Casi a las 2 y 30 de la mañana Gabriel decidió retirarse. Andaba un poco mareado y en solo siete horas debía estar otra vez en la oficina. Al momento de despedirse, él y Renato prometieron seguir en contacto. “Ha sido mostro verte, conversar contigo”–le dijo Gabriel. “Eso sí, no vayas a contar nada en tu blog ah, ja, ja”–le pidió bromeando. Renato solo se río e hizo un gesto con las manos como diciendo “no te preocupes”. Gabriel le dio un segundo abrazo y luego desapareció tras la puerta de El Dragón.
domingo, enero 13, 2013
14 POR FAVOR, YA NO LLORES
Gabriel hubiera preferido contarle a Renato la historia con Amanda en otro
lugar, bajo otras condiciones, no en ese sombrío bar, en cuyo aire se mezclaban
el barullo de la multitud y esa estruendosa música electrónica que lo obligaba
a forzar la garganta todo lo que podía.
A pesar del ruido nefasto, se dio maña para hilvanar los acontecimientos
nuevamente. Esta vez se preocupó en proporcionar detalles más explícitos de los
que había dado a Martín, que hasta ese instante era el único que sabía todo (o
casi todo). Pormenorizó cada episodio para que Renato –que tenía la enorme
ventaja de conocerlos a él y a Amanda desde el colegio– comprendiera a
cabalidad lo denso de la situación.
Gabriel habló sin remilgos, con absoluta confianza. Renato sabía
perfectamente cuán puras y leales habían sido sus intenciones con Amanda desde
la adolescencia. Sabía cómo se había originado en él ese creciente deseo por
estar a su lado. Era quizá el único testigo que quedaba de sus viejos
sentimientos. Los demás amigos del colegio no figuraban, así que no había otra
persona que compartiese con él ese archivo de secretos escolares.
Renato se equivocaba al pensar que Gabriel lo veía como un interlocutor
cualquiera. Todo lo contrario. Él era un personaje clave y su reacción, sus
consejos y opiniones no serían de ningún modo anodinos ni coyunturales, sino
que tendrían el enorme valor de la perspectiva del tiempo. Por eso Gabriel se
esmeró en contarle todo con puntilloso énfasis, desde el reencuentro en Huaringas hasta la temporal separación de Amanda y Jaime, con todo el relleno de en
medio: el primer beso en el auto, las primeras fugas al hotel, los chateos, las
citas clandestinas, la complicidad en las conversaciones, los juramentos de
amor, la inconmensurable sensación de haberse tomado una esperada revancha con
la vida.
Gabriel también
le habló de María Pía, del papel subalterno que venía jugando en su vida, pero
sobre todo se enfocó en Amanda, en la relación accidentada que había construido
con ella y en el escenario de posibilidades que a raíz de eso se abría
enfrente.
La cara de
Renato fue mutando de expresiones a medida que el relato de Gabriel avanzaba.
Su rostro pasaba repentinamente de la suave sorpresa a la perplejidad, de la
intriga a la incertidumbre, de la duda a la sospecha, de la ansiedad a la
comprensión y de la comprensión otra vez a la sorpresa.
Gabriel
invirtió más de cuarenta minutos en reconstruir los hechos, y al hacerlo
–gracias ese mágico vínculo que existe entre las palabras, la memoria y la
inteligencia– fue comprendiendo mejor el lugar en que estaba ubicado. Contar su
historia una vez más era un modo de tomar distancia de su posición para poder
apreciarla, como quien se retira unos metros para contemplar el paisaje del que
ha estado formando parte minutos antes, y solo así consigue juzgar la vastedad
de la escenografía: sus colores, su luz, su belleza o su precariedad.
Después del
vómito mental que significó la ininterrumpida narración, Gabriel tomó un largo
sorbo de cerveza, mientras Renato, todavía boquiabierto, acusaba recibo del
testimonio que acababa de escuchar
–Me cagaste, huevón
–Qué locura, ¿verdad?
–Es una historia alucinante, Gabriel. Una historia circular y alucinante.
