Con el permiso del narrador, asumo fugazmente la
conducción de este relato. Lo hago únicamente para contar desde mi perspectiva lo
que ocurrió aquella noche en El Dragón, cuando encontré a Gabriel
en la barra del local. ¿O fue él quien me encontró a mí?
Era un miércoles 30 de julio, pasadas ya las 11:30. Lo
recuerdo con absoluta claridad.
Había sido una noche larga y agitada. La presentación
del libro Busco Novia en el Jockey Plaza se
extendió impensadamente. Hubo cientos de personas que hicieron una cola
larguísima para que Robotv y yo firmáramos sus ejemplares. Fue una locura. Una
locura inédita. No creo que ninguna futura presentación sea tan espectacular
como la de aquel día (aunque ahorita, mientras lo descarto, crece en mí el
íntimo deseo de que se repita el desmadre).
Después de firmar libros seguimos la celebración en Patagonia,
un restaurante en Miraflores, adonde cayeron algunos amigos y familiares. La
gente andaba un poco cansada, así que el festejo acabó temprano, pero fiel a mi
naturaleza noctámbula y excesiva me empeñé en continuar los agasajos por mi
cuenta.
No necesitaba estar acompañado de gente para brindar por la publicación de esos
relatos que, después de todo, habían sido escritos en privado, sin la menor
compañía. Irme por ahí a beber algo era una indirecta manera de homenajear el
disciplinado aislamiento del que nacieron esas palabras. Irme a chupar por ahí
era un acto justiciero que restauraba el orden de mi universo y ponía las cosas
en su debido lugar. Irme por ahí a emborracharme era, en buena cuenta, ensayar
una metamorfosis inversa: una donde la mariposa –abochornada por las numerosas
miradas que sus colores reclaman– optaba por convertirse en la mugrosa larva
que la engendró.
Era un buen día para caer en El Dragón. La
música electrónica que ponen ahí los miércoles se me hace por lo regular
intolerable, pero aquella noche me dio lo mismo. Solo quería calmar la mezcla
de alegría y desamparo que me agobiaba, esa emoción híbrida que, según dicen,
solo conocen y comparten escritores y embarazadas, que reaccionan así al
misterio que supone el lanzamiento de un libro y el alumbramiento de un hijo
(aunque eso solo se lo he oído decir a los escritores, nunca a las embarazadas,
que tal vez no están muy de acuerdo con la metáfora).
En la cola de la entrada, una chica muy linda –y muy alta– pareció
identificarme.
–¿Tú no eres el chico del blog?, me dijo, dejando que en su cara de intriga se
abriera paso una sonrisa incandescente que hizo la noche más memorable todavía.
Su pregunta me arrastró en fracción de segundos a una serie de cavilaciones que
demoraron mi respuesta. Pensé, por ejemplo, en lo extraño que era llevar encima
la etiqueta del chico del blog. Eso me produjo un hincón de
fastidio en el huesito del ego. A continuación, sin embargo, pensé que no importaba
mucho llevar esa etiqueta si eso iba a permitir que una buena parte de las
chicas lindas y sonrientes de Lima me trataran con la fantástica delicadeza y
discreta coquetería con que ahora me trataba este mujerón de casi metro
ochenta.
–¿De qué blog hablas?, indagué, haciéndome el tonto, solo para engreírme
–El de Busco Novia, contestó ella, sin perder su magia. ¿Eres tú
no?
–Ah, sí, soy yo. Justo vengo de la presentación del
libro, respondí, apoyándome en la pared de la fachada del local con estúpida soltura,
como quien cuenta que acaba de venir del mercado, del gimnasio o de pasear al
perro. La noche había sido increíble, sensacional, única, pero la presencia
inquietante de esa mujer hechicera me embruteció, me hizo actuar de modo
subnormal, tanto que me puse a hablar como un autor trajinado, supuestamente
habituado a esos rutinarios encuentros con los lectores.
–Qué mostro. ¿Fueron muchas personas?
–Sí, algo de seiscientas, respondí, más cacaseno que
nunca
–¡Es un huevo!
–Gracias, gracias…
–Bueno, fue un gusto conocerte. Nos vemos adentro,
dijo la chica alta y se inclinó casi 90 grados para darme un beso en la
mejilla.
Fue un instante deshonroso. Las demás personas de la cola no pudieron reprimir
la risita de burla que la escena exigía. El gesto de la chica, casi una
genuflexión, me hizo recordar a mis profesoras de Primaria, que agachaban medio
cuerpo para despedirme en la puerta del colegio, colgándome la pesada mochila
en la espalda, embutiéndome la lonchera bajo un bracito y colocándome un rollo de
cartulina bajo el otro. Así me hacían traspasar la puerta de salida, convertido
en un ekeko inestable, un pindongo tembloroso que en cualquier momento iría a
parar al suelo.
–El gusto es mío. Nos vemos adentro, le contesté al oído, empinándome
Una vez que crucé las puertas de El Dragón y di los primeros
pasos entre las mesas y entre los grupos de gente tuve la sensación de ser un
hacendado, un capataz que avanzaba en sus dominios. Tantas veces había estado
allí, tantas aventuras había disfrutado en ese antro, que no pude dejar de
sentir el alivio de quien regresa a casa después de un corto viaje.
