentó con Amanda ni con
Gabriel, pero alucinaba con esa posibilidad. Además nunca había hecho un trío
(en rigor, nunca siquiera lo había deseado). Claro, quizá hubiese preferido que
el trío estuviera compuesto por él y por dos chicas monumentales, pero dada la
coyuntura no le parecía tan indeseable hacer uno con ellos dos. Durante esos
fugaces instantes, se imaginaba en una cama enorme con los dos. O mejor dicho,
se imaginaba penetrando el delicioso cuerpo de Amanda, mientras Gabriel, de
lejitos, la tocaba, pellizcándole los pezones o algo así.
Cuando lo pensaba mucho, cuando se daba cuenta, cuando entendía la
circunstancia, le parecía rarísimo estar ahí junto con ellos dos. Le parecía
extraño haber renovado la relación después de tanto tiempo. Tratarlos ahora
implicaba de algún modo reemplazar la antigua imagen que de los dos existía en
su cabeza. Eso era lo único malo de los reencuentros –pensaba Renato cuando
acumulaba dudas–: actualizas el concepto de las personas, corriéndote el riesgo
de que la última versión sea menos agradable que la anterior. Le había ocurrido
ya varias veces, precisamente con gente del colegio en algunos de esos extensos
almuerzos de ex alumnos. Encontrar de adultos a muchos de sus viejos
compañeritos, notar que se habían convertido en personas de vida ordinaria y
predecible, y constatar en silencio que ya no guardaba nada en común con ellos
salvo el hecho de haber estudiado en los mismos salones, había sido profundamente
decepcionante. Hay gente a la que uno no debería volver a ver, pensaba.
No
ocurría lo mismo con ellos dos, felizmente. La Amanda y el Gabriel del presente
le resultaban mucho más interesantes que la Amanda y el Gabriel de la
prehistoria colegial, que después de todo eran personajillos timoratos,
inmaduros, sin cuajar. Ahora él sentía auténtica admiración por Gabriel, porque
se había impuesto a las adversidades y había conquistado finalmente a la mujer
que siempre quiso. Y también multiplicó su aprecio por Amanda, porque dejó de
lado los convencionalismos y emergió de un matrimonio pálido para reencontrarse
con el único hombre que en verdad estaba dispuesto a darlo todo por ella. O por
lo menos así lo veía él.
Para
Renato, que llevaba una vida sentimental incompleta, frustrada, trastabillante,
alicaída, ver juntos a Amanda y a Gabriel era como una inspiración, una
estimulación, una prueba viva de que sí podían darse las revanchas más
inimaginables. Les tenía respeto por haberse atrevido a estar juntos.
Lo
que él no sabía, lo que terminó de impactarlo, era el torrente de miedos y
mentiras que se escondía debajo de esa caricatura de pareja. Pero de eso se
daría cuenta más adelante.
(…)
Gabriel
no sabía qué hacer, cómo actuar ni proceder. Se sentía mal, incierto,
descomputado. Si María Pía estaba embarazada como afirmaba, entonces su vida se
iría directamente al diablo. ¿Cómo podría contárselo a Amanda sin herirla? No
había forma de decírselo sin hacerle un profundo tajo en el pecho.
Llamó
a María Pía al día siguiente de oír el mensaje, después de esa larga noche de
arcadas y vómitos. La llamó, le dijo que cómo era posible que estuviera en
bola, y le recriminó no haberse cuidado con las pastillas. Ella le juró que sí
lo había hecho y se cerró argumentando que tal vez los anticonceptivos no
habían surtido efecto esta vez. “Las pastillas no son infalibles, Gabriel,
también pudiste cuidarte tú”, le gritó. Hablaron de la píldora del día
siguiente, pero había pasado demasiado tiempo como para usarla. Él se desesperó.
Le dijo que si estaba embarazada de un hijo que ninguno de los dos quería,
tendría que abortar. Ella se puso a llorar y le dijo que estaba loco, que ni
cagando mataría al niño, que dónde estaban sus valores. No me jodas con eso de
los valores, le increpó Gabriel. “Lo voy a tener yo sola, hijo de puta”, le
dijo María Pía antes de colgarle.
A pesar de su vehemencia, Gabriel no habría podido
consentir realmente la posibilidad de un aborto. No hablaba en serio cuando lo
dijo. No era tan desalmado, ni inescrupuloso. Sabía que apenas un médico le
certificara la paternidad, le resultaría imposible acabar con la criatura.