–Lo peor es que no sé qué hacer, estoy como paralizado
–Bueno, pero tú qué quieres…
–No sé. Amo a Amanda. La amo. Y quisiera que fuera una relación normal,
pero no puede serlo…
–Te refieres a que tiene esposo e hijo
–Exacto. Eso no es normal
–Si no los tuviera, estarías con ella, supongo…
–Sí, supongo que sí
–Lo que me parece increíble es el modo en que la vida, el destino o la mera
casualidad pone frente a frente a dos personas que en algún momento creyeron
tener resuelta su historia afectiva. Es decir, debe haber habido días, muchos
días, en que Amanda se levantaba de su cama convencida de que su matrimonio con
Jaime era el punto culminante de su expediente amoroso. De la misma manera, en
paralelo, debe haber habido días en Buenos Aires en que tú pensabas lo mismo
respecto de Natalia después de estar cuatro años con ella.
–¿Y a qué vas con eso?
–A que nunca nada está dicho por más que uno crea que sí. El matrimonio no
es lo suficientemente fuerte como para imponerse al deseo…
–Pero ojo que esto no es solo obra del deseo o la pasión
–Yo sé, yo sé, es solo un modo de decirlo. Me refiero a que hoy casarse no
tiene mayor peso ni solidez. Antes, llegar al matrimonio era como llegar a un
punto sin retorno. Era el pico de la cima, la meta de la carrera, la cima de la
montaña. Y divorciarse era, pues, un terremoto, un tsunami, un cataclismo. Hoy
no, hoy la gente se mete al matrimonio como quien se mete al mar: si está rico,
se quedan; si no, se van y no pasó nada.
–¿Y eso es malo o bueno?
–Ni una cosa ni la otra. Es revelador y sintomático. La repetida fragilidad
de esos pactos religiosos me parece que deja en claro, por fin, que no todas
las personas están hechas para el matrimonio, aunque les cueste aceptarlo. Muchos
no aceptan su espíritu singular, quieren ir contra él, se casan y, al final,
acaban dándose cuenta de que la vida en pareja no era para ellos.
–Lo dices por Amanda…
–Por Amanda y por todos los que se comprometen creyendo que casarse los
beatifica, los embellece o los limpia.
–¿No estás siendo muy duro? Yo creo que hay gente que se casa simplemente
porque quiere hacer las cosas bien, y al momento de ir al altar está convencida
de que esa es la mejor manera de hacerlo.
–Alguna gente sí. Pero hay otros que no. Hay gente que muy por dentro sabe que
su forma de ser –independiente, libre, autónoma, solitaria, egoísta– no cuadra
con el perfil del casado promedio. Saben que su naturaleza los traicionará
tarde o temprano, pero aún así dan el paso, cruzan el charco, esperando que el
matrimonio revierta su egoísmo o, como dicen las viejas, los haga sentar
cabeza. Y el problema es que la naturaleza siempre se impone. Si por dentro
eres un caballo encabritado, no puedes aspirar a ser un ponny. Puedes fingir
que lo eres, pero a la larga tu esencia (o lo que eso signifique) te cobrará la
factura. Disculpa la metáfora ecuestre, pero es lo único que se me ocurrió para
ilustrarlo.
–Te entiendo. Pero qué tiene que ver Amanda con todo eso…
–Que Amanda era en el colegio una chica intensa, activa, con una opinión de las
cosas y una manera de ser bastante independiente. No era ninguna de esas
mocosas cojudas que quieren casarse sin haber vivido, solo por cumplir el
tradicional libreto femenino. Y por todo lo que me cuentas sospecho que ella
sigue siendo así: impulsiva, libre, apasionada. No es una mujer para estar
casada. Puede tener un novio, que quizás seas tú, pero se me ocurre que es del
tipo de chicas que se sentirían secuestradas al lado de un marido machista y
sobreprotector.
Gabriel y Renato continuaron esa conversación hasta quedar medio borrachos.
