domingo, enero 13, 2013

14 POR FAVOR, YA NO LLORES

nov_14_blog.jpg
Gabriel hubiera preferido contarle a Renato la historia con Amanda en otro lugar, bajo otras condiciones, no en ese sombrío bar, en cuyo aire se mezclaban el barullo de la multitud y esa estruendosa música electrónica que lo obligaba a forzar la garganta todo lo que podía.
A pesar del ruido nefasto, se dio maña para hilvanar los acontecimientos nuevamente. Esta vez se preocupó en proporcionar detalles más explícitos de los que había dado a Martín, que hasta ese instante era el único que sabía todo (o casi todo). Pormenorizó cada episodio para que Renato –que tenía la enorme ventaja de conocerlos a él y a Amanda desde el colegio– comprendiera a cabalidad lo denso de la situación. 
Gabriel habló sin remilgos, con absoluta confianza. Renato sabía perfectamente cuán puras y leales habían sido sus intenciones con Amanda desde la adolescencia. Sabía cómo se había originado en él ese creciente deseo por estar a su lado. Era quizá el único testigo que quedaba de sus viejos sentimientos. Los demás amigos del colegio no figuraban, así que no había otra persona que compartiese con él ese archivo de secretos escolares.
Renato se equivocaba al pensar que Gabriel lo veía como un interlocutor cualquiera. Todo lo contrario. Él era un personaje clave y su reacción, sus consejos y opiniones no serían de ningún modo anodinos ni coyunturales, sino que tendrían el enorme valor de la perspectiva del tiempo. Por eso Gabriel se esmeró en contarle todo con puntilloso énfasis, desde el reencuentro en Huaringas hasta la temporal separación de Amanda y Jaime, con todo el relleno de en medio: el primer beso en el auto, las primeras fugas al hotel, los chateos, las citas clandestinas, la complicidad en las conversaciones, los juramentos de amor, la inconmensurable sensación de haberse tomado una esperada revancha con la vida.
Gabriel también le habló de María Pía, del papel subalterno que venía jugando en su vida, pero sobre todo se enfocó en Amanda, en la relación accidentada que había construido con ella y en el escenario de posibilidades que a raíz de eso se abría enfrente.
La cara de Renato fue mutando de expresiones a medida que el relato de Gabriel avanzaba. Su rostro pasaba repentinamente de la suave sorpresa a la perplejidad, de la intriga a la incertidumbre, de la duda a la sospecha, de la ansiedad a la comprensión y de la comprensión otra vez a la sorpresa.
Gabriel invirtió más de cuarenta minutos en reconstruir los hechos, y al hacerlo –gracias ese mágico vínculo que existe entre las palabras, la memoria y la inteligencia– fue comprendiendo mejor el lugar en que estaba ubicado. Contar su historia una vez más era un modo de tomar distancia de su posición para poder apreciarla, como quien se retira unos metros para contemplar el paisaje del que ha estado formando parte minutos antes, y solo así consigue juzgar la vastedad de la escenografía: sus colores, su luz, su belleza o su precariedad.
Después del vómito mental que significó la ininterrumpida narración, Gabriel tomó un largo sorbo de cerveza, mientras Renato, todavía boquiabierto, acusaba recibo del testimonio que acababa de escuchar
–Me cagaste, huevón
–Qué locura, ¿verdad?
–Es una historia alucinante, Gabriel. Una historia circular y alucinante.
–Lo peor es que no sé qué hacer, estoy como paralizado
–Bueno, pero tú qué quieres…
–No sé. Amo a Amanda. La amo. Y quisiera que fuera una relación normal, pero no puede serlo…
–Te refieres a que tiene esposo e hijo
–Exacto. Eso no es normal
–Si no los tuviera, estarías con ella, supongo…
–Sí, supongo que sí
Lo que me parece increíble es el modo en que la vida, el destino o la mera casualidad pone frente a frente a dos personas que en algún momento creyeron tener resuelta su historia afectiva. Es decir, debe haber habido días, muchos días, en que Amanda se levantaba de su cama convencida de que su matrimonio con Jaime era el punto culminante de su expediente amoroso. De la misma manera, en paralelo, debe haber habido días en Buenos Aires en que tú pensabas lo mismo respecto de Natalia después de estar cuatro años con ella.
–¿Y a qué vas con eso?
–A que nunca nada está dicho por más que uno crea que sí. El matrimonio no es lo suficientemente fuerte como para imponerse al deseo…
–Pero ojo que esto no es solo obra del deseo o la pasión
–Yo sé, yo sé, es solo un modo de decirlo. Me refiero a que hoy casarse no tiene mayor peso ni solidez. Antes, llegar al matrimonio era como llegar a un punto sin retorno. Era el pico de la cima, la meta de la carrera, la cima de la montaña. Y divorciarse era, pues, un terremoto, un tsunami, un cataclismo. Hoy no, hoy la gente se mete al matrimonio como quien se mete al mar: si está rico, se quedan; si no, se van y no pasó nada.
–¿Y eso es malo o bueno?

