martes, diciembre 24, 2013
15 EL VINO - EL CINE
Un
viernes salió temprano del trabajo y fue a buscarlo a la agencia. Gabriel le
tenía prohibidos esos arrebatos desde aquella vez en que lo visitó sin avisar,
pero ella hizo caso omiso a sus advertencias: estaba segura de que, una vez que
estuviesen frente a frente, doblegaría con sus encantos cualquier regla que él
se esforzara en imponer.
Manejó con dirección a Salaverry y se detuvo en el Wong de la avenida 2 de Mayo para comprar un vino blanco. Varias veces había oído a
Gabriel comentar cuánto le gustaba el vino blanco, así que supuso que sería
buena idea llevarle uno. Su plan era obsequiárselo con una única condición: que
lo tomara con ella esa misma noche, noche que desde luego esperaba que pasaran
juntos.
Como María Pía de vinos no sabía un carajo, se dirigió
a la sección de licores de la tienda y le pidió al sommelier petiso que allí atendía que le mostrase “el vino
blanco más rico y más caro de todos”.
Presto y diligente, el sommelier –que además de petiso era mañoso y no dejaba de
admirar el culo bien formado de María Pía, más firme gracias a los tacos y la
apretada falda del uniforme de la oficina– la condujo hacia una cava selecta y
refrigerada.
“Señorita, el mejor vino que tenemos es el Rutini. Este es el Rutini Sauvignon Blanc”–informó el hombrecito, mostrándole una botella con
cuidado, como si fuese una costosa y delicada pieza de museo. “Es de color
amarillo verdoso, tiene un aroma muy intenso y frutado que contiene fragancias
de pomelo rosado y algunos toques de hierbas y pasto. Al paladearlo notará en
la boca que el sabor frutado lleva un leve gusto a vainilla, gracias al tiempo
que el vino pasa en contacto con la madera. Digamos que es un vino de buen
equilibrio ácido”.
María
Pía sintió que el petiso le estaba hablando en arameo, o en alguna lengua
muerta. No entendió ni mierda, se sintió perdida. Sin embargo, en lugar de
quedarse callada y poner cara de circunstancia, quiso hacer algún comentario
que disimulase su ignorancia enológica y vitícola. Fue peor.
–Ah, algo así como el Gran Tacama,
más o menos…
“Esta gringuita potona no es más burra porque no
practica”, pensó el sommelier que, sin perder su didáctica sonrisa, tuvo el tino de
hacer como si no hubiera escuchado nada y proseguir con su amanerada
explicación.
“Mire, también puedo ofrecerle el Rutini Chardonnay, que es este de aquí. Es de color dorado con marcados
reflejos verdes. Su aroma, a diferencia del anterior, es intensamente frutado,
ya que el contacto con la madera le confiere un suave dejo de vainilla que
ennoblece su perfume a frutas tropicales. Se dice que es largo y complejo, de excelente
frutosidad y gran persistencia en la boca. Si me permite, yo lo calificaría
como un blanco fino y equilibrado”
María
Pía se sintió nuevamente desubicada, como en una clase avanzada de
trigonometría del espacio. Enormes signos de interrogación bailaban sobre su
cabeza. Esta vez, para no pasar por sonsa, apuró el trámite y fue directamente
el grano:
–¿Y
a cuánto está ese, que suena más rico?
–El precio del Chardonnay es de ciento veinticinco dólares
María
Pía reprimió un alarido de incredulidad. Esperaba gastar, máximo, cincuenta
soles, así que el dato del precio la desacomodó.
–No se va a arrepentir señorita–arengó el sommelier, mientras aprovechaba que ella estaba concentrada
haciendo cálculos con los dedos de una mano, apoyada en su pierna derecha, para
echarle un último reojazo a ese trasero de calendario.
