miércoles, abril 02, 2014

17 LÁSTIMA QUE TERMINÓ


La de Ayahuasca no fue la única vez que salieron los tres. Amanda. Gabriel. Renato. Después de unos días repitieron el plan por lo menos cuatro veces. Eso sí, ya no más en grupo. Solo los tres, como hacían algunas tardes de hace quince años, cuando después del colegio se iban a comer sándwiches a la calle Salguero.
Ahora también salían a comer, pero sobre todo a tomar y a conversar. La pasaban bien hablando, reconstruyendo momentos antológicos del pasado, debatiendo temas del presente, chismeando, comentando sus cosas. Había entre los tres una onda particular, un carisma, un algo indefinible que los hacía sentirse extrañamente cómodos, sintonizados.
Siempre que podía, Renato evitaba salir con parejas. Odiaba hacer las veces de “violinista” o alcahuete. En las pocas ocasiones en que había accedido a hacerlo solían ocurrir dos cosas casi por regla natural: o la pareja limitaba sus gestos afectuosos por su presencia, como para no incomodarlo; o buscaban endosarle alguna cita–sorpresa, lo cual normalmente acababa mal. A pesar de esos antecedentes, con Amanda y Gabriel las cosas funcionaban, fluían, adoptaban sentido. Eran amigos después de todo. Amigos de hacía años. Eso lo libraba de sentirse un intruso, un metete, un desubicado.
Amanda y Gabriel se reían mucho con él. En general, les gustaba contar con su compañía, con sus comentarios a veces reflexivos, a veces agudos, casi siempre disparatados. A Renato se le ocurría que él era algo así como el hijo adulto de los dos. Un hijo de la misma edad que sus padres. Un hijo que se había graduado el mismo día que ellos. Le divertía verlo de esa manera.
––Yo soy el hijo inteligente que ustedes nunca van a tener, así que aprovéchenme antes de que me independice y los abandone–repetía Renato

––Puta, me sale un hijo como tú y me meto bala–rezongaba Gabriel.
Otras veces, mientras ellos se daban un beso, Renato experimentaba una envidia razonable. No era una envidia sana, expresión que por otro lado encontraba de lo más idiota, puesto que la envidia es una sola: no hay una sana y otra enferma. La salud y la enfermedad conviven en la envidia. Y él, para qué negarlo, experimentaba un poco de eso cuando Amanda se acercaba a Gabriel a buscarle la boca. En esos segundos, Renato se sentía algo estúpido y alojaba la mirada en algún punto fijo (las botellas colgadas de cabeza sobre la barra del bar, un tubo de luz fluorescente, el rostro contracturado de algún parroquiano). En seguida lamentaba no tener una chica al costado. Una chica suya, real, no una de utilería, sacada de la manga.
En ciertas ocasiones, cuando ellos prolongaban sus muestras de cariño frente a él (porque ese era el pacto: no aguantarse ni reprimirse), hasta pasaba por su mente la idea de conformar un trío sexual. Jamás lo comentó con Amanda ni con Gabriel, pero alucinaba con esa posibilidad. Además nunca había hecho un trío (en rigor, nunca siquiera lo había deseado). Claro, quizá hubiese preferido que el trío estuviera compuesto por él y por dos chicas monumentales, pero dada la coyuntura no le parecía tan indeseable hacer uno con ellos dos. Durante esos fugaces instantes, se imaginaba en una cama enorme con los dos. O mejor dicho, se imaginaba penetrando el delicioso cuerpo de Amanda, mientras Gabriel, de lejitos, la tocaba, pellizcándole los pezones o algo así.

