De vuelta a la mesa, encontró a todos muy animados. Amanda hablaba con algunas chicas de la agencia y Renato conversaba con Ernesto Escriben, el jefe de Gabriel, quien le elogió unos textos que había leído en El Comercio.
lunes, marzo 17, 2014
16 EL MENSAJE DE VOZ
¿Te estás cuidando no?–le preguntó Gabriel a María Pía
en la cama, mientras arremetía contra ella, levantándola un poco por la
espalda, en una variante de la posición del misionero.
Minutos
antes había visto que en el segundo cajón de su mesa de noche los paquetitos de
condones se amontonaban vacíos. Hubiese preferido colocarse uno, pero no pensó
un segundo en detenerse, pues desde que se acostaban ella también tomaba las
precauciones del caso.
–Sí, claro–balbuceó María Pía, sofocada, sin abrir los
ojos, dejándose embestir, moviendo las caderas en círculos para alcanzar un
orgasmo antes de que él acabara
–¿Normal si termino adentro?–musitó él, alocado,
besándole el pecho, apretando con las uñas la parte posterior de los muslos,
ahí donde las piernas se encuentran con las nalgas.
–Sí,
no pares–resopló ella, arqueándose de placer bajo el cuerpo azorado de Gabriel,
cuyas violentas frotaciones no cejaban ni un instante
Apenas
unos segundos después –con arañazos, gritos ahogados, mordiscos y jalones de
pelo de por medio– ambos coincidieron en una simultánea secuencia de jadeos
asmáticos que concluyó en una larga y honda exhalación. Se estremecieron, se
rellenaron la boca de besos mojados, se empotraron el uno contra el otro,
viniéndose al mismo tiempo.
–Puta
madre, qué rico–celebró él, volteándose boca arriba, cayendo de espaldas sobre
la cama, con los ojos entornados y la boca deshaciéndose en un ademán que poco
a poco tomaba la forma de una excitada sonrisa.
–Sí,
uf, me encantó–añadió ella, girando hacia él, feliz, colocando un brazo tierno
sobre el pecho transpirado de Gabriel
–¿Seguro
que has tomado tus pastillas no?–preguntó él para cerciorarse, con una
vocecilla amansada por la satisfacción obtenida tras la eyaculación.
–Sí,
caray. No te mentiría con algo así–renegó María Pía, que ahora entrelazaba su
pierna derecha con la pierna derecha de Gabriel.
Se
quedaron dormidos, medio abrazados, cubiertos apenas por las sábanas. Si
alguien los hubiese visto así habría creído que se adoraban. Permanecieron así
por tres horas. A las dos de la mañana, él se desperezó y al abrir los ojos se
sorprendió de ver que María Pía lo observaba fijamente, sentada en el borde del
colchón. Llevaba un rato largo espiándolo mientras dormía, estudiando sus más
imperceptibles movimientos. Gabriel sintió el peso de esa mirada inmóvil,
inexpresiva.
–Pensé que dormías…
–No, no he podido–dijo ella, sin moverse
–¿Qué te pasa?, ¿Por qué me miras así?
–No, nada…
–Algo te pasa. No hagas que te insista
–Es que creo que Chío tiene razón…
–No entiendo. ¿Acerca de qué?
–Tú jamás me vas a amar, Gabriel
María Pía giró la cabeza y descansó su mirada en la
ventana. Al otro lado del vidrio, la noche primaveral estaba iluminada por una
media luna. Los autos pasaban y la estela del sonido de sus motores se colaba
en el cuarto, mezclándose con la canción que sonaba en la laptop de Gabriel: Love will keep us alive de The
Eagles.
–¿Y por qué dices eso así, de pronto? ¿En qué te has
quedado pensando?
–En lo mismo que vengo pensando desde hace cinco semanas: que soy una ilusa por
creer que puede pasar algo serio y bonito entre tú y yo
–Pero acaba de pasar algo bonito, ¿no crees?
–No estoy hablando de tener buen sexo, Gabriel, sino de estarjuntos.
–No
te entiendo, María Pía. En unos meses más vas a irte a vivir a Nueva York.
¿Para qué quieres involucrarte conmigo? ¿No te das cuenta de que, en el fondo,
es lo peor que podría pasar? ¿Para qué vas a crearte una atadura sentimental si
tu futuro está allá?
–Es que ya no sé si me quiero ir a estudiar afuera…
–¿Qué? ¿Me estás jodiendo, verdad?
–No. No es broma. Creo que quiero quedarme. Es más, no lo creo: lo tengo
decidido.