–Está
bien, lo llevo–anunció María Pía y para no deprimirse por el desembolso pensó
rápidamente en Gabriel, en la bonita sorpresa que le daría, en lo rico que la
pasarían juntos en su departamento, bebiendo lentamente varias copas de ese
vino carísimo que tal vez –especulaba ella, mientras caminaba hacia la caja
registradora con la ceremoniosa lentitud de quien camina hacia la horca– hasta
podía resultar afrodisiaco.
Con el vino en un pequeño baúl de madera puesto a los pies del copiloto, María
Pía condujo su Swift azul hasta el cruce de Salaverry con Javier Prado y
estacionó a dos cuadras de la oficina de Gabriel. Antes de bajar extrajo de su
cartera un frasco de perfume y se roció un poco alrededor del cuello y otro
poco en la parte interior de las muñecas, antes de frotárselas. Luego desplegó
el tapasol, abrió el espejito, se echó un vistazo, se alisó el pelo y quedó
lista. Sacó la botella del mini baúl y la llevó en la mano, como para impactar
a Gabriel y no darle tiempo ni siquiera de enojarse.
Ahí estaba María Pía, caminando por la vereda sin
apuro (“no vaya a ser que se me rompa un taco, se me caiga el vino y la
cagada”), imaginando la cara que pondría Gabriel cuando la viera y, más aún,
cuando viera el botellón de Rutini de más de cien dólares que le había comprado.
Eran
aproximadamente las 6 de la tarde. Aunque el viento soplaba en todas
direcciones, no hacía frío. El cielo, descapotado de las nubes grises del
invierno, dejaba apreciar los tibios rezagos de un pálido sol.
De
pronto, cuando estaba a una exacta cuadra de la agencia, María Pía se detuvo.
Frenó de golpe, como si se acabara de acordar de que había dejado encendida una
hornilla o abierto el grifo del baño. Luego, sin importarle ya los tacos,
corrió y saltó como una liebre hasta desaparecer detrás de una pared. Su
sonrisa traviesa se convirtió en cuestión de segundos en una mueca dura,
esculpida por el asombro, la vacilación, el enfado.
A
unos cien metros vio que Gabriel y Amanda salían de la oficina abrazados,
riéndose, con dirección al mismo Volkswagen en el que ella tantas veces había
estado y que de alguna equivocada manera sentía que le pertenecía. Nunca en su
vida había visto a Amanda, pero supuso que era ella. Tenía cara de serlo,
porque llevaba inyectadas en la frente y los pómulos la parsimonia y suavidad
de ese nombre.
Humillada,
con el vino bajo el brazo, vio cómo Gabriel abría la puerta de Amanda –un gesto
cortés que nunca había tenido con ella–, notó cómo Amanda le levantaba el
pestillo y vio cómo los dos se decían algo antes de fundirse en un beso
delicado, entreabriendo apenas los labios. Era un beso suave, cálido, que no
tenía nada que ver con los chupetazos salvajes, desprovistos de toda devoción,
que ella recibía de parte de él, que acostumbraba a pasear su boca lujuriosa de
vampiro en celo por todos los recovecos de su cuerpo: su nuca, su espalda, sus
tetas carnosas, su afeitada entrepierna. El Gabriel caballeroso que estaba
viendo no se parecía en nada al treintón depravado con el que ella se iba a la
cama a escondidas.
Estuvo a punto de correr hacia el auto, hacer estallar
la botella deRutini contra
el parabrisas y armar un escándalo, pero por fortuna recobró a tiempo la
conciencia y desistió.
Muy internamente, María Pía sabía que no estaba en
posición de reclamar nada. Por horrible que sonara, sabía que era la trampa, eltire de Gabriel y –por más
que en silencio aspiraba a convertirse algún día en su novia– sabía que aún no
le correspondía quejarse, mucho menos provocar una escena.
No
le dolió tanto el papelón de estar ahí, parada como una cojuda, con el vino
helándole la axila, como la certeza de que no era ella, sino otra, la mujer que
pertenecía a Gabriel. El modo embobado en que él miraba a Amanda, la risa
amorosa que ella le devolvía, las ondas de cariño que flotaban entre ambos,
instalaron a María Pía en esa imprecisa frontera que limita la decepción con la
amargura.