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Cuando lo pensaba mucho, cuando se daba cuenta, cuando entendía la circunstancia, le parecía rarísimo estar ahí junto con ellos dos. Le parecía extraño haber renovado la relación después de tanto tiempo. Tratarlos ahora implicaba de algún modo reemplazar la antigua imagen que de los dos existía en su cabeza. Eso era lo único malo de los reencuentros –pensaba Renato cuando acumulaba dudas–: actualizas el concepto de las personas, corriéndote el riesgo de que la última versión sea menos agradable que la anterior. Le había ocurrido ya varias veces, precisamente con gente del colegio en algunos de esos extensos almuerzos de ex alumnos. Encontrar de adultos a muchos de sus viejos compañeritos, notar que se habían convertido en personas de vida ordinaria y predecible, y constatar en silencio que ya no guardaba nada en común con ellos salvo el hecho de haber estudiado en los mismos salones, había sido profundamente decepcionante. Hay gente a la que uno no debería volver a ver, pensaba.
No ocurría lo mismo con ellos dos, felizmente. La Amanda y el Gabriel del presente le resultaban mucho más interesantes que la Amanda y el Gabriel de la prehistoria colegial, que después de todo eran personajillos timoratos, inmaduros, sin cuajar. Ahora él sentía auténtica admiración por Gabriel, porque se había impuesto a las adversidades y había conquistado finalmente a la mujer que siempre quiso. Y también multiplicó su aprecio por Amanda, porque dejó de lado los convencionalismos y emergió de un matrimonio pálido para reencontrarse con el único hombre que en verdad estaba dispuesto a darlo todo por ella. O por lo menos así lo veía él.
Para Renato, que llevaba una vida sentimental incompleta, frustrada, trastabillante, alicaída, ver juntos a Amanda y a Gabriel era como una inspiración, una estimulación, una prueba viva de que sí podían darse las revanchas más inimaginables. Les tenía respeto por haberse atrevido a estar juntos.
Lo que él no sabía, lo que terminó de impactarlo, era el torrente de miedos y mentiras que se escondía debajo de esa caricatura de pareja. Pero de eso se daría cuenta más adelante.
(…)
Gabriel no sabía qué hacer, cómo actuar ni proceder. Se sentía mal, incierto, descomputado. Si María Pía estaba embarazada como afirmaba, entonces su vida se iría directamente al diablo. ¿Cómo podría contárselo a Amanda sin herirla? No había forma de decírselo sin hacerle un profundo tajo en el pecho.
Llamó a María Pía al día siguiente de oír el mensaje, después de esa larga noche de arcadas y vómitos. La llamó, le dijo que cómo era posible que estuviera en bola, y le recriminó no haberse cuidado con las pastillas. Ella le juró que sí lo había hecho y se cerró argumentando que tal vez los anticonceptivos no habían surtido efecto esta vez. “Las pastillas no son infalibles, Gabriel, también pudiste cuidarte tú”, le gritó. Hablaron de la píldora del día siguiente, pero había pasado demasiado tiempo como para usarla. Él se desesperó. Le dijo que si estaba embarazada de un hijo que ninguno de los dos quería, tendría que abortar. Ella se puso a llorar y le dijo que estaba loco, que ni cagando mataría al niño, que dónde estaban sus valores. No me jodas con eso de los valores, le increpó Gabriel. “Lo voy a tener yo sola, hijo de puta”, le dijo María Pía antes de colgarle.
A pesar de su vehemencia, Gabriel no habría podido consentir realmente la posibilidad de un aborto. No hablaba en serio cuando lo dijo. No era tan desalmado, ni inescrupuloso. Sabía que apenas un médico le certificara la paternidad, le resultaría imposible acabar con la criatura. 

Eso era lo que más lo desesperaba. Si María Pía realmente esperaba un hijo suyo, él tendría que asumir las consecuencias. Y una de las consecuencias sería, sin duda, olvidarse de Amanda.
Fueron días y noches de tensión absoluta. Mirase a donde mirase, todo lo que Gabriel veía eran señales de su inminente paternidad. Los nombres de las calles, las noticias de los diarios, las canciones en la radio. Todo le parecía un gran mensaje controlado por alguien que quería perturbarlo. Una tarde pasó por una tienda de electrodomésticos y en las decenas de pantallas de los televisores apiñados en la ventana aparecía, multiplicada, la publicidad de unos pañales. Se quedó mirándola, como hechizado por la imagen de un bebé pataleando. Casi al final del comercial, se escuchó al fondo la voz de un locutor en off lanzando una pregunta: “¿Qué? ¿No estás preparado para ser papá?” Gabriel dio un paso para atrás. Miró a los lados, creyendo de pronto que se trataba de una cámara escondida. Cuando se dio cuenta, enterró la cabeza y siguió caminando, intentando disimular el susto. Fue demasiado.