Todos estaban concentrados en la música electrónica, o al menos eso parecía.
Quizás nadie sabía que acababa de presentar mi libro ante unas 600 personas; y
quizás nadie había leído nunca una puta línea de las muchas putas líneas que
había escrito en mi vida, pero estaba bien, no me molestaba, al revés: era en
esa invisibilidad en la que buscaba moverme después de haber vivido el breve
espejismo del supuesto éxito libresco.
Me acerqué entonces a la barra a pedirme un vodka y fue justo ahí que escuché
que alguien gritaba mi nombre.
–¡Renato!
La primera vanidosa idea que vino a mi mente mientras
giraba la cabeza para identificar al autor del llamado fue la siguiente: claro,
es inevitable pasar desapercibido, seguramente es un lector fanático del blog
que me ha seguido desde la Feria y me quiere felicitar.
Mientras terminaba de girar la cabeza, apuré una sonrisa matadora de galán de
pollada. Como en los dibujos animados, una estrellita invisible marcaba el
lustre de mi dentadura.
Me sentí un completo cojudo un segundo después, cuando
noté, desengañado, que quien me pasaba la voz no era en absoluto un
lector–hincha, sino Gabriel, Gabriel Lombardi, un amigo del colegio al que no
veía hacía como ocho años. Lo miré, lo reconocí, lo saludé con falsa emoción y
me abrí paso entre los parroquianos para llegar hasta su posición.
Es curioso cómo, al encontrarte con alguien después de
mucho tiempo, durante esos instantes que hay entre el primer saludo y el
establecimiento del diálogo de rigor, vas repasando mentalmente las escenas del
pasado compartidas con esa persona. Es inevitable. Mientras avanzas para
estrecharle la mano o darle un abrazo, en tu cabeza se produce un estallido de
imágenes que se suceden vertiginosamente, como en un videoclip, como cuando
avanzas una película en el DVD a la máxima velocidad y ves a los personajes
moviéndose sin parar.
Eso me pasó con Gabriel aquella noche del año pasado.
Él se tomaba una cerveza y yo me acerqué con mi vodka. Al saludarnos, me atrapó
con un abrazo que yo encontré exageradamente afectuoso. Habíamos sido muy
buenos patas en el colegio, pero tampoco era para tanto. Noté rápidamente que
el abrazo de Gabriel tenía que ver menos con la nostalgia colegial y más, mucho
más, con alguna urgencia emocional del presente. Sentí que me abrazaba de la
manera eufórica en que un náufrago abrazaría al misionero extraño que ha
llegado a rescatarlo a la Isla del Miedo.
–¿Qué ha sido de ti, compadre? ¿Estuviste en Buenos
Aires, verdad? ¿Cómo te fue?, le dije, sin comprender exactamente cuál era la
necesidad de hacerle tres preguntas que en el fondo eran solamente una.
Gabriel comenzó a responder y de un tirón actualizó la
versión que yo tenía de su vida. Su narración me envolvió: no tanto por los
hechos que contaba como por el modo humorístico y socarrón en que eran
convertidos en palabras. Gabriel hablaba de sus vivencias como si se tratara de
un chiste inacabable, y cada tramo del relato lo sazonaba con una moraleja
repentina que, a pesar de su espontaneidad, más parecía un lema o un aforismo
cuidadosamente elaborado.
Por ejemplo, después de hablarme de Natalia, su novia
argentina, se tomó un respiro y, tras aplicarle un sorbo a la botella de cerveza,
mirando hacia ninguna parte, me dijo: “si alguna vez vas para Rosario, cuídate
de las mujeres, tienen la hermosura provinciana de un fotogénico volcán a punto
de la erupción”. Escuchándolo no me pareció nada raro que se haya dedicado a
hacer eslóganes publicitarios.
La última vez que lo había visto fue en un almuerzo de
ex alumnos del colegio, pero ese día hablamos tan poco que fue como si no nos
hubiéramos visto. En esos almuerzos, además, a nadie le interesa saber
realmente cómo les va a los demás: la mayoría de asistentes solo quiere beber
rápido para escapar de sus vidas y volver a ser, durante lo que dure la
borrachera, los adolescentes de antaño, que eran felices sin deudas, ni hijos,
ni calvicie, ni sobrepeso.
Mientras oía hablar a Gabriel en El Dragón,
una mitad de mi cerebro se concentró en su monólogo, pero la otra mitad,
desobediente, voló hacia el pasado, a esos días de Secundaria en que las
grandes preocupaciones existenciales se limitaban a los cursos jalados y a los
quilombos amorosos en los que cada quien se aventuraba.
Y ahí estaba, pues, el buen Gabriel, anclado en mi memoria. Gabriel Alonso
Lombardi Moncada. Lo recordaba flaco, con su cara de palta, entrando siempre
tarde a las clases, con el pelo mojado, terminando de devorar el pan con
mantequilla del desayuno.