–¿Pero para qué?–Gabriel se incorporó. De golpe su rostro se despejó de toda
huella de somnolencia. La noticia le había caído como un baldazo de cubitos de
hielo.
–Quiero
intentar hacer mi vida en Lima, seguir cursos aquí. ¿Por qué no? Siempre he
dicho que quiero ir a estudiar Arte a Nueva York, pero creo que todo este
tiempo he estado enamorada de la idea, de la posibilidad y del significado de
hacerlo, de lo alucinante que suena decir “vivo y estudio Arte en Nueva York”.
El plan se oye tan atractivo en los oídos de los demás que le he terminado
cogiendo cariño solo por eso. ¿No te pasa a veces?–María Pía ladeó la cabeza,
como buscando ser comprendida.
–No, no me pasa. Cuando digo que quiero hacer algo es
porque quiero hacerlo, y cuando digo que no es porque no me provoca. Así de
claro. No me ando con mentiras, ni engreimientos, ni idioteces…
–Bueno, pues, a mí sí me pasa. Yo sí me confundo, me desdigo y me retracto. Y
ahora sucede que ya no me quiero ir del Perú. Y si tienes algún problema con eso,
lo lamento
–¿Qué problema voy a tener yo? Es tu vida, no la mía
Gabriel
encendió un cigarro y se sentó, apoyándose en el respaldar de la cama. Los
anillos de humo salían de su boca e iban perdiendo su forma en el aire de la
habitación. Una lámpara de pie proporcionaba una tenue luz a la estancia. Ella
lo miraba con desencanto.
Después
de fumar, se echó otra vez a la cama. María Pía quería seguir conversando, pero
él se cubrió con las sábanas, le dio la espalda y le pidió que lo dejase
dormir. “Si quieres quedarte, no tengo inconveniente, pero no hagas bulla por
favor. Mañana tengo un partido de tenis y quiero levantarme temprano”, dijo,
ofuscado.
Debajo
de las sábanas, con los ojos abiertos, Gabriel cruzó los dedos para que ella se
enojara por tan poca hospitalidad y se fuera del departamento. Eso no ocurrió.
María Pía pasó la noche a su lado, metida en la cama sin hablarle. Recién se
marchó a la mañana siguiente, poco después de las ocho.
Desde el momento en que ella le contó que deseaba quedarse en Lima, Gabriel
–acusando recibo de un mal presentimiento– comenzó a desarrollar hacia María
Pía una especie de resistencia y antipatía, casi una alergia.
Por
eso, aunque fuera a extrañar las formidables sesiones de sexo a su lado,
decidió alejarse. No bruscamente, claro, porque eso –estaba seguro– provocaría
en ella una reacción violenta. Tenía que hacerlo poco a poco, lento, lo
suficientemente lento como para sugerir que se trataba de un desgaste natural.
Alejándose,
Gabriel pretendía dos cosas: evitar ilusionar a María Pía con la utopía de
estar juntos y dar drástica vuelta a la página para concentrar toda su atención
en Amanda, a quien tenía descuidada y cuya inestabilidad anímica progresaba
cada día, producto de lo que para ella era una doble culpa imperdonable: haber
alejado a su hijo de Jaime, su padre, y haber provocado con sus llantos
cobardes el incipiente desamor de Gabriel.
Para
apartarse de María Pía, Gabriel empezó por restringir la comunicación
telefónica. Esa fue la primera medida. Cuando ella lo llamaba al celular, él
interponía una excusa: “estoy en una reunión”, “no te escucho bien, hay mala
señal”, “acabo de entrar a un ascensor, se va a cortar” o “llámame en cinco
minutos”. Soltaba cualquiera de esas frases y enseguida apagaba el teléfono móvil.
Otras veces fingía estar manejando y salía del apuro con una clásica mentira:
“Hay un policía a mi costado, te llamo luego”. Se inventaba cosas así y colgaba
sin remordimiento.
Lo
único que consiguió Gabriel con esa actitud fue que María Pía triplicara
obsesivamente sus llamadas. Eso lo puso en un aprieto y lo obligó a silenciar
el teléfono cada vez que estuviera por encontrarse con Amanda. Por ningún
motivo, Amanda debía enterarse de la existencia de María Pía. Esa era su
consigna.
El
solo hecho de imaginar que María Pía podía presentarse una noche en su
departamento cuando él estuviera con Amanda lo retorcía de pánico. Sería una
situación insalvable, pensaba Gabriel. “¿Qué ocurriría si María Pía busca a
Amanda para contarle que tiramos desde hace tiempo?”, se preguntaba, agotándose
en toda clase de especulaciones tortuosas. Su conclusión era siempre la misma:
si Amanda se llegaba a enterar, no quedaría otro remedio que negarlo todo.