–Ni una cosa ni la otra. Es revelador y sintomático. La repetida fragilidad de esos pactos religiosos me parece que deja en claro, por fin, que no todas las personas están hechas para el matrimonio, aunque les cueste aceptarlo. Muchos no aceptan su espíritu singular, quieren ir contra él, se casan y, al final, acaban dándose cuenta de que la vida en pareja no era para ellos. 

–Lo dices por Amanda…
–Por Amanda y por todos los que se comprometen creyendo que casarse los beatifica, los embellece o los limpia.
–¿No estás siendo muy duro? Yo creo que hay gente que se casa simplemente porque quiere hacer las cosas bien, y al momento de ir al altar está convencida de que esa es la mejor manera de hacerlo.
–Alguna gente sí. Pero hay otros que no. Hay gente que muy por dentro sabe que su forma de ser –independiente, libre, autónoma, solitaria, egoísta– no cuadra con el perfil del casado promedio. Saben que su naturaleza los traicionará tarde o temprano, pero aún así dan el paso, cruzan el charco, esperando que el matrimonio revierta su egoísmo o, como dicen las viejas, los haga sentar cabeza. Y el problema es que la naturaleza siempre se impone. Si por dentro eres un caballo encabritado, no puedes aspirar a ser un ponny. Puedes fingir que lo eres, pero a la larga tu esencia (o lo que eso signifique) te cobrará la factura. Disculpa la metáfora ecuestre, pero es lo único que se me ocurrió para ilustrarlo.

–Te entiendo. Pero qué tiene que ver Amanda con todo eso…

–Que Amanda era en el colegio una chica intensa, activa, con una opinión de las cosas y una manera de ser bastante independiente. No era ninguna de esas mocosas cojudas que quieren casarse sin haber vivido, solo por cumplir el tradicional libreto femenino. Y por todo lo que me cuentas sospecho que ella sigue siendo así: impulsiva, libre, apasionada. No es una mujer para estar casada. Puede tener un novio, que quizás seas tú, pero se me ocurre que es del tipo de chicas que se sentirían secuestradas al lado de un marido machista y sobreprotector.

deta_botlltas.jpg
Gabriel y Renato continuaron esa conversación hasta quedar medio borrachos. La música electrónica de El Dragón se convirtió en rock y luego el rock en salsa dura, y la gente se fue animando a bailar un poco más. Ellos cruzaron distintos temas, sin dejar de administrarse vodkas y cervezas, y sin dejar de celebrar tan inesperado reencuentro.

–Salud por tu libro, dijo Gabriel
–Qué libro ni que mierda, salud por tu historia…
–Bueno, salud por las dos cosas
–Oye, y dime una cosa. A la otra chica, a María Pía, dónde dices que la conociste…
–En el matrimonio de un pata, Juan Pablo…
–¿Juan Pablo qué? 
–Juan Pablo Nieto…
–Aguanta, aguanta. ¿Juan Pablo Nieto? ¿Uno alto, blancón, con dientes de conejo?
–Sí, ese mismo. No lo has podido describir mejor. 
–Qué cague. ¡Yo estuve en ese matrimonio! Fue en Cieneguilla ¿no? Hace, qué, ¿dos meses más o menos?
–¡Sí, claro! ¿Pero cómo que estuviste?
–Claro, estuve allí. ¿Dices que un amigo tuyo que se emborrachó horrible?
–Sí, Martín. Se quedó privado en una mesa. 
–No puedo creerlo. Alucina que lo vi. Es más, me acuerdo que estaba caminando hacia el baño y pasé por una mesa donde había un tío muy mamado, borracho hasta su culo, que hablaba solo. Me vio, se me quedó mirando y de la nada me preguntó: tú qué harías si tu mejor amigo se gilea a tu hembra. Luego, plum, se quedó muerto. Yo me reí y me seguí de largo. En el momento no sabía de qué chucha me estaba hablando, pero –qué cague de risa– se refería a ti. ¡Y nosotros ni nos vimos!