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De no haber sido por el mail que Rocío le mandó unos pocos días después, Gabriel jamás se hubiera enterado de que el embarazo de María Pía era ficticio, una vulgar estratagema para retenerlo o, por lo menos, para darle un escarmiento. En su correo, Rocío le decía que estaba preocupada por María Pía. “Está mal de la cabeza. Inventó lo del embarazo para que no te alejaras”, le confesó.
No fue un mail precisamente amable. Fuera del delicado asunto del embarazo de mentira, Rocío no se anduvo con consideraciones. Le reprochó su actitud pendeja, egoísta, tachándolo de inmaduro y propinándole los más insultantes adjetivos que sabía. Imbécil fue el más suave.
Luego de eso Gabriel no quiso volver a ver a María Pía nunca más. La borró. No contestó sus llamadas ni respondió sus extensos mails (ni siquiera los leía, los deleteaba apenas aparecían en su bandeja de entrada). Una vez ella fue a buscarlo a la agencia, pero él se hizo negar con el recepcionista. Ella inventó que tenía una cita pactada “con el señor Lombardi” y trató de entrar por sus propios medios, siendo necesario que la controlasen dos agentes de seguridad.
Por suerte, nunca tocó la puerta de su departamento (aunque según el vigilante del edificio había noches en que una señorita “bien simpatiquita” se estacionaba al frente en un Swift azul, se quedaba ahí como treinta minutos y al rato se iba).
Un par de veces encontró la puerta de su carro rayada. Eran marcas de uñas o de llaves. Otras veces encontró intimidantes mensajes en su teléfono. Voces que soplaban, que jadeaban. Gabriel sospechó de María Pía en ambas situaciones, pero no tomó represalias.
Al cabo de unos meses supo que ella se había ido a Nueva York a estudiar algo relacionado con el diseño de modas. Lo comprobó mucho después a través del Facebook, viendo sus fotos en diversos desfiles, todas etiquetadas en un álbum que llevaba el sugerente título de “Vida nueva en NYC”. Aparecía con el pelo cortito, pintado de negro, con unos aparatosos lentes rectangulares, y un poco cachetona, subida de peso. Era otra mujer. No era más la rubia sexy que Martín le presentó la tarde del matrimonio de Juan Pablo, la chica guapísima con la que había tenido una relación tormentosa, dañina, restringida puramente a lo sexual, condenada desde el inicio a terminar de ese modo tan abrupto y extraño.
Su relación con Amanda, en cambio, recuperó el vigor de sus mejores momentos y tomó un segundo aire. Llevaban tres meses juntos y todo anunciaba que seguirían así por mucho más.
Fue una buena época también para ella. Jaime dejó de insistirle con regresar a vivir al departamento de San Isidro, aunque en más de una ocasión le hizo saber que la necesitaba, que la quería, que soñaba con recuperar el terreno perdido, con volver a ser la familia que eran junto a Emilio. Amanda soñaba lo mismo, solo que con Gabriel en el protagónico papel de Jaime. Si su vida matrimonial era comparable a una serie de televisión, entonces la segunda temporada urgía de un cambio de galán.
Sin embargo, por bien que estuvieran yendo las cosas, aún era muy pronto para creer que la felicidad era posible.
Aunque María Pía dejó de merodear su entorno; aunque Amanda dejó de lloriquear y volvió a ser la mujer segura y hermosa de siempre; y aunque en la agencia lo trataban cada día mejor, a Gabriel no le faltaban angustias.
Le angustiaba, sobre todo, la lenta y progresiva manifestación de su promiscuidad.
No sabía en qué momento la había adquirido. No sabía si era producto de su voluntad o de su genética. El hecho es que, por mucho que la reprimiera o la silenciara, no hacía más que pensar en liarse con diferentes mujeres. En tener algo con ellas. Desde Fátima, la productora de la agencia, hasta Lorena, la novia de Ernesto, su jefe, pasando por Ayleen, la chica del cuarto piso de su edificio, y por Mayra, la hija de la señora del primero.
Amaba a Amanda, la amaba en serio, pero su naturaleza infractora traicionaba sus más puras intenciones. Mentalmente, hacía acopio de fuerzas para vencer sus debilidades, pero le costaba. Le faltaba carácter. Le faltaba generosidad. Le faltaba entrega. Su cabeza intentaba darle órdenes, todas edificantes y positivas, pero existía una innombrable fuerza que nacía de su entrepierna y que lo hacía retroceder. Digamos que en su corazón bullían nobles propósitos, pero su falo –siempre erecto, inquieto, a la caza de alguna vagina que lo albergara– imponía muchas veces sus carnales condiciones.
Quizás siempre fue así, solo que no lo sabía. O quizás se convirtió en un animal destemplado y frívolo luego de que Natalia rompiera con él en Buenos Aires, o luego de que Amanda –casada, con un hijo– lo comenzara a querer, o luego de haber probado esa fruta maldita que fue el oscuro romance con María Pía. Si María Pía no se hubiese vuelto todo lo loca que se volvió, quizá seguiría acostándose con ella, pensaba a menudo Gabriel.
Las tres mujeres –es decir, la combustión de sentimientos que ellas generaron en su interior– lo habían transformado en algo muy diferente de lo que él había pensado para sí mismo de adolescente. No era, ya no podía ser, el hombre fiel, bueno, querendón, romántico que le hubiese gustado. Ahora era una versión imperfecta y sórdida de aquel modelo. Un pequeño monstruo. Eso, sin embargo, no lo enojaba. A veces le entristecía sospechar que jamás podría amar a una sola mujer, pero no hacía absolutamente nada por remontar esa sospecha.
Ciertamente, no le echaba la culpa a nadie. Si Natalia lo dejó, si Amanda resucitó, si María Pía lo depositó en una cárcel sexual fue, en buena cuenta, porque él lo permitió, porque hizo algo para que así sucediera, porque facilitó las cosas.
Pese a todo, con Amanda hizo su mejor esfuerzo. En el fondo le parecía un milagro que ella hubiera reaparecido, así que decidió no volver a sacarle la vuelta. Es más, la llegó a querer y a desear tanto que pensó que se había curado del instinto adúltero que lo corroía.

