jueves, agosto 08, 2013

MUJERES PROHIBIDAS

De chico oía con entusiasmo una teoría demográfica que no sé si les suene familiar. Era una tesis muy optimista y prometedora que decía algo así como que “por cada hombre que existe en el mundo hay siete mujeres”. 

En ese tiempo, yo creía paparulamente que ‘el mundo’ estaba constituido únicamente por los tres o cuatro espacios en donde mi vida diaria se desarrollaba: el colegio, el club, el barrio. Tan mongo despiste provocó que en mi corazón creciera una permanente expectativa por encontrar a la vuelta de la esquina a las siete fulanitas que estadísticamente me correspondían.

La expectativa se hizo más inquietante cuando vi en la televisión a Ricardo Badani (el polígamo más famoso de estos lares). Al enterarme de que él tenía seis mujeres y que convivía pacíficamente con todas, lo adopté como si fuera un ídolo deportivo al que había que imitar.
La realidad, por supuesto, se encargó de demostrarme que esa teoría popular no era nada más que un mito irresponsablemente divulgado; y que no solo no había siete mujeres para cada hombre, sino que bastante afortunado debería sentirse uno si llegaba a encontrar siquiera a una sola.
En los últimos años he caído en la cuenta de que, numéricamente, las proporciones entre varones y féminas parecen estar planteadas incluso al revés de lo que aquella teoría postulaba. Por lo menos en Lima. No es posible que cada vez que entre a un bar o a una discoteca me invada la misma impresión: que el lugar está copado por más hombres que mujeres. Tan repetida es esa situación que la frase “vámonos, que hay puro calzoncillo” se ha convertido en una muletilla en boca de los tres o cuatro amigos solteros que me quedan y con los que acostumbro dar vueltas los fines de semana.
Es como si con el paso del tiempo el universo femenino se hubiese estrechado de una manera completamente abusiva. Durante mi etapa en la universidad, por ejemplo, el segmento de chicas era amplísimo. No habría siete mujeres por cada hombre, pero se podía notar una apreciable cantidad de muchachas circulando por el campus. Yo, que estuve casi todos esos años con una enamorada de otra universidad, nunca saqué real provecho de ese tropel de veinteañeras disponibles que se deslizaban del modo más silvestre por pasadizos, rampas y jardines.
Digo esto con una vaga mezcla de piconería y nostalgia porque ahora, a los 32, con casi todos mis amigos casados, y dedicado al trabajo como un obseso, me percato de que el universo femenino al que tengo acceso no solo se ha reducido, como decía líneas arriba, sino que está atiborrado de mujeres sobre las que cae la maldita conjura de lo prohibido. Por más que me gusten son mujeres en las que no me conviene fijarme, con las que debo reprimirme para ahorrarme problemas. Están por todos lados, cruzándose a menos de un metro, devolviéndome fugazmente una mirada, poblando mi cabeza de incógnitas acerca de lo que podría ser y no será: son mujeres vetadas y meterme con ellas sería meterme en un lío.
Pienso, por ejemplo, en las alumnas de la Universidad. Sé que hay casos de profesores que se enredaron con sus estudiantes, algunos hasta el punto de casarse, pero en general los códigos de ética universitarios te conminan a tratarlas con un punto de asexuada indiferencia. No vale coquetear con las alumnas, por muy buenas que estén. No vale. No es lo que corresponde. Pueden expulsarte por eso. Aunque, valgan verdades, sería justo también que ellas tuvieran bien claro ese precepto, porque algunas –que seguramente han visto muchas veces las repeticiones de la novela Carmín (o su remake Besos Robados)– te tientan, con miradas traviesas e infartantes cruces de piernas que pueden hacer que empieces a decir tonteras que poco o nada tienen que ver con la materia de la que te deberías ocupar.
En el colmo de la infidencia reconoceré que sí, que más de una vez una alumna me ha llamado la atención, y que he tenido que concentrarme el doble para proseguir con la clase y no extraviarme en el níveo paisaje de una coqueta sonrisa de sexto ciclo. Ahora ya no me pasa, pero cuando empecé a dictar, a los 21, no podía evitar quedarme mirando a las chicas más bonitas del salón. Debo haber parecido un imbécil: estático en medio de la pizarra, balbuceando una lección, moviendo la cabeza como esos tembleques perritos de juguete que los choferes de combi y taxi colocan en la consola de sus autos.
Recién cuando las alumnas se convierten en ex alumnas adquieren ese invisible sello de accesibilidad que durante cinco meses les fue negado, aunque, claro,así como ellas por fin ganan la etiqueta de ‘disponibles’ y se convierten en potenciales conquistas, tú –que ya no eres su ‘profe’ y que ya no tienes el poder de la calificación– pierdes de inmediato el estatus de ‘interesante’. Vaya paradoja.
Cuando hablo de mujeres prohibidas también pienso en la mayoría de chicas del trabajo. En las distintas chambas en que estoy metido, en las diferentes oficinas a las que concurro, hay varias mujeres, jóvenes y no tan jóvenes, atractivas y apetitosas. Algunas están casadas; otras tienen novio y están por casarse; otras tienen enamorado; otras están solteras pero tienen un hijo; y solo unas pocas están absolutamente libres de cualquier compromiso.
Pero más allá de su estado civil –que ciertamente no es un detalle menor– son, pues, chicas que trabajan conmigo, quizá no en la misma área, pero sí en la misma empresa, y eso tiene sus inconvenientes. Hay un dicho que, en medio de su vulgaridad, contiene un gramo de sabiduría: “donde se come no se caga”, y yo trato de guiarme de ese consejo. 