–Qué bestia. Qué tal coincidencia. Ya no sé cuál es más alucinante: mi historia con Amanda o esta que me acabas de contar
–O sea que nos hemos cruzado sin saber que estábamos en la misma fiesta…
–¿Raro no?
–Hay un escritor que me gusta mucho, se llama Paul Auster. Tiene un libro titulado “Creí que mi padre era Dios”, es un compendio de historias curiosas como esta, llenas de coincidencias y situaciones improbables que son ciertas, reales. Es bien paja. 
–Fácil esa noche viste a María Pía, era la más linda del tono. Estaba con un vestido…
–¿Un vestido rojo? 
–Ajá
–Uy, claro que la vi. Ahora te entiendo. Con razón andas tan confundido…
–Bueno, no es una confusión propiamente dicha. Me gusta. Pero Amanda es otro lote, viejo, es la mujer que marcó mi pasado y quizá la única a la que haya querido seriamente
–Te debe haber removido todo…
–Todito, compadre
–¿Y, fuera de vainas, por qué no intentas estar con ella? ¿No era eso con lo que soñaste siempre? Ya sé que las circunstancias no son las mejores, pero, carajo, Gabriel, tampoco se puede tener todo en la vida
–Vamos a ver qué pasa…
A lo lejos, desde la pista de baile, la chica alta saludó a Renato con una mano. Se había quitado el saco y lucía unos pechos erguidos que, si bien no competían con los de la mesera tetona, le sumaban un atractivo más. Renato le devolvió el saludo con una sonrisa.

–Uy, ¿Y esa? ¿Una fan? Ja, ja.

–La conocí en la puerta. Dice que lee el blog. 
–A lo mejor te quiere levantar…
–Sí, pero tendría que hacerlo literalmente, porque me lleva una cabeza
–Ja, ja. Aprovecha que está en algo…

Casi a las 2 y 30 de la mañana Gabriel decidió retirarse. Andaba un poco mareado y en solo siete horas debía estar otra vez en la oficina. Al momento de despedirse, él y Renato prometieron seguir en contacto. “Ha sido mostro verte, conversar contigo”–le dijo Gabriel. “Eso sí, no vayas a contar nada en tu blog ah, ja, ja”–le pidió bromeando. Renato solo se río e hizo un gesto con las manos como diciendo “no te preocupes”. Gabriel le dio un segundo abrazo y luego desapareció tras la puerta de El Dragón.
Solo en el bar, Renato esperó que la chica alta se sentara para abordarla. Sentado, le resultaba más fácil intentar seducirla. Una vez a su lado le empezó a coquetear y a hablarle de cualquier cosa. Ella le hacía preguntas sobre el blog que él respondía con una simpática arrogancia. Renato quería darle un beso, pero no encontraba el momento de encaramarse sobre ella, así que apeló al burdo método del Halls, cuya efectividad era, aproximadamente, del 70%.
Extrajo un caramelo de su bolsillo y se lo metió en la boca. Lo chupó unos segundos hasta que consiguió que la chica alta le pidiera uno. ¿Me invitas?–preguntó ella, pisando el palito–. Renato se colocó el caramelo entre los dientes delanteros, puso cara de mosquito muerto y respondió: “pucha, solo tengo este, pero podemos partirlo por la mitad”. La chica alta –que a esas alturas también quería sentir una lengua viboreando en el interior de su boca– se acercó y mordió el Halls apenas, pegando sus labios a los labios de ese bloguero borracho.
Segundos después se trenzaron en un beso largo y mañoso. La estrategia había surtido efecto.
Siguieron chapando ante la mirada atónita de las amigas de la chica alta, que veían con algo de desprecio a ese chato ebrio que se había colado en su grupo sin pedirle permiso a nadie.
Alcoholizado, sin miedo, y con una erección que le abultaba el calzoncillo, Renato le dijo a la chica alta para ir a otro lado, no sin antes hacerle saber lo bonita que la encontraba (una belleza que, por supuesto, había sido atizada por los efectos de la cerveza). Ella se sonrió y, con un rictus de poquedad, le contestó que le encantaría pero que le resultaba imposible. ¿Por qué?, preguntó él, intrigadísimo. Ella se negó a responder. ¿Por qué?, insistió él.
“Es que no me he depilado las piernas”, le confesó ella al oído.
Renato se quedó callado, pero luego contraatacó. Aunque la sola imagen de sus manos abriéndose paso entre esa tupida selva de vellos le producía asco, la arrechura lo cegaba. “No importa, vamos nomás”, reaccionó él, acicateado por esa verdad poética que acude a la mente de los hombres desesperados cuando tienen una opción de tener sexo gratis con una extraña: un hueco es un hueco.
La chica alta se disculpó otra vez, provocando la ira de Renato, que, sin modales para disimular su enojo, se paró y se fue.
deta_peluda.jpg
Amanda no se acostumbró tan rápido a la ausencia permanente de Jaime. No solamente porque el pequeño Emilio le preguntaba a cada rato dónde estaba su papá, sino porque no lograba despojarse de la sensación de culpa que le hacía añicos la conciencia y le impedía dormir bien. No amaba a Jaime. Se había dado cuenta de que amaba a Gabriel y que a su esposo le tenía cariño, pero esas certezas, lejos de consolarla, venían acompañadas de una fulminante intranquilidad.
Cuando conversaba con Gabriel, esa intranquilidad se traducía en pequeñas crisis de nervios, que la hacían quebrarse de la nada y empozarse en un llanto prolongado. Al inicio fino y después copioso. Cuando superaba esos momentos de turbación, todo era magnífico entre ellos, pero bastaba que algún resquicio de culpabilidad reapareciera en su subconsciente para que ella petrificara la sonrisa y se quedara sumida en unos gimoteos que Gabriel no sabía cómo vencer.
A pesar de las flaquezas de Amanda, ella y Gabriel vivieron algunos días inolvidables, sin esconderse, actuando como los enamorados que eran.
Había, desde luego, algunas cláusulas que cumplir. Por ejemplo, Gabriel solo podía visitar la casa de Amanda cuando Emilio no estuviera. Por lo demás, todo transcurría sin grandes apremios. Iban al cine, tomaban desayuno, se encontraban en un café, almorzaban, paseaban, follaban riquísimo en el departamento de Gabriel.
Una tarde, mientras almorzaban en el San Antonio de Miraflores, Gabriel le contó que se había encontrado hacía unos pocos días en un bar con Renato Cisneros, el del colegio.