(...)
Una tarde, después de almorzar en casa de Amanda, ella le propuso vivir juntos. No inmediatamente, sino en un lapso corto, a mediano plazo. 


Gabriel, que por esos días vivía el entusiasmo de creerse recuperado de sus apetitos, aceptó. 


–¿En serio, amor?–se sorprendió ella 
–Claro. ¿Por qué no?
–Igual quiero que lo pienses, que sea tu decisión, que lo hagas porque te nace, no porque te lo pido.
–Acepto porque quiero. Sí me provoca venir a vivir contigo. Más bien, ¿cómo crees que lo tome Emilio? ¿No será muy pronto para él?
–No creo que haya problema 



[Esa tarde tiraron a escondidas. Emilio estaba viendo la tele en el cuarto de al lado, así que se encerraron en el baño, tratando de hacer el menor ruido posible]. 


Solo tres días después de esa conversación, Ernesto entró a su oficina y le anunció lo del viaje. Había una convención de publicistas en España seguida de un seminario en un instituto madrileño. Dos semanas enteras en Madrid. En menos de 72 horas tenía que subirse al avión. Gabriel aceptó encantado. 
(…)



Tal vez fue el viaje, la absoluta libertad, el hecho de estar solo y lejos, conocer gente de otras partes. O todo eso junto. El tema es que Gabriel salió de Lima y no volvió, no volvió más. O sea, regresó, pero convertido en otra cosa. 


Nadie cambia esencialmente en quince días, pero quince días pueden transformarte, pueden hacerte mutar, virar de dirección, pueden despertar cosas dormidas en tu inconsciente, pueden degenerarte. 