La música electrónica de El
Dragón se convirtió en rock y luego el rock en salsa dura, y
la gente se fue animando a bailar un poco más. Ellos cruzaron distintos temas,
sin dejar de administrarse vodkas y cervezas, y sin dejar de celebrar tan
inesperado reencuentro.
–Salud por tu libro, dijo Gabriel
–Qué libro ni que mierda, salud por tu historia…
–Bueno, salud por las dos cosas
–Oye, y dime una cosa. A la otra chica, a María Pía, dónde dices que la
conociste…
–En el matrimonio de un pata, Juan Pablo…
–¿Juan Pablo qué?
–Juan Pablo Nieto…
–Aguanta, aguanta. ¿Juan Pablo Nieto? ¿Uno alto, blancón, con dientes de
conejo?
–Sí, ese mismo. No lo has podido describir mejor.
–Qué cague. ¡Yo estuve en ese matrimonio! Fue en Cieneguilla ¿no? Hace, qué,
¿dos meses más o menos?
–¡Sí, claro! ¿Pero cómo que estuviste?
–Claro, estuve allí. ¿Dices que un amigo tuyo que se emborrachó horrible?
–Sí, Martín. Se quedó privado en una mesa.
–No puedo creerlo. Alucina que lo vi. Es más, me acuerdo que estaba caminando
hacia el baño y pasé por una mesa donde había un tío muy mamado, borracho hasta
su culo, que hablaba solo. Me vio, se me quedó mirando y de la nada me
preguntó: tú qué
harías si tu mejor amigo se gilea a tu hembra. Luego, plum,
se quedó muerto. Yo me reí y me seguí de largo. En el momento no sabía de qué
chucha me estaba hablando, pero –qué cague de risa– se refería a ti. ¡Y
nosotros ni nos vimos!
–Qué bestia. Qué tal coincidencia. Ya no sé cuál es más alucinante: mi
historia con Amanda o esta que me acabas de contar
–O sea que nos hemos cruzado sin saber que estábamos en la misma fiesta…
–¿Raro no?
–Hay un escritor que me gusta mucho, se llama Paul Auster. Tiene un libro
titulado “Creí que mi padre era Dios”, es un compendio de historias curiosas como esta, llenas de coincidencias
y situaciones improbables que son ciertas, reales. Es bien paja.
–Fácil esa noche viste a María Pía, era la más linda del tono. Estaba con un
vestido…
–¿Un vestido rojo?
–Ajá
–Uy, claro que la vi. Ahora te entiendo. Con razón andas tan confundido…
–Bueno, no es una confusión propiamente dicha. Me gusta. Pero Amanda es otro
lote, viejo, es la mujer que marcó mi pasado y quizá la única a la que haya
querido seriamente
–Te debe haber removido todo…
–Todito, compadre
–¿Y, fuera de vainas, por qué no intentas estar con ella? ¿No era eso con lo
que soñaste siempre? Ya sé que las circunstancias no son las mejores, pero,
carajo, Gabriel, tampoco se puede tener todo en la vida
–Vamos a ver qué pasa…
A lo lejos,
desde la pista de baile, la chica alta saludó a Renato con una mano. Se había
quitado el saco y lucía unos pechos erguidos que, si bien no competían con los
de la mesera tetona, le sumaban un atractivo más. Renato le devolvió el saludo
con una sonrisa.
–Uy, ¿Y esa? ¿Una fan? Ja, ja.
–La conocí en la puerta. Dice que lee el blog.
–A lo mejor te quiere levantar…
–Sí, pero tendría que hacerlo literalmente, porque me lleva una cabeza
–Ja, ja. Aprovecha que está en algo…
Casi a las 2 y 30 de la mañana Gabriel decidió retirarse. Andaba un poco mareado y en solo siete horas debía estar otra vez en la oficina. Al momento de despedirse, él y Renato prometieron seguir en contacto. “Ha sido mostro verte, conversar contigo”–le dijo Gabriel. “Eso sí, no vayas a contar nada en tu blog ah, ja, ja”–le pidió bromeando. Renato solo se río e hizo un gesto con las manos como diciendo “no te preocupes”. Gabriel le dio un segundo abrazo y luego desapareció tras la puerta de El Dragón.