Eso era lo que más lo desesperaba. Si María Pía realmente esperaba un hijo
suyo, él tendría que asumir las consecuencias. Y una de las consecuencias
sería, sin duda, olvidarse de Amanda.
Fueron días y noches de tensión absoluta. Mirase a
donde mirase, todo lo que Gabriel veía eran señales de su inminente paternidad.
Los nombres de las calles, las noticias de los diarios, las canciones en la
radio. Todo le parecía un gran mensaje controlado por alguien que quería
perturbarlo. Una tarde pasó por una tienda de electrodomésticos y en las
decenas de pantallas de los televisores apiñados en la ventana aparecía,
multiplicada, la publicidad de unos pañales. Se quedó mirándola, como hechizado
por la imagen de un bebé pataleando. Casi al final del comercial, se escuchó al
fondo la voz de un locutor en off lanzando una pregunta: “¿Qué? ¿No estás
preparado para ser papá?” Gabriel dio un paso para atrás. Miró a los lados,
creyendo de pronto que se trataba de una cámara escondida. Cuando se dio
cuenta, enterró la cabeza y siguió caminando, intentando disimular el susto.
Fue demasiado.
De no haber sido por el mail que Rocío le mandó unos
pocos días después, Gabriel jamás se hubiera enterado de que el embarazo de
María Pía era ficticio, una vulgar estratagema para retenerlo o, por lo menos,
para darle un escarmiento. En su correo, Rocío le decía que estaba preocupada
por María Pía. “Está mal de la cabeza. Inventó lo del embarazo para que no te
alejaras”, le confesó.
No fue un mail precisamente amable. Fuera del delicado
asunto del embarazo de mentira, Rocío no se anduvo con consideraciones. Le
reprochó su actitud pendeja, egoísta, tachándolo de inmaduro y propinándole los
más insultantes adjetivos que sabía. Imbécil fue el más suave.
Luego de eso Gabriel no quiso volver a ver a María Pía
nunca más. La borró. No contestó sus llamadas ni respondió sus extensos mails
(ni siquiera los leía, los deleteaba apenas aparecían en su bandeja de entrada). Una vez
ella fue a buscarlo a la agencia, pero él se hizo negar con el recepcionista.
Ella inventó que tenía una cita pactada “con el señor Lombardi” y trató de
entrar por sus propios medios, siendo necesario que la controlasen dos agentes
de seguridad.
Por suerte, nunca tocó la puerta de su departamento
(aunque según el vigilante del edificio había noches en que una señorita “bien
simpatiquita” se estacionaba al frente en un Swift azul,
se quedaba ahí como treinta minutos y al rato se iba).
Un
par de veces encontró la puerta de su carro rayada. Eran marcas de uñas o de
llaves. Otras veces encontró intimidantes mensajes en su teléfono. Voces que
soplaban, que jadeaban. Gabriel sospechó de María Pía en ambas situaciones,
pero no tomó represalias.
Al
cabo de unos meses supo que ella se había ido a Nueva York a estudiar algo
relacionado con el diseño de modas. Lo comprobó mucho después a través del
Facebook, viendo sus fotos en diversos desfiles, todas etiquetadas en un álbum
que llevaba el sugerente título de “Vida nueva en NYC”. Aparecía con el pelo
cortito, pintado de negro, con unos aparatosos lentes rectangulares, y un poco
cachetona, subida de peso. Era otra mujer. No era más la rubia sexy que Martín
le presentó la tarde del matrimonio de Juan Pablo, la chica guapísima con la
que había tenido una relación tormentosa, dañina, restringida puramente a lo
sexual, condenada desde el inicio a terminar de ese modo tan abrupto y extraño.
Su
relación con Amanda, en cambio, recuperó el vigor de sus mejores momentos y
tomó un segundo aire. Llevaban tres meses juntos y todo anunciaba que seguirían
así por mucho más.
Fue
una buena época también para ella. Jaime dejó de insistirle con regresar a
vivir al departamento de San Isidro, aunque en más de una ocasión le hizo saber
que la necesitaba, que la quería, que soñaba con recuperar el terreno perdido,
con volver a ser la familia que eran junto a Emilio. Amanda soñaba lo mismo,
solo que con Gabriel en el protagónico papel de Jaime. Si su vida matrimonial
era comparable a una serie de televisión, entonces la segunda temporada urgía
de un cambio de galán.
Sin
embargo, por bien que estuvieran yendo las cosas, aún era muy pronto para creer
que la felicidad era posible.
Aunque
María Pía dejó de merodear su entorno; aunque Amanda dejó de lloriquear y
volvió a ser la mujer segura y hermosa de siempre; y aunque en la agencia lo
trataban cada día mejor, a Gabriel no le faltaban angustias.
Le
angustiaba, sobre todo, la lenta y progresiva manifestación de su promiscuidad.
No
sabía en qué momento la había adquirido. No sabía si era producto de su
voluntad o de su genética. El hecho es que, por mucho que la reprimiera o la
silenciara, no hacía más que pensar en liarse con diferentes mujeres. En tener
algo con ellas. Desde Fátima, la productora de la agencia, hasta Lorena, la
novia de Ernesto, su jefe, pasando por Ayleen, la chica del cuarto piso de su
edificio, y por Mayra, la hija de la señora del primero.
Amaba
a Amanda, la amaba en serio, pero su naturaleza infractora traicionaba sus más
puras intenciones. Mentalmente, hacía acopio de fuerzas para vencer sus
debilidades, pero le costaba. Le faltaba carácter. Le faltaba generosidad. Le
faltaba entrega. Su cabeza intentaba darle órdenes, todas edificantes y
positivas, pero existía una innombrable fuerza que nacía de su entrepierna y
que lo hacía retroceder. Digamos que en su corazón bullían nobles propósitos,
pero su falo –siempre erecto, inquieto, a la caza de alguna vagina que lo
albergara– imponía muchas veces sus carnales condiciones.
Quizás
siempre fue así, solo que no lo sabía. O quizás se convirtió en un animal
destemplado y frívolo luego de que Natalia rompiera con él en Buenos Aires, o
luego de que Amanda –casada, con un hijo– lo comenzara a querer, o luego de
haber probado esa fruta maldita que fue el oscuro romance con María Pía. Si
María Pía no se hubiese vuelto todo lo loca que se volvió, quizá seguiría
acostándose con ella, pensaba a menudo Gabriel.
Las
tres mujeres –es decir, la combustión de sentimientos que ellas generaron en su
interior– lo habían transformado en algo muy diferente de lo que él había
pensado para sí mismo de adolescente. No era, ya no podía ser, el hombre fiel,
bueno, querendón, romántico que le hubiese gustado. Ahora era una versión
imperfecta y sórdida de aquel modelo. Un pequeño monstruo. Eso, sin embargo, no
lo enojaba. A veces le entristecía sospechar que jamás podría amar a una sola
mujer, pero no hacía absolutamente nada por remontar esa sospecha.
Ciertamente,
no le echaba la culpa a nadie. Si Natalia lo dejó, si Amanda resucitó, si María
Pía lo depositó en una cárcel sexual fue, en buena cuenta, porque él lo
permitió, porque hizo algo para que así sucediera, porque facilitó las cosas.
Pese
a todo, con Amanda hizo su mejor esfuerzo. En el fondo le parecía un milagro
que ella hubiera reaparecido, así que decidió no volver a sacarle la vuelta. Es
más, la llegó a querer y a desear tanto que pensó que se había curado del
instinto adúltero que lo corroía.
(...)
Una
tarde, después de almorzar en casa de Amanda, ella le propuso vivir juntos. No
inmediatamente, sino en un lapso corto, a mediano plazo.
Gabriel, que por esos días vivía el entusiasmo de creerse recuperado de sus
apetitos, aceptó.
–¿En serio, amor?–se sorprendió ella
–Claro. ¿Por qué no?
–Igual quiero que lo pienses, que sea tu decisión, que lo hagas porque te nace,
no porque te lo pido.
–Acepto porque quiero. Sí me provoca venir a vivir contigo. Más bien, ¿cómo
crees que lo tome Emilio? ¿No será muy pronto para él?
–No creo que haya problema
[Esa tarde tiraron a escondidas. Emilio estaba viendo la tele en el cuarto de
al lado, así que se encerraron en el baño, tratando de hacer el menor ruido
posible].
Solo tres días después de esa conversación, Ernesto entró a su oficina y le
anunció lo del viaje. Había una convención de publicistas en España seguida de
un seminario en un instituto madrileño. Dos semanas enteras en Madrid. En menos
de 72 horas tenía que subirse al avión. Gabriel aceptó encantado.