Los quince días en Madrid fueron todos excesivos. La convención reunió a cientos de publicistas, hombres y mujeres, con muchas ganas de conocerse y de intercambiar algo que no sea solo opiniones respecto del futuro de la publicidad en América Latina. No fue raro por eso que la tercera noche Gabriel acabe enredándose con una muchacha colombiana, una caleña, que desde la primera charla lo estuvo mirando con ganas. 


No fue raro tampoco que se emborrachara dos noches seguidas junto con la delegación argentina, ni que se dejara besar por Julieta, una cariñosa rosarina más guapa que Natalia que lo empotró contra la puerta de un baño y le metió la mano adentro del calzoncillo. 


Casi no durmió durante toda su estadía. Por las mañanas asistía en calidad de zombie a las reuniones de la convención; por las tardes recorría la ciudad, turisteaba, y luego se entregaba de brazos abiertos a los designios de la noche. 


Gabriel cumplió en ese viaje la promesa de libertinaje que jamás alcanzó a concretar al llegar a Lima luego de la decepción amorosa en Buenos Aires. Era una deuda que lo seguía rondándolo y que recién ahora podía saldar. 


En quince días se acostó hasta con cuatro chicas diferentes, consumió más hierba de la que había fumado en su vida entera, se alcoholizó. En quince días vivió lo que no había vivido en quince años. No sintió culpa por ejercer, al fin, tanta promiscuidad pendiente. Hasta llegó a pensar que dormir con diferentes mujeres era un modo de calmar a tiempo sus angurrias. Luego, una vez que se fuera a vivir con Amanda, ya no podría andarse con esos juegos peligrosos, así que era mejor jugarlos antes de que se comprometiera todavía más. 


¿Pero en verdad quería irse a vivir con ella? ¿Quería comprometerse? ¿No era esto –viajar, vivir solo, sin anclas– lo más cercano a la plenitud que siempre había deseado? 


Faltando solo dos días para regresar, lo decidió. Decidió romper con Amanda. Sabía que la intensidad del viaje podía ser un espejismo, y sabía que una vez que se desvaneciera el efecto Madrid en Lima, tal vez podrían renacer en él las ganas de volver con ella. Pero no le importó. Había algo más que lo animaba. Lo supo de pronto, una noche, mientras caminaba por una calle adoquinada rumbo a un bar. 


La relación con Amanda –comprendía Gabriel, mirando cómo avanzaban sus zapatos debajo de su abrigo– dejó de interesarle desde el momento en que dejó de ser clandestina. Se había convertido en una relación pública, había salido a la luz. Era real. La burbuja de su historia se había dilatado, había explotado y todo lo que estaba al interior se había desparramado sobre el asfalto. Lo que estaba viviendo con Amanda era tan concreto que ya no era sublime. Se le habían concedido sus deseos adolescentes y eso, en vez de colmarlo de una felicidad siquiera provisoria, le hacía daño. 


Gabriel se había enamorado, no de Amanda, sino de la historia con Amanda. De la imposibilidad de estar con ella. Ahora que al fin era suya, todo empezaba a colorearse de un tono gris, pesado, típico, aburrido. 


Luego de arribar a esas certezas, se sintió mugroso. Pero lo aceptó. 


Aceptó la mugre de sus dudas, de su cobardía, de su simpleza, y sintió un inmenso soplo de alivio en medio del corazón.
(...)
Solo uno de los varios mails que Amanda le envió durante su estancia en Madrid tuvo respuesta. Descarriado como estaba, Gabriel apenas le contestó uno de los primeros para decirle que pasaba mucho tiempo en conferencias y que lo disculpara si no ingresaba a Internet a diario. Amanda presintió algo malo. Gabriel siempre había sabido cómo estar en contacto. Tenía decenas de mails suyos en su bandeja de entrada, guardaba más de cincuenta mensajes de texto en su celular (y eso que había borrado varios de los iniciales, por temor a que Jaime pudiera descubrirlos), y tenía archivadas por los menos veinte de sus conversaciones por chat. Es decir, desde que se reencontraron Gabriel había hecho de la Internet un sólido puente de comunicación con ella, por eso resultaba por lo menos raro que ahora no se manifestara, que le costara tanto. Podía estar ocupado y repleto de trabajo –pensaba Amanda– pero no le costaba nada escribirle unas líneas. Un solo correo en quince días era como muy desconcertante.
Cuando Gabriel regresó a Lima y la llamó, Amanda confirmó las sospechas que había acumulado durante su ausencia. Estaba raro. Raro y evasivo. Hablaba seco, como sin energía. Falseaba frases de cariño.
Quedaron en verse al día siguiente, viernes. Ella le dijo que pase por su casa, que podían tomar algo ahí y conversar. Emilio estaba con su papá fuera de Lima. No habría problemas. Gabriel no quiso. Sabía que si pisaba el departamento de Amanda su decisión automáticamente correría el riesgo de no materializarse. Acabarían besándose, tirados en la cama. No podría evitarlo. Él propuso encontrarse en el San Antonio de Chacarilla, en el segundo piso. “Está bien, amor, como quieras, nos encontramos ahí”, se despidió Amanda. “Ya, perfecto. Hasta mañana entonces”, cortó Gabriel.

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Fue la conversación más dura y penosa de todas las conversaciones duras y penosas que él había tenido nunca. Todo lo que había ensayado lo olvidó de golpe y comenzó a balbucear sus deprimentes excusas. No quería seguir con esto. No se sentía bien. No lograba sentir lo mismo que al principio. No lo dijo así, pero lo insinuó. Algo se había quebrado y, aunque le costaba identificar qué cosa era, no parecía tener remedio. “No estoy a la altura de lo que sientes por mí”, concluyó. Amanda se quebró al escucharlo. No lloró desconsoladamente. Es más, casi no lloró, pero en sus ojos, en sus facciones hubo de pronto una gran ausencia. Un apagón. Las palabras de Gabriel la impactaron tan hondo que, en vez de producirle una pena ruidosa, la conmocionaron en silencio. Sintió como si dentro de ella alguien hubiese lanzado una pedrada. Un golpe seco. Eso sintió. Eso y un leve mareo.
A su turno, le hizo cien preguntas, pero a medida que las hacía se daba cuenta que no buscaba que Gabriel las respondiera. Eran preguntas que ella necesitaba hacer en voz alta pero que nadie podía contestar. ¿En qué momento dejaste de sentir? ¿Esto fue real? ¿Por qué prometiste? ¿Qué faltó? ¿Por qué esperaste a irte? Preguntas que se habían ido forjando a lo largo de los últimos meses y que se habían quedado así, abiertas, detenidas, sin solución, como emblemas de una relación que en el fondo era eso: una suma de incógnitas. De repente fue Gabriel el que se puso a llorar. Con la cabeza gacha y la voz entrecortada, cogió las manos de Amanda, pidiéndole disculpas. Parecía un chiquillo buscando el perdón de su mamá.
Estuvieron así casi dos horas. La conversación era un laberinto: iba y volvía por diferentes intrincados lados. Al final fue ella la que se puso de pie y se marchó. Antes le rogó que no la llamara más, que no le escribiera, que desapareciera sin dejar rastro. “¿Estás segura de que es eso lo que quieres?”, consultó Gabriel, con los ojos acuosos. “Sí, por favor”, dijo ella, mirándolo con un resto de amor y de lástima.
Mientras la veía bajar las escaleras, Gabriel no pudo evitar sentirse un desgraciado. Sabía que acababa de producir un daño irreparable y albergar esa certeza era algo casi tan terrible como haber sido dañado. Quería a Amanda, pero al pasado de Amanda. Su presente, con una separación a cuestas y con un hijo que jamás podría ser suyo, le llenaba de un absurdo pero concreto sentido de la responsabilidad. Tenía razón: no estaba a la altura.
Gabriel recordó las advertencias de Martín. Dónde estaría ahora. ¿Había valido la pena alejarse de él? ¿Por qué se había encargado de ahuyentar a todas las personas que habían decorado los últimos meses de su vida: Martín, Amanda, María Pía? ¿Por qué les había pagado con ingratitud? ¿Por qué se había empeñado en convertirse en un mal recuerdo para ellos tres?
Su último error fue buscar a Renato y contarle todo. Fue una noche, en Patagonia. Había pasado solo una semana de su último encuentro con Amanda. Las heridas estaban frescas. Renato escuchó con atención el relato de los últimos acontecimientos e intentó mostrarse comprensivo, pero no pudo. Sintió pena por Amanda y vergüenza ajena por el modo en que Gabriel lo había estropeado todo. En nombre de una tranquilidad que solo era cobardía, miedo, falta de agallas. Trató de ponerse en su lugar, pero fue inútil. No pudo. El final de la historia –cuyo inicio le había procurado enorme entusiasmo– le parecía, no triste, sí patético.

