viernes, marzo 29, 2013

VIERNES SANTO

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Lo asumí como un milagro de Semana Santa. Mi religiosidad hace rato que anda entumecida, pero una evidencia como esa me hizo preguntarme si era posible que en esos días de recogimiento el Señor obrara de modo tan categórico en algunos de sus hijos más descarriados.
 Ahí estaba él: Gustavo Palacín, un viejo amigote de mis ya lejanas noches de soltero curioso y manolarga.
Ahí estaba, saliendo de la misa de viernes santo que se acababa de celebrar en el descapotado templo playero del balneario en donde nos encontrábamos.
Ahí estaba, con esa cara de querubín redimido, de apóstol llorón, de arcángel expulsado y vuelto a admitir en el Paraíso.
Curiosamente, no caminaba solo: lo hacía de la mano de Alessandra, a la que me presentó como su enamorada. Mientras la saludaba pensé que se trataría de una conquista reciente, pero Gustavo hizo una aclaración que me descuadró. “Estamos desde hace 2 años y medio”, dijo, sobándole el hombro. La chica –que lo miraba como mirarías a tu artista favorito– estiró la sonrisa lo más genuinamente que pudo y ladeó la cabeza con aire risueño.  
¡Dos años!, pensé, sin abrir la boca, y luego desvié la conversación para preguntar las tres o cuatro estupideces cordiales que uno pregunta cuando se encuentra con alguien conocido después de tanto.  

Me despedí para continuar mi camino rumbo a la bodega, pero en el trayecto no pude dejar de pensar en Gustavo, en su novia y en lo que me habían contado hacía solo dos semanas.
¿Habría sido él, en realidad, el sujeto que salió corriendo del Moonlight, ebrio de whiskys dobles, tambaleándose por las escaleras, sin pagarle a la ‘dama de compañía’ con la que se había encerrado en un privado? ¿No habrá sido una equivocación? ¿No será que Lalo –mi informante– también andaba borracho y solo imaginó, o tal vez soñó, lo que aseguraba haber visto?
–¿Estás seguro de que era Gustavo?–le pregunté la noche en que, salivoso, me narró los hechos con esa mezcla de indiscreto entusiasmo y falso pudor.
–Te lo juro por mi santa madre que está en el cielo, cuñao. Si hasta me lo confirmó Jesús, el dueño del Moon, que es mi yunta–contestó Lalo, besándose la cara exterior del dedo pulgar de la mano derecha
–Mira que hay que tener cojones para llamarse Jesús y regentar un puticlub, comenté, desviándome del tema
–Uy, lo adoran a Jesús. No sabes. Ese es, literalmente, su templo
–Mientras lo adoren y no lo claven, todo bien, supongo
–Ja, ja
–Bueno, ¿qué te dijo Jesucito exactamente?
Que Gustavo se quitó esa noche borrachaso, sin pagarle a la puta. Estaba empinchadazo con él.
–Qué raro. ¿Y por qué no habría querido pagarle?–porfié, escéptico, colocándome en el lugar del abogado del diablo
Lo que la chica dijo es que a Gustavo nunca se le paró el  pirindolo. Y que seguramente se largó frustrado por eso
–¿En serio?
Sí. Por más que le chupó el chorizo por media hora, nunca pudo armarse por completo. Eso dijo. Cuando ella entró al baño para cambiarse escuchó el ruido de una puerta: al salir notó que Gustavo ya no estaba. Corrió adonde los vigilantes para avisarles que no le había pagado, pero no pudieron hacer nada. Como es un cliente conocido, lo habían dejado irse nomás. No desconfiaron de su apuro.
–Pobrecito ese huevón
–Y eso que la chica era Glenda, una colombiana que es la más mamacita de todas. No entiendo cómo no se le pudo parar con Glenda. De solo pensar en ella ya se me está inquietando el maní. 
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 Luego Lalo me contó que siete días antes de ese papelón al pobre Gustavo le había ocurrido exactamente lo mismo con la misma voluptuosa chica del club. La llevó excitadísimo a un cuarto, se calateó y a la hora de la hora –juá– se le chorreó el pipilín. Intentó procurarse unos palpamientos que le devolviesen vigor, pero no lo consiguió. Esa vez, aunque no pudo consumar sus deseos, caballero nomás, canceló los cien dólares del servicio y se fue calladito, jurando revancha.  
Es por eso que una semana después –cuando le volvió a fallar el pequeño y carnoso amigo de la entrepierna–  salió espantado, huyendo, quizá no de la responsabilidad de pagar otra vez por un sexo que no tuvo, pero sí de la vergüenza de descubrirse nuevamente incapaz.
Había vuelto para vengarse, para demostrarle a Glenda cuán cachondo era y cuán ansioso estaba por encamarse con ella, pero todo le salió mal. Si de algo trataba de escapar, insisto, era del terrorífico fantasma de su propia impotencia. 