(...)
Una
hora después, con la botella de Rutini a medias, sorbiendo el vino con shots de
tequila, María Pía se quejaba de su suerte con Rocío, la amiga incondicional
que aguantaba todos sus berrinches.
–La única culpable soy yo, pero qué hago. Estoy
enamorada de ese huevón
–Yo diría que estás obsesionada
–No. Estoy templada, Chío
–Es un idiota, Pía. No sé qué haces detrás de él
–Él también me quiere, solo que se siente comprometido con esa chica, que es
mamá, que se ha separado, que está pasando por un mal momento. Son amigos de
colegio. Está confundido nada más.
–Ay, amiga, te están viendo la cara y tú ni cuenta…
–Nada que ver. Todo va a ser diferente cuando termine con ella y podamos…
–¿No entiendes no?–intervino Rocío, cortándola de golpe–. Cómo te lo explico,
María Pía Arbulú. A ver, te lo voy a decir lentito para que la captes…
–¿Qué cosa?
–Tu adorado Gabrielito–no–va–a–terminar–con–Amanda
–¿Por qué dices eso? Estoy segura de que sí
–Bueno, sabes qué: sarna con gusto no pica. Yo solo te advierto
–Te apuesto a que si ella se entera de lo mío con Gabriel, terminaría al toque
con él
–Ni pienses en eso
–¿Por qué?
–Porque él lo negaría
–No, no sería capaz
–Ja, ja. Permíteme que me ría. Todos los hombres son capaces de negar a muerte
sus pendejadas con tal de salir bien librados. Toditos.
–Gabriel no. Él me ha dicho que…
–Aj, mejor ni me cuentes lo que te ha dicho porque más cólera me va a dar…
–Bueno, pero estoy segura de que no se atrevería a negar lo que tenemos.
–Ay, Pía. Tengo cinco hermanos y como treinta primos. He crecido rodeada de
hombres, viéndolos, escuchándolos. Créeme: sé muy bien lo que te digo. Si lo
metes en problemas, te va a negar con el mayor cuajo del mundo.
–Me haces reír, Lombardi. Espero que siempre conserves
ese poder. Esto no está siendo nada sencillo y reír me hace bien.
–Para mí no es fácil tampoco
–Tenme paciencia. No quiero sentir que te exasperas, te juro que eso me baja
las pilas un montón. De nada me van a servir las sesiones con la psicoanalista
si tú no me apoyas en esto…
–Ven aquí, dame un beso–pidió Gabriel, zafando cuerpo
Esa tarde se metieron al cine. Eligieron de la
cartelera una película tan emotiva y triste como la propia historia que estaban
viviendo:P.S.
I love you.
Entraron
y las luces ya estaban apagadas.
En la pantalla el esposo irlandés de Hillary Swank acababa de morir a causa de un tumor. Minutos más
tarde, cuando ella cumple 30, recibe una grabación y unas cartas que él había
dejado preparadas para animarla a seguir viviendo.
–Esas cartas me recuerdan los mails que me mandabas al principio–le comentó Amanda a
Gabriel, en medio de la oscuridad de la sala, iniciando una de esas conversaciones
de cine donde hay que hablar en voz baja, de costado, sin mirarse a los ojos.
Sus palabras arrastraban cierto tono melancólico.
–Bueno, tú tampoco me escribes–precisó Gabriel,
demasiado tajante para sonar irónico
–¿Pero por qué te pones a la defensiva? Solo te digo que ya no me escribes
correos como antes, nada más.
–Amanda, estamos en el cine. No vamos a discutir aquí ¿no?–contestó Gabriel,
con innecesario sarcasmo, obviando lo sensible que ella estaba.
Amanda
bajó la cabeza y la meció despacio, como diciendo “no sé qué hago aquí”.
Previendo
el inicio de una de esas crisis neuróticas que tanto le fastidiaban, Gabriel se
tragó el orgullo, la abrazó con fuerza y la atrajo hacia su hombro.