Gabriel
estaba seguro de que, si Amanda era puesta al tanto de los hechos por algún
informante venenoso, terminaría con él sin pensarlo, por mucho dolor que eso le
causara. “Se le rompería el corazón, me odiaría, no me lo perdonaría jamás”,
presagiaba.
Por eso, cada vez que llegaba a la casa de Amanda,
antes de entrar, activaba la opción del silenciador telefónico. Ni siquiera se
atrevía a ponerlo en vibrador. No le importaba perder llamadas importantes de
trabajo. Lo fundamental era que Amanda no abrigara sospechas de ninguna clase.
Él sabía que, si llegaba el momento de un careo celoso, se vería perdido,
desarticulado. Con gran y pendeja astucia podía mantener una doble vida sin que
nadie se enterase, podía estar formalmente con una e informalmente con otra,
podía follar con las dos, satisfacerlas y mantenerlas alejadas. Lo que no
podía, lo que no se le daba bien, era mentir cara a cara: sus nervios lo
delataban, perdía elocuencia, se llenaba de tics gestuales y caía en las más
infantiles contradicciones.
Una noche, mientras veían una serie (Lost)
en el departamento de Amanda, Gabriel se paró para ir al baño y dejó el celular
en la mesa, pensando que sería de muy mala suerte que justo en ese lapso
entrara una llamada de María Pía y contestase Amanda. “No creo que sea tan
piña”, rumiaba Gabriel, mientras terminaba de descargar la vejiga en el wáter,
desarrugando y sacudiendo el colgajo.
De pronto ocurrió lo temido: entró una llamada de María Pía. El celular no
sonaba, pero emitía una luz fluorescente. El nombre de María Pía Arbulú titilaba
en la pantalla. Amanda miraba la televisión. Cuando Gabriel volvió del baño se
encontró con que Amanda estaba a punto de alcanzar el aparato.
–¡Deja,
yo contesto!–dijo, tratando de no sonar angustiado
Con
la piel de gallina, oprimió el botón rojo y desvió la llamada de inmediato.
Hizo como si se hubiera perdido.
–¿Quién era? –preguntó Amanda, extrañada
–No sé. Colgaron
–¿Por qué tenías el celular en silencio?
–Lo dejé así desde la reunión de la tarde, ni cuenta me di. Lo voy a poner
normal–mintió él.
Esa misma noche, apenas llegó a su casa, Gabriel editó
en su celular el nombre de María
Pía Arbulú, cambiándolo por uno falso de hombre:
Mario Arboleda.
El concierto de Los
Cadillacs no pudo salir mejor. El Estadio Nacional
estuvo repleto y la organización funcionó perfectamente. Gabriel fue con Amanda
y con la gente de la agencia.
En
la parte inferior lateral del escenario se habilitó una zona privada para
invitados especiales y periodistas. Por ser encargados de la campaña de
publicidad, todos los de la agencia ingresaron libremente a esa área VIP apenas
terminó el concierto.
Amanda
y Gabriel estaban ahí, degustando unas lonjas de lomo y bolitas de causa,
cuando se encontraron con Renato
–Hey,
qué sorpresa–dijo Gabriel, contento por la coincidencia.
Mientras
abrazaba efusivamente a Renato, le decía al oído: “por si acaso el fin de
semana pasado estuvimos jugando tenis, no me vayas a cagar”
–Hola, Amanda. A los años. Estás muy bien–saludó
Renato, saliendo del abrazo de Gabriel
–¡Hola! ¿Cómo estás? ¡No nos vemos desde el colegio! Estás idéntico–respondió
Amanda, simpática, sonriente, dándole un beso en la mejilla
–No hay duda de que, entre los tres, la que mejor se
mantiene eres tú–la piropeó Renato
–Bueno, ese no es mucho mérito tampoco–se burló ella
–¿Estuvo mostro el concierto no?–comentó Renato, como para romper el silencio
que se hizo después de los saludos
–Sí, de los mejores. Hemos saltado como locos, estábamos a tres metros de
Vicentico–dijo Gabriel, masticando un trocito de lomo
Amanda
lo interrumpió y se dirigió a Renato.
–Oye, nos estamos yendo a Ayahuasca, en Barranco. ¿Por qué no vienes? Así conversamos
más.