(…)

Pero qué poco se parece ese Gustavo ebrio, pingaloca  afiebrado, asiduo a los nightclubs más prestigiosos de Lima con el Gustavo manso y angelical que salía de misa el Viernes Santo, acompañado de esa criatura bellísima que es su enamorada.
¿Podrían ser la misma persona? ¿Podría alguien tener el cuajo o la habilidad suficientes para dar vida con tanta convicción a dos personajes tan abismalmente distintos? 
Mientras regresaba de la bodega comencé a sospechar de todas las parejas que caminaba abrazadas y sonrientes por el malecón, dispuestas a no comer carne en honor a la fiesta de guardar. Me alejaba de ellas, rumiando preguntas malévolas y buscando desesperadamente alguien que me vendiera una buena hamburguesa.
¿Cuántos de esos hombres y mujeres tendrían una  perversión secreta? 
¿Cuántos una doble vida? ¿Cuántos mantendrían uno(a) o muchos(as) amantes?
¿Cuántos se habrían acostado con otras personas a espaldas de sus parejas?

Me quedé en el malecón, pensando en que el amor es, o debería ser, un acto de fe. No me refiero desde luego a la fe impostora que muchos practican en Semana Santa. Esa fe mugrienta, cínica, conveniente, que lleva a algunos a desentenderse de la religión 360 días y que, repentinamente, los convierte en piadosos feligreses durante las Pascuas.
Dios me libre de tener esa clase de fe.
Me refiero más bien a la fe ciega en la que el amor –me parece– debería basarse. Sin embargo, lo terrible de esa fe es que, siendo digna y leal, es inmensamente cruel.
Por un lado, si confías plenamente, si pones tus manos al fuego sin miramientos, corres el riesgo de ser herido, sorprendido.
Pero por otro lado, si desconfías un poco, te agotas, te desgastas, te consumes en tus propias especulaciones.
Lo ideal –y aquí cito textualmente a Robotv– es andar relajado, pero alerta.

Hay quienes prefieren no saber, no enterarse de las probables pellejerías de su pareja. Prefieren vivir un amor público armonioso, estándar, funcional. Quizá algo intuyen, algo les huele mal, pero prefieren hacerse de la vista gorda: no vaya a ser que sus intuiciones sean ciertas y tengan, qué flojera, que empezar de cero. 
Hay otros que no, que viven a la defensiva, en permanente actitud policiaca y suspicaz. Muchos de ellos –acaso temerosos de que vuelvan a traicionarlos– no pueden controlar la manía de querer verlo todo y saberlo todo (incluido el password de la pareja).
Yo creo que Alessandra es una chica que confía. Tal vez algún presentimiento la desvela cada vez que Gustavo le dice que tiene que trabajar hasta muy tarde en la oficina, pero prefiere no hacerse paltas. Eso sí, si descubriera que él le es infiel, y que se escapa al Moonlight para acostarse con Glenda (aunque no logre fornicar con ella, porque el pájaro no se le yergue), estoy seguro de que lo sometería a una  castración  sin anestesia y colgaría su miembro (ahora sí, inerte de verdad) en medio de la plaza mayor.
Y creo que Gustavo es un tipo que juega con fuego y que vive pagado de su suerte. Sin duda quiere a Alessandra, eso se nota, por lo menos yo lo noté, pero también es un animal noctámbulo, capaz de irse de rumba con las bataclanas chuchumecas de un club, gastar cientos de dólares y escapar como un prófugo de la justicia. 
Y, por último, también creo que Lalo es un borracho y un mentiroso de temer, que no tiene nada mejor que hacer que inventar historias que comprometen a los demás, y jurar con absoluto histrionismo que son verdaderas.
Lo más admirable es que lo jura en nombre de su madre, que, por cierto, no está muerta ni en el cielo, sino vivita y en su casa, quizá lavando las medias pestíferas y los mugrosos calzoncillos de su hijo.
No me extrañaría en absoluto que sea él quien padezca la falta de erección que tanto le achaca a Gustavo. Es más, estoy seguro de que si hay en todo Lima un penecillo que arrastra un déficit de virilidad, es el suyo.  
RENATO CISNEROS

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