Solo en el bar, Renato esperó que la chica alta se sentara para abordarla.
Sentado, le resultaba más fácil intentar seducirla. Una vez a su lado le empezó
a coquetear y a hablarle de cualquier cosa. Ella le hacía preguntas sobre el
blog que él respondía con una simpática arrogancia. Renato quería darle un
beso, pero no encontraba el momento de encaramarse sobre ella, así que apeló al
burdo método del Halls, cuya efectividad era, aproximadamente, del 70%.
Extrajo un caramelo de su bolsillo y se lo metió en la boca. Lo chupó unos
segundos hasta que consiguió que la chica alta le pidiera uno. ¿Me
invitas?–preguntó ella, pisando el palito–. Renato se colocó el caramelo entre
los dientes delanteros, puso cara de mosquito muerto y respondió: “pucha, solo
tengo este, pero podemos partirlo por la mitad”. La chica alta –que a esas
alturas también quería sentir una lengua viboreando en el interior de su boca–
se acercó y mordió el Halls apenas, pegando sus labios a los labios de ese bloguero borracho.
Segundos
después se trenzaron en un beso largo y mañoso. La estrategia había surtido
efecto.
Siguieron
chapando ante la mirada atónita de las amigas de la chica alta, que veían con
algo de desprecio a ese chato ebrio que se había colado en su grupo sin pedirle
permiso a nadie.
Alcoholizado,
sin miedo, y con una erección que le abultaba el calzoncillo, Renato le dijo a
la chica alta para ir a otro lado, no sin antes hacerle saber lo bonita que la
encontraba (una belleza que, por supuesto, había sido atizada por los efectos
de la cerveza). Ella se sonrió y, con un rictus de poquedad, le contestó que le
encantaría pero que le resultaba imposible. ¿Por qué?, preguntó él,
intrigadísimo. Ella se negó a responder. ¿Por qué?, insistió él.
“Es que no me
he depilado las piernas”, le confesó ella al oído.
Renato se quedó callado, pero luego contraatacó. Aunque la sola imagen de
sus manos abriéndose paso entre esa tupida selva de vellos le producía asco, la
arrechura lo cegaba. “No importa, vamos nomás”, reaccionó él, acicateado por
esa verdad poética que acude a la mente de los hombres desesperados cuando
tienen una opción de tener sexo gratis con una extraña: un hueco es un hueco.
La chica alta
se disculpó otra vez, provocando la ira de Renato, que, sin modales para
disimular su enojo, se paró y se fue.
Amanda no se
acostumbró tan rápido a la ausencia permanente de Jaime. No solamente porque el
pequeño Emilio le preguntaba a cada rato dónde estaba su papá, sino porque no
lograba despojarse de la sensación de culpa que le hacía añicos la conciencia y
le impedía dormir bien. No amaba a Jaime. Se había dado cuenta de que amaba a
Gabriel y que a su esposo le tenía cariño, pero esas certezas, lejos de
consolarla, venían acompañadas de una fulminante intranquilidad.
Cuando
conversaba con Gabriel, esa intranquilidad se traducía en pequeñas crisis de
nervios, que la hacían quebrarse de la nada y empozarse en un llanto
prolongado. Al inicio fino y después copioso. Cuando superaba esos momentos de
turbación, todo era magnífico entre ellos, pero bastaba que algún resquicio de
culpabilidad reapareciera en su subconsciente para que ella petrificara la
sonrisa y se quedara sumida en unos gimoteos que Gabriel no sabía cómo vencer.
A pesar de las
flaquezas de Amanda, ella y Gabriel vivieron algunos días inolvidables, sin esconderse,
actuando como los enamorados que eran.
Había, desde
luego, algunas cláusulas que cumplir. Por ejemplo, Gabriel solo podía visitar
la casa de Amanda cuando Emilio no estuviera. Por lo demás, todo transcurría
sin grandes apremios. Iban al cine, tomaban desayuno, se encontraban en un
café, almorzaban, paseaban, follaban riquísimo en el departamento de Gabriel.