–¿No le habrás contado nada no?, fue la primera inquietud de Amanda.
–¿Qué habría tenido de malo, amor?
–No sé, qué vergüenza, pues…
–Qué es lo que te da vergüenza exactamente, ¿estar conmigo?
–No, eso no. La situación. No me gustaría que nadie saque conclusiones sobre cómo llevo mi vida…
–El famoso qué dirán
–No es eso, Lombardi–le dijo Amanda, que llamaba a Gabriel por su apellido con tierna cordialidad cada vez que quería evitar un altercado
–¿Entonces?
–Es que soy una mujer casada, y una cosa es vencer el miedo, salir contigo y exponernos juntos, como ahorita, y otra, muy diferente, es que todo el mundo se entere de lo nuestro
–No es todo el mundo, Amanda. Solo se lo conté a Renato…
–Ya sé, y tienes el derecho de contárselo a quien quieras, pero te pido ser un poco cuidadoso. No me gustaría que le llegaran chismes a Jaime, acuérdate de que aún no le he dicho nada…
–Renato no va a irse de boca…
–No sé, pues. En el colegio era bien callado, pero no sé ahora
–Despreocúpate…
–Bueno. ¿Y cómo está él ah? ¿Le va bien no? Hasta en la televisión lo he visto…
–Sí. Él dice que esa es una clara señal de que la televisión peruana es una mierda. Ja, ja. Está muy bien, lo vi contento. Dice que está escribiendo sus cosas. De hecho hemos quedado en vernos de nuevo. Le prometí que un día saldríamos los tres. ¿Te animas?
–Ay, no sé. No creo, amor. Sal tú con él nomás…
–Pero sería divertido
–Sí, pero con todo lo que ha pasado me sentiría rara
–Amanda, no puedes estar escondiéndote siempre
–No me escondo, Gabriel. No digas eso.
–Mira, te iba a pasar la voz para ir este viernes a Aura, porque es cumpleaños de una chica de la agencia y ha hecho una lista, pero ya no sé si podamos ir juntos: a lo mejor no te provoca o te da miedo
–¿Aura? Uf, amor, ya sabes que no me gustan mucho esos sitios
–Bueno, pero vamos a estar los dos juntos…
–¿Y si alguien nos ve?
–No te entiendo, Amanda. Quieres que mantengamos una relación normal, pero al mismo tiempo quieres que seamos invisibles
–Estás siendo muy injusto–replicó Amanda