En la pantalla Hillary Swank lloraba con una de las cartas de su esposo muerto, y
junto con ella toda la platea se deshacía en una musiquilla gutural hecha de
gimoteos, pequeñas ráfagas de llanto entrecortado, babas y mocos aspirados con
fuerza.
–¿Nunca
me vas a dejar no?–preguntó Amanda de repente, acaso persuadida por el filme,
aunque también conmovida por la inmensa soledad de la que se había sentido
presa últimamente
–Claro
que no, sabes que te amo–respondió Gabriel, sin ganas ni brillo, incapaz de
tolerar el modo melodramático en que Amanda le exponía sus dudas e inquietudes.
Amanda
se ovilló a su costado, acurrucándose como un pajarito con frío. Por primera
vez desde que se habían reencontrado, Gabriel deseó estar con otra persona. O
más precisamente: deseó estar con María Pía. O más precisamente: deseó no estar
en el cine con Amanda, sino en la cama con María Pía.
Imaginó
ese cuerpo torneado sobre el suyo, se excitó, pero inmediatamente desbarató la
escena, arrancándosela de la cabeza.
Arrepentido
de haber alimentado fugazmente ese pensamiento, avergonzado por su falta de
comprensión, y tratando de mitigar sus propias maquinaciones, Gabriel abrazó
más fuerte a Amanda y le dio un beso en la frente. Era una muda compensación a
la escena ardiente y desleal que se le había cruzado por la mente como una
llamarada de fuego.
Amanda, cuyo ánimo por esos días era tan cambiante e
impredecible, reaccionó ante esa pequeña muestra de afecto como si de una
inyección de testosterona se tratase, y de la nada, sin ninguna lógica, comenzó
a besar a Gabriel de modo desaforado, toqueteándolo bajo la ropa, sin
importarle ya las cartas que Hillary
Swank humedecía con sus lágrimas, ni el
sollozante público de las filas de atrás, que veía con desagrado (o con
envidia) cómo ellos se estrujaban, libidinosos, indiferentes a la película.
La
proyección terminó, se encendieron las luces, la gente se fue parando de a
pocos.
Amanda
se puso de pie. No se terminaba de acomodar la chompa cuando oyó que alguien la
llamaba
–¿Amanda?–gritó
una voz chillona, casi infantil, como de niña vieja
Al
voltear, se encontró con Claudia, la amiga de sus hermanas, la que había jugado
Charada con ellas en La Cantuta, la pesadita esa que le había dicho por
teléfono que quería mostrarle las fotos de su Luna de Miel en San Sebastián.
Claudia
y su esposo, Gonzalo, habían estado todo el tiempo en la fila de atrás. Como
Amanda y Gabriel entraron a la sala cuando las luces estaban apagadas, no hubo
manera de que los viesen.
Amanda
se sintió descubierta in fraganti y no supo reemplazar a tiempo su pasmosa cara
de “ya me jodí”.
En segundos entendió que Claudia y Gonzalo habían
reconocido su silueta y su perfil en la penumbra del cine; que quizá hasta le
habían prestado más atención a ella que a la propia Hillary Swank, y que sin duda la habían visto besuquearse con ese
chico que no era precisamente su esposo.
–Claudia,
Gonzalo, hola, qué tal…–titubeó Amanda, sin otra cosa que decir, roída por una
profunda vergüenza, la vergüenza que probablemente sentiría una adolescente al
ser descubierta por sus padres después de haberle estado chupando el pito a su
enamorado.
Todo
era tan explícito que una aclaración culposa hubiera resultado más torpe
todavía. En medio de la oleada de bochorno, Amanda se hizo de agallas, apostó
por la conchudez e introdujo a Gabriel en la conversación.
–Gabriel,
ella es Claudia, él es Gonzalo
Los
besos y apretones de mano se sucedieron acompañados de sonrisas y gestos de
refinada hipocresía
Claudia
le pidió que saludara a sus papás y hermanas, porque hace tiempo no los veía.