Una tarde,
mientras almorzaban en el San Antonio de Miraflores, Gabriel le contó que se
había encontrado hacía unos pocos días en un bar con Renato Cisneros, el del
colegio.
–¿No le habrás contado nada no?, fue la primera inquietud de Amanda.
–¿Qué habría tenido de malo, amor?
–No sé, qué vergüenza, pues…
–Qué es lo que te da vergüenza exactamente, ¿estar conmigo?
–No, eso no. La situación. No me gustaría que nadie saque conclusiones sobre
cómo llevo mi vida…
–El famoso qué dirán
–No es eso, Lombardi–le dijo Amanda, que llamaba a Gabriel por su apellido con
tierna cordialidad cada vez que quería evitar un altercado
–¿Entonces?
–Es que soy una mujer casada, y una cosa es vencer el miedo, salir contigo y
exponernos juntos, como ahorita, y otra, muy diferente, es que todo el mundo se
entere de lo nuestro
–No es todo el mundo, Amanda. Solo se lo conté a Renato…
–Ya sé, y tienes el derecho de contárselo a quien quieras, pero te pido ser un
poco cuidadoso. No me gustaría que le llegaran chismes a Jaime, acuérdate de
que aún no le he dicho nada…
–Renato no va a irse de boca…
–No sé, pues. En el colegio era bien callado, pero no sé ahora
–Despreocúpate…
–Bueno. ¿Y cómo está él ah? ¿Le va bien no? Hasta en la televisión lo he visto…
–Sí. Él dice que esa es una clara señal de que la televisión peruana es una
mierda. Ja, ja. Está muy bien, lo vi contento. Dice que está escribiendo sus
cosas. De hecho hemos quedado en vernos de nuevo. Le prometí que un día
saldríamos los tres. ¿Te animas?
–Ay, no sé. No creo, amor. Sal tú con él nomás…
–Pero sería divertido
–Sí, pero con todo lo que ha pasado me sentiría rara
–Amanda, no puedes estar escondiéndote siempre
–No me escondo, Gabriel. No digas eso.
–Mira, te iba a pasar la voz para ir este viernes a Aura, porque es cumpleaños
de una chica de la agencia y ha hecho una lista, pero ya no sé si podamos ir
juntos: a lo mejor no te provoca o te da miedo
–¿Aura? Uf, amor, ya sabes que no me gustan mucho esos sitios
–Bueno, pero vamos a estar los dos juntos…
–¿Y si alguien nos ve?
–No te entiendo, Amanda. Quieres que mantengamos una relación normal, pero al
mismo tiempo quieres que seamos invisibles
–Estás siendo muy injusto–replicó Amanda
(…)
Las conversaciones entre Amanda y Gabriel, que jamás desembocaban en pleitos,
se fueron infectando con discusiones como esa. Ella buscaba un cambio gradual
en su vida social, un cambio que no afectara, por ejemplo, la estabilidad de su
hijo, pero Gabriel se desesperaba y sentía que le costaría trabajo adaptarse a
sus necesidades. El veneno de esas riñas, sin embargo, demoraría en inocularse.
Aquel viernes
terminaron yendo a Aura y compartieron una mesa con un grupo de doce personas.
A pesar de su nerviosismo, Amanda se divirtió mucho. Gabriel la presentó sin
especificar quién era, pero a todos les quedó clarísimo que era su enamorada
por la manera en que bailaba con ella, por cómo la miraba, pero sobre todo por
el voluptuoso modo en que la besaba en medio de la discoteca, apretándola
contra su cuerpo.
“Somos unos
irresponsables de porquería”, le dijo Amanda a Gabriel después de uno de esos
besos, mientras bailaban una cumbia. “Dame otro beso, chica irresponsable”, le
contestó él, que disfrutaba como un puerco ese riesgo, ese caminar en el filo
mismo de lo permitido, ese actuar sin medir las consecuencias.