Como en todo, aquí hay excepciones a la regla. Tengo dos buenos amigos (Fernando Sáenz y Carmela Rosas) que se conocieron en el trabajo y como pareja les va de maravilla. Cada uno hace su vida laboral casi independientemente del otro y no chocan ni entran en pleitos tontos. Será porque están sinceramente enamorados o porque ya no son ningunos chiquillos; no sé, el hecho es que son un caso insular y atípico. Sin embargo, no me fiaría de su ejemplo; tener aventuras o noviazgos incipientes con gente del trabajo siempre trae cola, se presta a malentendidos, desata chismes, genera perjuicios antes que estabilidad. Por ese lado, entonces, también ando frito. Las mujeres que me gustan del trabajo (y que mientras esto leen seguramente saben que me refiero a ellas, porque me parece que torpemente se los he hecho saber) tienen en la frente una señal de STOP que frena mis impulsos más primarios. Igual, que se cuiden, porque esas fiestas de fin de año, donde corren caudalosos ríos de alcohol, son ocasiones perfectas para perder los estribos durante todo el año controlados y hacer confesiones inapropiadas, dignas del más soberbio cachetazo. Quisiera prometerles desde aquí no insinuarme jamás, pero no sería leal ni consecuente con el chico desubicado y temerario que también me habita.

Otras mujeres prohibidas son las de la propia familia. Ya sé que Mario Vargas Llosa se casó con su prima, y que Marina Mora también, pero nuevamente vuelvo al punto: no suele ocurrir comúnmente. Y me parece que hay algo injusto en eso, porque uno crece jugando a la enfermera y al doctor con las primas, y muchas veces uno se estrena en el arte de besar con las primas, y no vale que después tengas que mirarlas con ojos de hermano menor. 

Yo de niño, por años morí por mi prima Cristina (hoy casada en Estados Unidos y con cuatro hijos), pero siempre debí mirarla con la apenada distancia de quien quiere en silencio. A decir verdad, lo mismo me pasó con Carolina, Claudia y Mayisa, sus hermanas, pero bueno, esos son detalles que no alteran el espíritu de la historia.

Dicen que “con la prima hasta que gima”, pero también dicen que los hijos de parejas de primos nacen con serias insuficiencias intelectuales (y a veces, cuando leo lo que escribo, me pregunto si mis papás no habrán sido, en realidad, íntimos primos hermanos).
Tengo otras primas muy guapas, como la actriz Paloma Yerovi Cisneros, por ejemplo, pero tampoco podría mirarla con ojos que no sean los del aprecio genealógico. O mejor dicho, sí podría mirarla (es más, ahora que lo pienso no estaría nada mal robarle un beso), pero me expondría a que venga su novio, me aplique un torniquete en el cuello y me lesione de por vida. O tal vez la propia Paloma, cual Doña Florinda indignada, me colorearía el cachete de un estruendoso palmazo y me rompería una botella de cerveza en el cráneo. Ante esas eventualidades, creo que es mejor abstenerme y seguir mirándola con los ojos castrados de primo mantequilla.
No sigo con el repaso porque me estoy avinagrando el hígado. Casi todas las mujeres que me gustan y tengo cerca son inaccesibles. Ya sea porque son alumnas, o porque son compañeras de trabajo, o porque son parientes, o porque están felizmente casadas, o porque están infelizmente casadas pero nunca cometerían una infidelidad (por lo menos no conmigo, que no soy Antonio Banderas precisamente).
Hay otro subgrupo en esta colada: las hermanas de mis amigos. Por si fuera poco, también con ellas hay que ponerse una venda porque, de lo contrario, sus hermanos se olvidan de que son tus amigos y te mandan al diablo. Recuerdo que cuando tenía 8 años mi mejor amigo (Roberto Guerra) le dio un beso a mi hermana detrás de una cortina de mi casa. Al verlos, monté en cólera y, guiado por una furia que no he vuelto a tener nunca más, le coloqué un puñete en el mentón y le quité el habla durante meses.
Cuando uno se enamora de la hermana de un amigo cae en una típica reflexión de persuasión para tratar de convencer al amigo de que es mejor que su hermana esté contigo antes que con un extraño:
¿Acaso prefieres que esté con un desconocido, que no sabes cómo es, ni qué vicios tienes? Tú me conoces hace años, cuñao, sabes que la voy a cuidar”.
Y, claro, los hermanos afectados, que conocen al dedillo todas las trampeadas de las que sus amigos mañosones han sido protagonistas, están en todo su derecho de contestar: “Justamente porque te conozco es que prefiero que ella esté con un desconocido”.
Por eso, para evitar enemistades que me dolerían, prefiero hacerme de la vista gorda. Es más, arriesgo un juramento: nunca intentaré nada con la hermana de un amigo, por muy bonita que se ponga (mis hermanos del alma Pío y Robotv pueden estar tranquilos).
También meterse con una amiga de tu hermana crea un cisma. Sobre todo si tus buenas intenciones son, digamos, pasajeras. Un choque y fuga, un roce técnico con una amiga de tu hermana –a no ser que sea ella quien lo propicie– te generará un problema demasiado embarazoso. Y si tu hermana es, como la mía, una abogada que no cree en nadie, pues peor.
Después de toda este reflexión, y casi en tono de clamor, pregunto al aire:¿dónde coño están, entonces, las chicas disponibles, las permitidas, con las que se puede ensayar un intercambio sin meter la pata, con las que no perjudicas a tu entorno, ni afectas tus rutinas, ni ofendes a terceros?
Aunque suene cansino, perseveraré en mi intento de encontrar alguna mujercita que esté libre de ataduras. En los últimos días he tenido buenas corazonadas al respecto; ojalá nomás que no me esté equivocando.
RENATO CISNEROS

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