–Genial, me apunto. Había quedado con unos amigos en ir a Eka, pero puedo caer
más tarde. Vamos
Una vez en Ayahuasca,
la gente de la agencia de agrupó a un lado de la enorme mesa que ocuparon
todos. Gabriel se sentó en medio. En el otro extremo, Amanda y Renato charlaban
entre ellos, haciendo una descripción más o menos discreta y diplomática de sus
vidas. Él le habló del periódico, de los libros que había escrito, de los que
pensaba escribir y le comentó que estaba a punto de empezar a conducir un
programa en Radio
Calidad. A su turno, ella le contó de su hijo y
no pudo evitar hacer alusión a su separación. “Ahí ando, pues, medio fregada
con esos temas”, dijo, generalizando sin mayor drama.
Gabriel
se acercó, tomó a Amanda por la cintura y le dio un beso en el cuello. Renato
sonrió. Le pareció que hacían una pareja con buena química, una pareja de
aspecto saludable. Le pareció que no eran el resultado de una aventura ramplona,
sino de un amor paciente, la feliz manifestación de un amor de otro tiempo. Los
tres cogieron sus vasos de pisco sour y brindaron por el colegio. Al tercer
pisco, Amanda se puso a cantar el himno y a recitar de memoria las canciones
que se entonaban en las asambleas. Gabriel y Renato se rieron.
Luego los tres recordaron algunos nombres de la
promoción. Hablaron brevemente de los chicos y chicas que habían triunfado a
pesar de las pocas expectativas; los que se empozaron y adquirieron una vida
normal nomás; los que acabaron siendo mediocres a pesar de lo mucho que
prometían; los que se habían ido del país; los que habían vuelto; los que
estaban conectados en el Facebook; los desaparecidos; los que se casaron; los que se
divorciaron; los que tuvieron accidentes; los freaks;
los que se transformaron en algo; los millonarios, los pobretones, los gays.
Cuando llegaron a ese último rubro, Renato compartió un chisme.
–¿Se acuerdan de César Guerra?
–¿Uno que usaba una colita?–adivinó Amanda
–Claro, que jugaba fulbito y que en cuarto de media usaba los zapatos negros
con medias blancas–recordó Gabriel
–Aguanta. Todos usábamos zapatos negros con medias blancas. Se puso de
moda. Era horrible. Parecíamos Michael Jackson
–Ya, bueno, ¿qué pasó con él?–apuró Amanda
–Un
día Fico Dávila me contó que un grupo de gente de la prom (entre ellos Piero
Fernández, Roberto Chacón y Pedro Anaya) se fueron a la Javier Prado a joder a
los cabros que paraban por allí. Solo por joder. Les habló de hace años. 1997,
más o menos.
–Ya,
¿y?
–Estacionaron
en un parque, vieron a una manchita de maricones, se acercaron despacio y
empezaron a perseguirlos, amenazándolos con pegarles. “Chivo conchatumadre, te
voy a volver hombre a pedradas”, dicen que le gritaba Pedro a uno de ellos.
–¿Y qué tiene que ver César Guerra con todo
eso?–intervino Gabriel
–Espera…
–Sigue, sigue–dijo Amanda, con chismográfica avidez
–Bueno.
La cosa es que uno de los cabros se tropezó, al parecer se le rompió el taco
del zapato y cayó al suelo. Pedro corrió para darle una patada. De pronto, el
maricón voltea y… ¿qué creen?
–¡Era César!–dijeron en coro, sorprendidos, Amanda y
Gabriel
–El mismísimo César Guerra. Sin colita, ni medias blancas.
–¡No jodas!–exclamó Gabriel
–No puedo creerlo–agregó Amanda, tapándose la boca
–Ahí no termina la cosa…
–¿Qué más pasó?–insistió Gabriel. No me digas que entre Pedro y César...
–Ja, ja. Nada que ver. Al verse cruzaron miradas, se
reconocieron mutuamente y se quedaron atónitos unos segundos. Luego Pedro lo
ayudó a pararse y se dieron un abrazo fuerte, de alma.
–Claro, ellos habían sido bien patas en el cole–apuntó Gabriel
–Ya se imaginan la cara de sorpresa de los otros cabros, que estaban mirando
todo desde detrás de un arbusto. Eso por no hablar de la cara de Fico, Piero y
Roberto, que estaban lejos de la escena, mirando boquiabiertos cómo Pedro
abrazaba de lo más entrañablemente a un travesti.