Los posteriores
a esa noche fueron días muy raros.
Jaime quiso
volver a la casa, pero Amanda se negó a aceptarlo. A Gabriel, por algún motivo
difícil de explicar, le gustaba que Jaime continuara rondándola. La presencia
periférica del marido arrepentido le resultaba extrañamente satisfactoria: era
una presencia –menor, pero latente– que le confería a la relación un encanto
gris, siniestro, que excitaba a Gabriel, y que era el encanto siniestro y gris
que las prohibiciones siempre le habían suscitado.
Para Amanda, en
cambio, la insistencia morosa de Jaime solo contribuía a hacer todavía más
terrible su depresión. Cada vez que colgaba el teléfono después de hablar con
él, rompía en llanto. No porque lo extrañase, sino por la irreversible sospecha
de haberlo echado todo a perder. Antes de la separación pensaba que tendría más
fuerzas para afrontar ese momento, pero no: la actual situación la derrumbaba y
la ponía cara a cara con la negritud de su alma.
Por eso comenzó
a visitar a una psicóloga dos veces por semana, decisión que a Gabriel le
produjo un callado temor: no porque desconfiara de esas terapias, sino porque a
partir de ese momento empezó a alimentar la idea de que tal vez Amanda podía,
en un futuro cercano, ser potencial víctima de algún desequilibrio emocional.
También por
esos días reapareció María Pía.
Para mala (o
buena) suerte de Gabriel, cuando mejor estaban las cosas con Amanda, María Pía
volvía al ruedo para tentarlo. Gabriel no sabía cómo torearla ni ofrecer
resistencia a sus encantos. Lo volvía loco su belleza, su cuerpo, su
disposición, su manera tan entregada y sometida de dejarse hacer el amor. María
Pía había sido la primera mujer que le había permitido penetrarla por detrás,
algo a lo que ni Natalia ni la propia Amanda habían accedido. Cuando lo
hicieron por primera vez de ese modo, María Pía pegó unos terribles gritos de
placer que Gabriel, desconcertado, juzgó de dolor. Ella le suplicaba
lloriqueando que no se detuviese, que siguiera, y él gozaba explorando con su
falo esas cavidades oscuras y vírgenes.
Aunque no los
buscaba ni fomentaba, Gabriel celebraba esos encuentros porque le daban el
gusto de la promiscuidad caleta y porque, además, no le exigían mayor
compromiso. Estaba seguro de que María Pía era una mujer liberal que no
esperaba nada serio de su parte. En eso último, desde luego, se equivocaba, ya
que, después de acostarse con él, María Pía salía del departamento soñando, no
con estudiar en Nueva York (adonde ya no estaba segura de querer ir), sino con
ser su novia.
Nunca lo decía,
pero lo pensaba.
Y lo siguió
pensando aún cuando Gabriel le advertía que sus refriegas y revolcones no
debían interferir en su relación con Amanda. “Una cosa es una cosa y otra cosa
es otra cosa”, teorizaba Gabriel para separar la paja del trigo.
A María Pía
esas advertencias la entristecían pero al mismo tiempo le daban ánimos para
seguir alargando su travesura rebelde e irracional, para seguir comportándose
mal, jugando a la amante paciente y trepadora. Aunque no conocía la historia
completa, ella estaba segura de que Amanda volvería en algún momento con su
esposo y así Gabriel quedaría libre para continuar protegiéndola y
deslumbrándola.
Todas las
semanas, Gabriel llamaba a Renato para juntarse. No solo lo hacía porque
confiaba en la interpretación que él pudiera hacer de sus problemas, sino
porque además estaba cada día más escaso de amigos. Ernesto era su jefe, pero
no su confidente. Juan Pablo no era lo suficientemente cercano. Y Martín –por
más que se identificara con él y pareciera comprenderlo luego de su apasionada
aventura con Daniela– no volvió a ser el de antes. Aunque retomaron las
conversaciones por teléfono y hasta se vieron un par de veces, nada fue lo
mismo: María Pía se había interpuesto entre ellos como un inexpugnable bloque
de cemento.
Renato, sin
quererlo, se convirtió en el exclusivo depositario de su confianza. Gabriel le
contaba cómo prosperaba la historia con Amanda, pero también compartía con él
sus dudas más tormentosas respecto del desenlace que esa historia podía tener.
Renato lo oía y enriquecía esas pláticas con sus recuerdos personales de la
época en que Gabriel empezó a obsesionarse con Amanda.
Una noche, tomando
unas chelas en el Juanito de Barranco, rememoraron una escena:
–¿Te acuerdas de esa vez, en casa del Gordo Germán, que te animamos para
que llamaras a la radio y le dedicaras una canción?
–Puta madre, qué papelón. Ni me hagas acordar
–Ja, ja. Llamaste a Radio A, a un programa que se llamaba El Club de los Osos
Enamorados
–¡Cállate que me da vergüenza ajena! No sé cómo acepté hacerlo
–Ja, ja. Dijiste que te llamabas Esteban y pediste una canción de Gloria
Estefan, creo…
–No, peor: de Daniela Romo
–Ja, ja. ¡Sí, sí, de Daniela Romo!
–Escuchaba puras cojudeces en esa época.
–¿Cómo se llamaba la cancioncita?
–Ya me olvidé ya
–Ja, ja. No te creo nada. Dime, pues.
–Qué ladilla eres. Se llamaba De mí enamórateç
–Ja, ja, ja. Qué buena.
–Mientras yo hablaba por teléfono con el paparulo del discjockey y le mandaba
saludos a Amanda, el Gordo Germán se puso a mi costado y comenzó a tirarse unos
pedos infernales
–¡Claro! Me acuerdo de que yo estaba grabando la llamada en la sala y los pedos
del Gordo se escuchaban a través de la radio
Gabriel y
Renato se rieron un buen rato. Una vez que las risas cesaron y la respiración
se normalizó, continuaron...
–Ay, ay, ay. Hace rato que no me reía tanto–reconoció Gabriel
–Te noto un poco tenso…
–Es que, no sé, a veces me parece que fuésemos dos personas completamente
diferentes…
–¿Amanda y tú?
–Sí, pero completamente.
–¿Tanto así?
–En el colegio, yo era un idiota que no se animaba a nada. Ahora tengo mucha
más confianza en mí, en mis opiniones, en mi capacidad, en fin. Con Amanda
sucede algo parecido…
–Yo la recuerdo recontra alegre, sonriente…
–Exacto. Hasta hace unas semanas, a pesar de los problemas, jamás perdía la
sonrisa. Pero de un tiempo a esta parte no hace más que quedarse callada,
hablar poco y llorar
–¿Llora mucho?
–Llora, llora, llora. Todo el día llora…
–Bueno, Gabriel, ponte a pensar. Es lógico. Apareces tú, el marido se va de la
casa, el hijo no entiende nada. O sea, su mundo ha dado un vuelco completo. Esa
no es una vida, es una película hindú. Lo pienso y hasta a mí me dan ganas de
moquear.
–Llámame insensible o lo que quieras, pero hay algo de ese llanto que me saca
de quicio, me enerva, me pone de mal humor. No sé si es el llanto mismo, o la
inmediata sensación que tengo al escucharlo: la sensación de que soy el principal
responsable de todo su desastre…
Los ojos de
Gabriel enrojecieron. Una minúscula lámina acuosa los cubrió. Se mordió la
lengua y reprimió las lágrimas
–¿Estás molesto no?
–Rabioso, la palabra es rabioso. Adoro a esa mujer pero a veces, solo a veces,
me pongo a pensar en que quizá hice mal en interferir en el destino. Quizá lo
mejor era dejar la historia como estaba, no alterarla.
–Estás metido en la historia, Gabriel. Metido hasta el cuello. Lo último que
puedes hacer es pensar en saltar y escaparte. Sería una cabronada.
–Sí, tienes razón. Sería una cabronada.
RENATO CISNEROS
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