(…)
Tal vez fue el viaje,
la absoluta libertad, el hecho de estar solo y lejos, conocer gente de otras
partes. O todo eso junto. El tema es que Gabriel salió de Lima y no volvió, no
volvió más. O sea, regresó, pero convertido en otra cosa.
Nadie cambia esencialmente
en quince días, pero quince días pueden transformarte, pueden hacerte mutar,
virar de dirección, pueden despertar cosas dormidas en tu inconsciente, pueden
degenerarte.
Los quince días en
Madrid fueron todos excesivos. La convención reunió a cientos de publicistas,
hombres y mujeres, con muchas ganas de conocerse y de intercambiar algo que no
sea solo opiniones respecto del futuro de la publicidad en América Latina. No
fue raro por eso que la tercera noche Gabriel acabe enredándose con una muchacha
colombiana, una caleña, que desde la primera charla lo estuvo mirando con
ganas.
No fue raro tampoco
que se emborrachara dos noches seguidas junto con la delegación argentina, ni
que se dejara besar por Julieta, una cariñosa rosarina más guapa que Natalia
que lo empotró contra la puerta de un baño y le metió la mano adentro del
calzoncillo.
Casi no durmió durante
toda su estadía. Por las mañanas asistía en calidad de zombie a las reuniones
de la convención; por las tardes recorría la ciudad, turisteaba, y luego se
entregaba de brazos abiertos a los designios de la noche.
Gabriel cumplió en ese
viaje la promesa de libertinaje que jamás alcanzó a concretar al llegar a Lima
luego de la decepción amorosa en Buenos Aires. Era una deuda que lo seguía
rondándolo y que recién ahora podía saldar.
En quince días se
acostó hasta con cuatro chicas diferentes, consumió más hierba de la que había
fumado en su vida entera, se alcoholizó. En quince días vivió lo que no había
vivido en quince años. No sintió culpa por ejercer, al fin, tanta promiscuidad
pendiente. Hasta llegó a pensar que dormir con diferentes mujeres era un modo
de calmar a tiempo sus angurrias. Luego, una vez que se fuera a vivir con
Amanda, ya no podría andarse con esos juegos peligrosos, así que era mejor
jugarlos antes de que se comprometiera todavía más.
¿Pero en verdad quería
irse a vivir con ella? ¿Quería comprometerse? ¿No era esto –viajar, vivir solo,
sin anclas– lo más cercano a la plenitud que siempre había deseado?
Faltando solo dos días
para regresar, lo decidió. Decidió romper con Amanda. Sabía que la intensidad
del viaje podía ser un espejismo, y sabía que una vez que se desvaneciera el
efecto Madrid en Lima, tal vez podrían renacer en él las ganas de volver con
ella. Pero no le importó. Había algo más que lo animaba. Lo supo de pronto, una
noche, mientras caminaba por una calle adoquinada rumbo a un bar.
La relación con Amanda
–comprendía Gabriel, mirando cómo avanzaban sus zapatos debajo de su abrigo–
dejó de interesarle desde el momento en que dejó de ser clandestina. Se había
convertido en una relación pública, había salido a la luz. Era real. La burbuja
de su historia se había dilatado, había explotado y todo lo que estaba al
interior se había desparramado sobre el asfalto. Lo que estaba viviendo con
Amanda era tan concreto que ya no era sublime. Se le habían concedido sus
deseos adolescentes y eso, en vez de colmarlo de una felicidad siquiera
provisoria, le hacía daño.
Gabriel se había
enamorado, no de Amanda, sino de la historia con Amanda. De la imposibilidad de
estar con ella. Ahora que al fin era suya, todo empezaba a colorearse de un
tono gris, pesado, típico, aburrido.
Luego de arribar a
esas certezas, se sintió mugroso. Pero lo aceptó.
Aceptó la mugre de sus
dudas, de su cobardía, de su simpleza, y sintió un inmenso soplo de alivio en
medio del corazón.
(...)
Solo
uno de los varios mails que Amanda le envió durante su estancia en Madrid tuvo
respuesta. Descarriado como estaba, Gabriel apenas le contestó uno de los
primeros para decirle que pasaba mucho tiempo en conferencias y que lo
disculpara si no ingresaba a Internet a diario. Amanda presintió algo malo.
Gabriel siempre había sabido cómo estar en contacto. Tenía decenas de mails
suyos en su bandeja de entrada, guardaba más de cincuenta mensajes de texto en
su celular (y eso que había borrado varios de los iniciales, por temor a que
Jaime pudiera descubrirlos), y tenía archivadas por los menos veinte de sus
conversaciones por chat. Es decir, desde que se reencontraron Gabriel había
hecho de la Internet un sólido puente de comunicación con ella, por eso
resultaba por lo menos raro que ahora no se manifestara, que le costara tanto.
Podía estar ocupado y repleto de trabajo –pensaba Amanda– pero no le costaba
nada escribirle unas líneas. Un solo correo en quince días era como muy
desconcertante.
Cuando
Gabriel regresó a Lima y la llamó, Amanda confirmó las sospechas que había
acumulado durante su ausencia. Estaba raro. Raro y evasivo. Hablaba seco, como
sin energía. Falseaba frases de cariño.
Quedaron en verse al día siguiente, viernes. Ella le
dijo que pase por su casa, que podían tomar algo ahí y conversar. Emilio estaba
con su papá fuera de Lima. No habría problemas. Gabriel no quiso. Sabía que si
pisaba el departamento de Amanda su decisión automáticamente correría el riesgo
de no materializarse. Acabarían besándose, tirados en la cama. No podría
evitarlo. Él propuso encontrarse en el San Antonio de Chacarilla, en el segundo
piso. “Está bien, amor, como quieras, nos encontramos ahí”, se despidió Amanda.
“Ya, perfecto. Hasta mañana entonces”, cortó Gabriel.
Fue la conversación más dura y penosa de todas las
conversaciones duras y penosas que él había tenido nunca. Todo lo que había
ensayado lo olvidó de golpe y comenzó a balbucear sus deprimentes excusas. No
quería seguir con esto. No se sentía bien. No lograba sentir lo mismo que al
principio. No lo dijo así, pero lo insinuó. Algo se había quebrado y, aunque le
costaba identificar qué cosa era, no parecía tener remedio. “No estoy a la altura
de lo que sientes por mí”, concluyó. Amanda se quebró al escucharlo. No lloró
desconsoladamente. Es más, casi no lloró, pero en sus ojos, en sus facciones
hubo de pronto una gran ausencia. Un apagón. Las palabras de Gabriel la
impactaron tan hondo que, en vez de producirle una pena ruidosa, la
conmocionaron en silencio. Sintió como si dentro de ella alguien hubiese
lanzado una pedrada. Un golpe seco. Eso sintió. Eso y un leve mareo.
A
su turno, le hizo cien preguntas, pero a medida que las hacía se daba cuenta
que no buscaba que Gabriel las respondiera. Eran preguntas que ella necesitaba
hacer en voz alta pero que nadie podía contestar. ¿En qué momento dejaste de
sentir? ¿Esto fue real? ¿Por qué prometiste? ¿Qué faltó? ¿Por qué esperaste a
irte? Preguntas que se habían ido forjando a lo largo de los últimos meses y
que se habían quedado así, abiertas, detenidas, sin solución, como emblemas de
una relación que en el fondo era eso: una suma de incógnitas. De repente fue
Gabriel el que se puso a llorar. Con la cabeza gacha y la voz entrecortada,
cogió las manos de Amanda, pidiéndole disculpas. Parecía un chiquillo buscando
el perdón de su mamá.
Estuvieron
así casi dos horas. La conversación era un laberinto: iba y volvía por
diferentes intrincados lados. Al final fue ella la que se puso de pie y se
marchó. Antes le rogó que no la llamara más, que no le escribiera, que
desapareciera sin dejar rastro. “¿Estás segura de que es eso lo que quieres?”,
consultó Gabriel, con los ojos acuosos. “Sí, por favor”, dijo ella, mirándolo
con un resto de amor y de lástima.
Mientras
la veía bajar las escaleras, Gabriel no pudo evitar sentirse un desgraciado.
Sabía que acababa de producir un daño irreparable y albergar esa certeza era
algo casi tan terrible como haber sido dañado. Quería a Amanda, pero al pasado
de Amanda. Su presente, con una separación a cuestas y con un hijo que jamás
podría ser suyo, le llenaba de un absurdo pero concreto sentido de la
responsabilidad. Tenía razón: no estaba a la altura.
Gabriel
recordó las advertencias de Martín. Dónde estaría ahora. ¿Había valido la pena
alejarse de él? ¿Por qué se había encargado de ahuyentar a todas las personas
que habían decorado los últimos meses de su vida: Martín, Amanda, María Pía?
¿Por qué les había pagado con ingratitud? ¿Por qué se había empeñado en
convertirse en un mal recuerdo para ellos tres?
Su último error fue buscar a Renato y contarle todo.
Fue una noche, en Patagonia. Había pasado solo una semana de su último encuentro
con Amanda. Las heridas estaban frescas. Renato escuchó con atención el relato
de los últimos acontecimientos e intentó mostrarse comprensivo, pero no pudo.
Sintió pena por Amanda y vergüenza ajena por el modo en que Gabriel lo había
estropeado todo. En nombre de una tranquilidad que solo era cobardía, miedo,
falta de agallas. Trató de ponerse en su lugar, pero fue inútil. No pudo. El
final de la historia –cuyo inicio le había procurado enorme entusiasmo– le
parecía, no triste, sí patético.
***
Después
de esa noche pasó harto tiempo hasta que Gabriel y Renato volvieron a cruzarse.
Poco más de medio año. Fue un jueves de junio del 2009. Se encontraron de
casualidad en la entrada del cine Alcázar, en la cola de la boletería. Renato
estaba solo. Gabriel no: lo acompañaba una chica de unos veintidós o veintitrés
años. Jamás supo quién era, solo que se llamaba Alexandra y que se apellidaba
igual que Gabriel: Lombardi. Tal vez fueran parientes. Estaban de la mano, así
que Renato supuso que algo había entre los dos. Fue Gabriel el que le pasó la
voz y lo saludó con afecto. Se pusieron al corriente de sus cosas de modo
genérico. Casi al final le dijo “deberíamos juntarnos, huevón”.
Renato
le prometió que lo llamaría y le sonrió. Su sonrisa no tenía que ver tanto con
el gusto de verlo nuevamente. En verdad, verlo no le daba ningún gusto. Si no
se habían visto en medio año era, básicamente, porque él había sabido evitarlo.
Si ahora sonreía era porque le parecía alucinante la coincidencia de los
hechos. Solo una semana antes, se había encontrado con Amanda en el Eka Bar.
Como Gabriel, ella tampoco estaba sola: estaba de la mano con Fico Dávila, otro
chico del colegio (al parecer, los chicos del colegio ejercían en Amanda una
tardía fascinación). Se cruzaron en la escalera y fue imposible no saludarse.
Amanda le preguntó cómo estaba, él hizo lo mismo. Nada más. Igual con Fico.
Pura y asquerosa diplomacia.
Por
eso sonreía con malicia en la boletería del cine. Encontraba asombroso haber
visto a Amanda y a Gabriel en menos de siete días. Cada quien por su lado, con
nuevas parejas. Le parecía que esa historia, por su intensidad, por sus
reveses, por la nostalgia del pasado y la absoluta ironía del presente, era
como una novela que alguien tendría que contar.
––Oye, estuve leyendo tu blog. Así que ya conseguiste
novia ––le comentó Gabriel, antes de despedirse
––Sí, desde hace unos meses recién
––¿Y de qué vas a escribir ahora?
––No sé, no estoy seguro. Nunca faltan temas
––Claro, pero no irás a escribir de tu relación. Si no, las flacas no te van a
durar nada.
––No. Por ahora no quiero escribir sobre mí.
––Sí, mejor
––Tal vez empiece a escribir las historias de mis amigos ––dijo Renato,
mirándolo con sarcasmo
––Uy. Qué miedo ––Gabriel se río sin reírse. Alexandra no comprendía nada, pero
igual se río.
––Hay cada historia…
––Me imagino
––La tuya, por ejemplo
––Ja, ja. No te lo aconsejo: vas a perder lectores. Estoy seguro de que hay
mejores…
––Sí, puede ser, pero la tuya la conozco bien
––Confío en que no lo harás…
––Nunca confíes en mí
––Cuídate mucho, compadre. Un gustazo verte
––¿Qué van a ver?
––Enemigos Públicos, con Jhonny Depp.
––Ya la vi. Está muy buena. Más bien apúrense, creo que está por empezar
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