***
Después de esa noche pasó harto tiempo hasta que Gabriel y Renato volvieron a cruzarse. Poco más de medio año. Fue un jueves de junio del 2009. Se encontraron de casualidad en la entrada del cine Alcázar, en la cola de la boletería. Renato estaba solo. Gabriel no: lo acompañaba una chica de unos veintidós o veintitrés años. Jamás supo quién era, solo que se llamaba Alexandra y que se apellidaba igual que Gabriel: Lombardi. Tal vez fueran parientes. Estaban de la mano, así que Renato supuso que algo había entre los dos. Fue Gabriel el que le pasó la voz y lo saludó con afecto. Se pusieron al corriente de sus cosas de modo genérico. Casi al final le dijo “deberíamos juntarnos, huevón”.
Renato le prometió que lo llamaría y le sonrió. Su sonrisa no tenía que ver tanto con el gusto de verlo nuevamente. En verdad, verlo no le daba ningún gusto. Si no se habían visto en medio año era, básicamente, porque él había sabido evitarlo. Si ahora sonreía era porque le parecía alucinante la coincidencia de los hechos. Solo una semana antes, se había encontrado con Amanda en el Eka Bar. Como Gabriel, ella tampoco estaba sola: estaba de la mano con Fico Dávila, otro chico del colegio (al parecer, los chicos del colegio ejercían en Amanda una tardía fascinación). Se cruzaron en la escalera y fue imposible no saludarse. Amanda le preguntó cómo estaba, él hizo lo mismo. Nada más. Igual con Fico. Pura y asquerosa diplomacia.
Por eso sonreía con malicia en la boletería del cine. Encontraba asombroso haber visto a Amanda y a Gabriel en menos de siete días. Cada quien por su lado, con nuevas parejas. Le parecía que esa historia, por su intensidad, por sus reveses, por la nostalgia del pasado y la absoluta ironía del presente, era como una novela que alguien tendría que contar.

––Oye, estuve leyendo tu blog. Así que ya conseguiste novia ––le comentó Gabriel, antes de despedirse 

––Sí, desde hace unos meses recién
––¿Y de qué vas a escribir ahora? 
––No sé, no estoy seguro. Nunca faltan temas
––Claro, pero no irás a escribir de tu relación. Si no, las flacas no te van a durar nada. 
––No. Por ahora no quiero escribir sobre mí. 
––Sí, mejor
––Tal vez empiece a escribir las historias de mis amigos ––dijo Renato, mirándolo con sarcasmo 
––Uy. Qué miedo ––Gabriel se río sin reírse. Alexandra no comprendía nada, pero igual se río.
––Hay cada historia… 
––Me imagino
––La tuya, por ejemplo
––Ja, ja. No te lo aconsejo: vas a perder lectores. Estoy seguro de que hay mejores…
––Sí, puede ser, pero la tuya la conozco bien
––Confío en que no lo harás…
––Nunca confíes en mí
––Cuídate mucho, compadre. Un gustazo verte
––¿Qué van a ver?
––Enemigos Públicos, con Jhonny Depp. 
––Ya la vi. Está muy buena. Más bien apúrense, creo que está por empezar

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