–Ja, ja, ja. Deben haber pensado que Pedrito se
enamoró del cabro en el acto–se burló Gabriel
–El asunto es que se abrazaron y se fueron a chupar
–¿A chupar qué?–ironizó Gabriel
–A chupar un trago, pues–precisó Renato
–Ay, amor, ¡no seas cochino!–reprendió Amanda
(“Bien que te gusta”, pensó Gabriel)
–Fueron
a tomarse algo y a conversar. Ahí César les contó todo y les hizo jurar lo
mismo que Fico me hizo jurar a mí, y lo mismo que yo les voy a hacer jurar
ahorita a ustedes dos, por muy infructuoso que resulte:
“que–esto–no–salga–de–aquí”
–Bueno, no hay nada que hacer. Esto se merece otro
brindis–propuso Gabriel, recogiendo su pisco sour de la mesa.
–¿Y por qué vamos a brindar exactamente?–inquirió Amanda
–Por los queridos y memorables cabrazos del Carmelitas–proclamó Gabriel, con
falsa solemnidad
La noche avanzó, larga y divertida. El lugar estaba
colmado de gente, los piqueos salían por montones, y la música discurría entre
canciones bailables y los infalibles hits ochenteros.
No hacía frío ni calor. Era una noche de setiembre particularmente fresca.
Afuera, algunos patrulleros dejaban oír su sirena en medio del vocingleo de
Barranco.
Gabriel
se paró de la mesa con ganas de mear. Entró al baño y esperó a que se
desocupara uno de los cuatro urinarios que estaban en fila, pegados a la pared.
Llegó su turno, vació su vejiga y sacudió la pichula mientras con el rabillo de
los ojos miraba a los meones del costado. Siempre hacía lo mismo: intentaba ver
lo más discretamente posible el tamaño de los penes de los demás para
compararlos con su miembro. Pocas veces lo conseguía. Acabó de mear, se lavó
las manos, se miró en el espejo, se sonó la nariz. Antes de dejar los servicios
higiénicos revisó su celular silenciado. Tenía cuatro llamadas perdidas. Todas
eran de María Pía. Tenía también un mensaje de voz. No le provocó escucharlo.
De vuelta a la mesa, encontró a todos muy animados. Amanda hablaba con algunas chicas de la agencia y Renato conversaba con Ernesto Escriben, el jefe de Gabriel, quien le elogió unos textos que había leído en El Comercio.
De vuelta a la mesa, encontró a todos muy animados. Amanda hablaba con algunas chicas de la agencia y Renato conversaba con Ernesto Escriben, el jefe de Gabriel, quien le elogió unos textos que había leído en El Comercio.
Todos habían pedido una ronda más de pisco sours y ya
empezaban a proponer planes para más tarde. “Vámonos a Gótica”, dijo alguien. “No, vamos a Bizarro”, sugirió otra voz. “Hoy hay una fiesta de salsa por
la avenida Brasil”, apuntó una de las chicas. “Ya sé, mejor un Karaoke”,
completó uno más.
Gabriel y Amanda se disculparon con el grupo y se
fueron por su lado. Renato hizo lo propio. Los tres se despidieron a la salida
deAyahuasca. “Nos vemos pronto”, le dijo Gabriel. “Llámame para
jugarte la revancha en tenis, a ver si ahora me ganas”, respondió Renato,
guiñándole un ojo.
Gabriel
dejó a Amanda en su casa. Emilio se había quedado al cuidado de una nana, así
que no pudieron pasar la noche juntos.
Él volvió a su departamento, arrojó las llaves sobre
la mesa de noche y prendió la tele de su cuarto. Se dejó caer en la cama y se
puso a hacer zapping. De repente, mientras conectaba el celular a la
pared, recordó el mensaje de voz que no había escuchado. Marcó un par de
botones. Tal como supuso, era de María Pía. Habían pasado dos semanas desde la
última vez que la había visto.
La
grabación dejaba oír una voz quejumbrosa, preocupada.
“Gabriel,
hola. Estoy mal. No me viene la regla, tengo mareos. Nunca me había atrasado
tanto. Tengo miedo de estar embarazada. Por favor, llámame apenas puedas,
tenemos que hablar en serio”
Eran casi las cuatro de la mañana cuando escuchó el
mensaje. Gabriel no pudo conciliar el sueño sino hasta las siete. Durmió solo
dos horas. A las nueve se despertó sobresaltado. Escuchó nuevamente el mensaje
del celular, esperando que no estuviera ahí, esperando que todo fuera parte de
una pesadilla. La grabación, lamentablemente, era la misma. La cabeza empezó a
darle vueltas y una sensación de vacío le anestesió el estómago. Se miró en el
espejo, estaba verde. Un minuto después se arrodilló delante del wáter para
vomitar. Entre el vómito un pedacito de lomo destacaba, intacto.
RENATO CISNEROS
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