“Cariños a Jaime y Emilito también”, dijo, intrigante, esparciendo en el aire
un intencional tufillo de sorna y cachita. Luego se fue de la mano con Gonzalo,
no sin antes despedirse de Gabriel con una mirada torva, de arriba abajo, como
de inspección pero más como de censura.
“Ahora
sí me fregué”, dijo Amanda con desconsuelo, enterrando la cabeza en el tapiz.
Gabriel le levantó la cabeza desde el mentón y se dio cuenta de que tenía la
cara atravesada por una expresión penosa y vacía. Parecía una niña llorosa que
acababa de caer con su vestido nuevo en medio de un lodazal.
Gabriel manejó hasta la casa de Amanda sin abrir la boca. En medio de ese
silencio –apenas recortado por la voz de Los Prisioneros que salía de los parlantes cantando Estrechez de Corazón– ambos se perdieron en sus propias divagaciones.
Fueron
cuadras de cuadras cargadas de una surrealista languidez. Gabriel extrañaba la
primera versión de Amanda, la del colegio y también la que reencontró hacía
menos de tres meses. Por su parte, Amanda, no menos decepcionada, sintió que
estaba al lado de un extraño, un hombre que no le hablaba ni la comprendía, un
sujeto que bien podía ser un taxista.
–Bueno, nada, te llamo mañana–dijo Gabriel apenas
llegaron al edificio de El
Golf
–¿No vas a quedarte? Emilio está donde Anacé
–No, amor. Mañana voy a jugar tenis temprano con Renato. Prefiero irme a mi
casa
–Bueno, qué pena
–Creo que es mejor. Tú estás un poco sobresaltada y…
–¡Es increíble que no puedas entenderme!, Gabriel
–¡Sí te entiendo! Pero prefiero evitar…
–Sí, sí, ya sé. Esa es tu especialidad: evitar
Amanda
se bajó del auto, cerró la puerta metálica con fuerza y entró rápidamente a su
edificio, desapareciendo por el lobby. El portero la vio pasar alterada y desde
su silla no pudo evitar echarle a Gabriel una mirada de ira y desconfianza.
Gabriel
avanzó con el auto unas cuantas cuadras y se detuvo para aparcar. Sacó su
celular del bolsillo del pantalón y marcó un número. El reloj del tablero
indicaba que eran las 9:14 de la noche. El motor aún estaba encendido.
–¿María Pía? Hola, cómo estás, quiero verte–saludó
Gabriel, monocorde, decidido
–¡Vete a la mierda!
–¿Qué te pasa?
Embriagada, colérica, pero sin perder los estribos,
María Pía le comenzó a recriminar sus atenciones con Amanda. Controlando el
llanto, le contó que le había comprado un vino, que quiso darle una sorpresa,
que lo vio besándola en el Volkswagen. Para Gabriel fue facilísimo voltear la tortilla de
esas acusaciones, recordándole que nunca le había mentido acerca de nada.
"Tú sabías desde un inicio cómo eran las cosas", recalcó.
Gabriel
insistió en verla. María Pía se opuso pero, tras unos minutos de impostado
despecho, acabó cediendo.
–Paso por ti en unos minutos.
–Ya, pero apúrate, porque si no me voy con Chío por ahí.–Frente a ella, Rocío
la miró con desaprobación, como diciendo “anda mula y piérdete”
Gabriel
se frotó las manos como una mosca y pisó el acelerador. Aunque no lo reconocía,
su adicción al sexo con María Pía estaba destruyendo todo lo que había
conseguido con Amanda. En los complacientes diálogos consigo mismo, él
aseguraba que eso era solo un amistoso choque y fuga que de ninguna manera
afectaría su relación con Amanda. Su excitado egoísmo le impedía darse cuenta
de que la situación se le estaba escapando por completo de las manos.
Era como si estuviera jugando temerariamente con una
granada de guerra cuyo dispositivo de seguridad ya hubiese sido retirado. La
explosión era solo cuestión de tiempo.
RENATO CISNEROS
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