(…)


Las conversaciones entre Amanda y Gabriel, que jamás desembocaban en pleitos, se fueron infectando con discusiones como esa. Ella buscaba un cambio gradual en su vida social, un cambio que no afectara, por ejemplo, la estabilidad de su hijo, pero Gabriel se desesperaba y sentía que le costaría trabajo adaptarse a sus necesidades. El veneno de esas riñas, sin embargo, demoraría en inocularse.
Aquel viernes terminaron yendo a Aura y compartieron una mesa con un grupo de doce personas. A pesar de su nerviosismo, Amanda se divirtió mucho. Gabriel la presentó sin especificar quién era, pero a todos les quedó clarísimo que era su enamorada por la manera en que bailaba con ella, por cómo la miraba, pero sobre todo por el voluptuoso modo en que la besaba en medio de la discoteca, apretándola contra su cuerpo.
“Somos unos irresponsables de porquería”, le dijo Amanda a Gabriel después de uno de esos besos, mientras bailaban una cumbia. “Dame otro beso, chica irresponsable”, le contestó él, que disfrutaba como un puerco ese riesgo, ese caminar en el filo mismo de lo permitido, ese actuar sin medir las consecuencias.
Los posteriores a esa noche fueron días muy raros.
Jaime quiso volver a la casa, pero Amanda se negó a aceptarlo. A Gabriel, por algún motivo difícil de explicar, le gustaba que Jaime continuara rondándola. La presencia periférica del marido arrepentido le resultaba extrañamente satisfactoria: era una presencia –menor, pero latente– que le confería a la relación un encanto gris, siniestro, que excitaba a Gabriel, y que era el encanto siniestro y gris que las prohibiciones siempre le habían suscitado.
Para Amanda, en cambio, la insistencia morosa de Jaime solo contribuía a hacer todavía más terrible su depresión. Cada vez que colgaba el teléfono después de hablar con él, rompía en llanto. No porque lo extrañase, sino por la irreversible sospecha de haberlo echado todo a perder. Antes de la separación pensaba que tendría más fuerzas para afrontar ese momento, pero no: la actual situación la derrumbaba y la ponía cara a cara con la negritud de su alma.
Por eso comenzó a visitar a una psicóloga dos veces por semana, decisión que a Gabriel le produjo un callado temor: no porque desconfiara de esas terapias, sino porque a partir de ese momento empezó a alimentar la idea de que tal vez Amanda podía, en un futuro cercano, ser potencial víctima de algún desequilibrio emocional.
También por esos días reapareció María Pía.
Para mala (o buena) suerte de Gabriel, cuando mejor estaban las cosas con Amanda, María Pía volvía al ruedo para tentarlo. Gabriel no sabía cómo torearla ni ofrecer resistencia a sus encantos. Lo volvía loco su belleza, su cuerpo, su disposición, su manera tan entregada y sometida de dejarse hacer el amor. María Pía había sido la primera mujer que le había permitido penetrarla por detrás, algo a lo que ni Natalia ni la propia Amanda habían accedido. Cuando lo hicieron por primera vez de ese modo, María Pía pegó unos terribles gritos de placer que Gabriel, desconcertado, juzgó de dolor. Ella le suplicaba lloriqueando que no se detuviese, que siguiera, y él gozaba explorando con su falo esas cavidades oscuras y vírgenes.
Aunque no los buscaba ni fomentaba, Gabriel celebraba esos encuentros porque le daban el gusto de la promiscuidad caleta y porque, además, no le exigían mayor compromiso. Estaba seguro de que María Pía era una mujer liberal que no esperaba nada serio de su parte. En eso último, desde luego, se equivocaba, ya que, después de acostarse con él, María Pía salía del departamento soñando, no con estudiar en Nueva York (adonde ya no estaba segura de querer ir), sino con ser su novia.
Nunca lo decía, pero lo pensaba.
Y lo siguió pensando aún cuando Gabriel le advertía que sus refriegas y revolcones no debían interferir en su relación con Amanda. “Una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa”, teorizaba Gabriel para separar la paja del trigo.
A María Pía esas advertencias la entristecían pero al mismo tiempo le daban ánimos para seguir alargando su travesura rebelde e irracional, para seguir comportándose mal, jugando a la amante paciente y trepadora. Aunque no conocía la historia completa, ella estaba segura de que Amanda volvería en algún momento con su esposo y así Gabriel quedaría libre para continuar protegiéndola y deslumbrándola.
deta_ella_.jpg
Todas las semanas, Gabriel llamaba a Renato para juntarse. No solo lo hacía porque confiaba en la interpretación que él pudiera hacer de sus problemas, sino porque además estaba cada día más escaso de amigos. Ernesto era su jefe, pero no su confidente. Juan Pablo no era lo suficientemente cercano. Y Martín –por más que se identificara con él y pareciera comprenderlo luego de su apasionada aventura con Daniela– no volvió a ser el de antes. Aunque retomaron las conversaciones por teléfono y hasta se vieron un par de veces, nada fue lo mismo: María Pía se había interpuesto entre ellos como un inexpugnable bloque de cemento.
Renato, sin quererlo, se convirtió en el exclusivo depositario de su confianza. Gabriel le contaba cómo prosperaba la historia con Amanda, pero también compartía con él sus dudas más tormentosas respecto del desenlace que esa historia podía tener. Renato lo oía y enriquecía esas pláticas con sus recuerdos personales de la época en que Gabriel empezó a obsesionarse con Amanda.
Una noche, tomando unas chelas en el Juanito de Barranco, rememoraron una escena:

–¿Te acuerdas de esa vez, en casa del Gordo Germán, que te animamos para que llamaras a la radio y le dedicaras una canción?
–Puta madre, qué papelón. Ni me hagas acordar
–Ja, ja. Llamaste a Radio A, a un programa que se llamaba El Club de los Osos Enamorados
–¡Cállate que me da vergüenza ajena! No sé cómo acepté hacerlo
–Ja, ja. Dijiste que te llamabas Esteban y pediste una canción de Gloria Estefan, creo…
–No, peor: de Daniela Romo
–Ja, ja. ¡Sí, sí, de Daniela Romo!
–Escuchaba puras cojudeces en esa época.
–¿Cómo se llamaba la cancioncita?
–Ya me olvidé ya
–Ja, ja. No te creo nada. Dime, pues.
–Qué ladilla eres. Se llamaba De mí enamórateç
–Ja, ja, ja. Qué buena.
–Mientras yo hablaba por teléfono con el paparulo del discjockey y le mandaba saludos a Amanda, el Gordo Germán se puso a mi costado y comenzó a tirarse unos pedos infernales
–¡Claro! Me acuerdo de que yo estaba grabando la llamada en la sala y los pedos del Gordo se escuchaban a través de la radio
Gabriel y Renato se rieron un buen rato. Una vez que las risas cesaron y la respiración se normalizó, continuaron...

–Ay, ay, ay. Hace rato que no me reía tanto–reconoció Gabriel
–Te noto un poco tenso…
–Es que, no sé, a veces me parece que fuésemos dos personas completamente diferentes…
–¿Amanda y tú?
–Sí, pero completamente.
–¿Tanto así?
–En el colegio, yo era un idiota que no se animaba a nada. Ahora tengo mucha más confianza en mí, en mis opiniones, en mi capacidad, en fin. Con Amanda sucede algo parecido…
–Yo la recuerdo recontra alegre, sonriente…
–Exacto. Hasta hace unas semanas, a pesar de los problemas, jamás perdía la sonrisa. Pero de un tiempo a esta parte no hace más que quedarse callada, hablar poco y llorar
–¿Llora mucho?
–Llora, llora, llora. Todo el día llora…
–Bueno, Gabriel, ponte a pensar. Es lógico. Apareces tú, el marido se va de la casa, el hijo no entiende nada. O sea, su mundo ha dado un vuelco completo. Esa no es una vida, es una película hindú. Lo pienso y hasta a mí me dan ganas de moquear.
–Llámame insensible o lo que quieras, pero hay algo de ese llanto que me saca de quicio, me enerva, me pone de mal humor. No sé si es el llanto mismo, o la inmediata sensación que tengo al escucharlo: la sensación de que soy el principal responsable de todo su desastre…
Los ojos de Gabriel enrojecieron. Una minúscula lámina acuosa los cubrió. Se mordió la lengua y reprimió las lágrimas

–¿Estás molesto no?
–Rabioso, la palabra es rabioso. Adoro a esa mujer pero a veces, solo a veces, me pongo a pensar en que quizá hice mal en interferir en el destino. Quizá lo mejor era dejar la historia como estaba, no alterarla.
–Estás metido en la historia, Gabriel. Metido hasta el cuello. Lo último que puedes hacer es pensar en saltar y escaparte. Sería una cabronada.
–Sí, tienes razón. Sería una cabronada.

RENATO CISNEROS

No hay comentarios: