Lo asumí como un milagro de Semana Santa. Mi religiosidad hace rato que anda entumecida, pero una evidencia como esa
me hizo preguntarme si era posible que en esos días de recogimiento el Señor
obrara de modo tan categórico en algunos de sus hijos más descarriados.
Ahí
estaba él: Gustavo Palacín, un viejo amigote de mis ya
lejanas noches de soltero curioso y manolarga.
Ahí estaba,
saliendo de la misa de viernes santo que se acababa de celebrar en el
descapotado templo playero del balneario en donde nos encontrábamos.
Ahí estaba, con esa
cara de querubín redimido, de apóstol llorón, de arcángel expulsado y vuelto a
admitir en el Paraíso.
Curiosamente, no
caminaba solo: lo hacía de la mano de Alessandra, a la que me presentó como su
enamorada. Mientras la saludaba pensé que se trataría de una conquista
reciente, pero Gustavo hizo una aclaración que me descuadró. “Estamos desde
hace 2 años y medio”, dijo, sobándole el hombro. La chica –que lo miraba como
mirarías a tu artista favorito– estiró la sonrisa lo más genuinamente que pudo
y ladeó la cabeza con aire risueño.
¡Dos años!, pensé,
sin abrir la boca, y luego desvié la conversación para preguntar las tres o
cuatro estupideces cordiales que uno pregunta cuando se encuentra con alguien
conocido después de tanto.
Me despedí para
continuar mi camino rumbo a la bodega, pero en el trayecto no pude dejar
de pensar en Gustavo, en su novia y en lo que me habían contado hacía solo dos
semanas.
¿Habría sido él, en
realidad, el sujeto que salió corriendo del Moonlight, ebrio de
whiskys dobles, tambaleándose por las escaleras, sin pagarle a la ‘dama de
compañía’ con la que se había encerrado en un privado? ¿No habrá sido una
equivocación? ¿No será que Lalo –mi informante– también andaba
borracho y solo imaginó, o tal vez soñó, lo que aseguraba haber visto?
–¿Estás seguro de
que era Gustavo?–le pregunté la noche en que, salivoso, me narró los hechos con
esa mezcla de indiscreto entusiasmo y falso pudor.
–Te lo juro por mi
santa madre que está en el cielo, cuñao. Si hasta me lo confirmó Jesús, el
dueño del Moon, que es mi yunta–contestó Lalo,
besándose la cara exterior del dedo pulgar de la mano derecha
–Mira que hay que
tener cojones para llamarse Jesús y regentar un puticlub, comenté, desviándome
del tema
–Uy, lo adoran a
Jesús. No sabes. Ese es, literalmente, su templo
–Mientras lo adoren
y no lo claven, todo bien, supongo
–Ja, ja
–Bueno, ¿qué te
dijo Jesucito exactamente?
–Que Gustavo se
quitó esa noche borrachaso, sin pagarle a la puta. Estaba empinchadazo con
él.
–Qué raro. ¿Y
por qué no habría querido pagarle?–porfié, escéptico, colocándome en el lugar
del abogado del diablo
—Lo que la chica
dijo es que a Gustavo nunca se le paró el pirindolo. Y que seguramente se
largó frustrado por eso
–¿En serio?
–Sí. Por más que le
chupó el chorizo por media hora, nunca pudo armarse por completo. Eso
dijo. Cuando ella entró al baño para cambiarse escuchó el ruido de una puerta:
al salir notó que Gustavo ya no estaba. Corrió adonde los vigilantes para
avisarles que no le había pagado, pero no pudieron hacer nada. Como es un
cliente conocido, lo habían dejado irse nomás. No desconfiaron de su apuro.
–Pobrecito ese
huevón
–Y eso que la chica
era Glenda, una colombiana que es la más mamacita de todas. No entiendo cómo no
se le pudo parar con Glenda. De solo pensar en ella ya se me está inquietando
el maní.
Luego Lalo me
contó que siete días antes de ese papelón al pobre Gustavo le había ocurrido
exactamente lo mismo con la misma voluptuosa chica del club. La llevó
excitadísimo a un cuarto, se calateó y a la hora de la hora –juá– se le chorreó
el pipilín. Intentó procurarse unos palpamientos que le devolviesen vigor, pero
no lo consiguió. Esa vez, aunque no pudo consumar sus deseos, caballero nomás,
canceló los cien dólares del servicio y se fue calladito, jurando revancha.
Es por eso que una
semana después –cuando le volvió a fallar el pequeño y carnoso amigo de la
entrepierna– salió espantado, huyendo, quizá no de la responsabilidad de
pagar otra vez por un sexo que no tuvo, pero sí de la vergüenza de descubrirse
nuevamente incapaz.
Había vuelto para
vengarse, para demostrarle a Glenda cuán cachondo era y cuán ansioso estaba por
encamarse con ella, pero todo le salió mal. Si de algo trataba de escapar,
insisto, era del terrorífico fantasma de su propia impotencia.
(…)
Pero qué poco se
parece ese Gustavo ebrio, pingaloca afiebrado, asiduo a los nightclubs
más prestigiosos de Lima con el Gustavo manso y angelical que salía de misa el
Viernes Santo, acompañado de esa criatura bellísima que es su enamorada.
¿Podrían ser la
misma persona? ¿Podría alguien tener el cuajo o la habilidad suficientes para
dar vida con tanta convicción a dos personajes tan abismalmente
distintos?
Mientras regresaba
de la bodega comencé a sospechar de todas las parejas que caminaba abrazadas y
sonrientes por el malecón, dispuestas a no comer carne en honor a la fiesta de
guardar. Me alejaba de ellas, rumiando preguntas malévolas y buscando
desesperadamente alguien que me vendiera una buena hamburguesa.
¿Cuántos de
esos hombres y mujeres tendrían una perversión secreta?
¿Cuántos una
doble vida? ¿Cuántos mantendrían uno(a) o muchos(as) amantes?
¿Cuántos se
habrían acostado con otras personas a espaldas de sus parejas?
Me quedé en el
malecón, pensando en que el amor es, o debería ser, un acto de fe. No me
refiero desde luego a la fe impostora que muchos practican en Semana Santa. Esa
fe mugrienta, cínica, conveniente, que lleva a algunos a desentenderse de la
religión 360 días y que, repentinamente, los convierte en piadosos feligreses
durante las Pascuas.
Dios me libre de
tener esa clase de fe.
Me refiero más bien
a la fe ciega en la que el amor –me parece– debería basarse. Sin
embargo, lo terrible de esa fe es que, siendo digna y leal, es inmensamente
cruel.
Por un lado, si confías plenamente, si pones tus manos
al fuego sin miramientos, corres el riesgo de ser herido, sorprendido.
Pero
por otro lado, si desconfías un poco, te agotas, te desgastas, te consumes en
tus propias especulaciones.
Lo ideal –y aquí
cito textualmente a Robotv– es andar relajado, pero alerta.
Hay quienes
prefieren no saber, no enterarse de las probables pellejerías de su pareja.
Prefieren vivir un amor público armonioso, estándar, funcional. Quizá algo
intuyen, algo les huele mal, pero prefieren hacerse de la vista gorda: no vaya
a ser que sus intuiciones sean ciertas y tengan, qué flojera, que empezar de
cero.
Hay otros que no,
que viven a la defensiva, en permanente actitud policiaca y
suspicaz. Muchos de ellos –acaso temerosos de que vuelvan a traicionarlos–
no pueden controlar la manía de querer verlo todo y saberlo todo (incluido el
password de la pareja).
Yo creo que Alessandra es una chica que confía. Tal vez algún presentimiento
la desvela cada vez que Gustavo le dice que tiene que trabajar hasta muy tarde
en la oficina, pero prefiere no hacerse paltas. Eso sí, si descubriera que él
le es infiel, y que se escapa al Moonlight para acostarse con
Glenda (aunque no logre fornicar con ella, porque el pájaro no se le yergue),
estoy seguro de que lo sometería a una castración sin
anestesia y colgaría su miembro (ahora sí, inerte de verdad) en medio de
la plaza mayor.
Y creo que Gustavo
es un tipo que juega con fuego y que vive pagado de su suerte. Sin duda quiere
a Alessandra, eso se nota, por lo menos yo lo noté, pero también es un animal
noctámbulo, capaz de irse de rumba con las bataclanas chuchumecas de un club,
gastar cientos de dólares y escapar como un prófugo de la justicia.
Y, por último, también creo que Lalo es un borracho y un
mentiroso de temer, que no tiene nada mejor que hacer que inventar historias
que comprometen a los demás, y jurar con absoluto histrionismo que son
verdaderas.
Lo más admirable es
que lo jura en nombre de su madre, que, por cierto, no está muerta ni en el
cielo, sino vivita y en su casa, quizá lavando las medias pestíferas y los
mugrosos calzoncillos de su hijo.
No me extrañaría en
absoluto que sea él quien padezca la falta de erección que tanto le achaca a
Gustavo. Es más, estoy seguro de que si hay en todo Lima un penecillo que
arrastra un déficit de virilidad, es el suyo.
RENATO CISNEROS
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