Lo recordaba jugando fulbito, ganando los concursos de
verbos en inglés (break, broke, broken; come, came, come), marchando con
desgano en las aburridas asambleas de Fiestas Patrias.
Lo recordaba también sufriendo más de la cuenta con
Química y Física. El pobre se quedaba hasta tarde en el laboratorio, empeñado
en descubrir una incierta vocación de científico, pero ni las fórmulas ni los
símbolos le entraban en la cabeza.
Una vez, en la Feria de Ciencias, su experimento
futurista –un motor que funcionaba con gas y que hacía andar un trencito– causó
revuelo. No por su brillantez, precisamente, sino porque estaba tan mal
diseñado que provocó una terrible fuga y hubo que encender las alarmas y
evacuar a todos los padres de familia que habían ido a ver los trabajos de los
alumnos. Recuerdo a Gabriel, desesperado, persiguiendo su trencito, mientras la
multitud huía despavorida del laboratorio, temiendo asfixiarse con los
nubarrones de gas que se formaron. Al fondo del salón, el profesor Darwin Soria
se jalaba los pocos pelos que le colgaban de la frente, tratando
infructuosamente de llamar a la calma al público, y puteando con la mirada (sí,
se puede putear con la mirada) al sin dudas desaprobado alumno Lombardi.
Pero por sobre todas las circunstancias lo recordaba
plena y eternamente enamorado de Amanda Di Lorenzi, su musa en las sombras.
Amanda era una de las chicas más guapas de la promoción. No solo era rica, de
buen cuerpo, sino linda, buena gente y por eso mismo medio colegio babeaba por
ella, desde los mayores hasta los chibolos de Primero, que soñaban con
desposarla. Eso sin mencionar a los profesores mañosos que la hacían sentarse
en la primera fila, no para que atendiera mejor las lecciones, sino para poder
mirarle el magnífico par de yucas que la niña se manejaba.
Amanda tuvo cerros de pretendientes, pero el único
enamorado que le conocimos fue Braulio, Braulio Cantuarias, un chico mayor que
la persiguió y afanó desde que él estaba en quinto y nosotros en tercero. No
había fiesta ni actividad extracurricular en la que el idiota de Braulio no se
apareciera para estar cerca de Amanda. A ella le gustaba, pero recién aceptó
ser su enamorada dos años después, cuando él ya era cachimbo de la de Lima y
nosotros estábamos a punto de egresar del cole.
Hasta antes de eso, Gabriel –que era muy amigo de
Amanda– guardaba la esperanza de que algún día ella lo mirase con ojos que no
fuesen los del compañerismo asexuado. No lo decía abiertamente, pero se le
notaba.
Todos los patas de su grupo –un grupo en el que yo me
sentí siempre un advenedizo– sabíamos que él se recontra cagaba por ella. Más
de una vez le sugerimos que se mandara de hacha, pues no perdía nada confesando
lo que sentía. Él se negaba, arrugaba todito por temor a que Amanda lo choteara
con las consabidas y temidas palabras con que las mujeres de dieciséis años se
deshacían de los chicos indeseables: solo te quiero como amigo.
El único día en que Gabriel consideró la posibilidad
de declararse fue el domingo de la última kermés de quinto de
media. Faltaban apenas dos meses para que acabara el año y en un recreo lo
rodeamos entre cuatro para convencerlo de que se jugara el pellejo. “No seas
huevón, no puedes terminar el colegio con ese clavo metido en el pecho”, le
dijo el Gordo Germán Garro, que sabía mejor que ninguno lo que era sufrir de
amor. “La duda te va a torturar el resto de tu vida”, le advirtió Piero
Fernández, el tenista de la promoción. “Eres un cabro: en el fondo te apuesto a
que tienes miedo de que ella te diga que sí”, lo retó el Flaco Julio Aldana,
quien siempre andaba secándose los mocos con la manga de la chompa.
En aquella cuadrada, yo me limité a decirle lo que
siempre le había dicho: “Si te dice que no, te desapareces y punto”.
Al final, lo convencimos.
Para mala suerte de todos, justo el día de la kermés Amanda
se apareció muy sonriente de la mano con Braulio, y entonces todos supimos que
ese inútil, ese ocioso manganzón –que había logrado ingresar a la de Lima solo
porque Dios era grande (y porque la de Lima era fácil)– se había convertido en
el hombre más afortunado del mundo.
Recuerdo que cuando la nueva parejita entró en escena
yo estaba al costado de Gabriel, haciendo la cola para participar en el
popularísimo juego de lanzarles tomates a los profesores. Al verlos juntos,
Gabriel se quedó estático. Le dije que se calmara, que no los mirara, pero no
pudo controlarse. Se puso tan furioso que cuando le tocó el turno de lanzar los
tomates –en vez de arrojarlos débilmente, como hacían los demás concursantes–
los aventó con toda la fuerza de su rabia y con una excelente puntería,
haciéndolos estallar en el medio de la regordeta cara del profe de Química,
Darwin Soria, que al final no podía respirar por todo el tomate que tenía
encima, y que salió indignado de la kermés, limpiándose los ojos, la boca y la
papada con un pañuelo, acusando en voz alta a Gabriel de haberse vengado de esa
violenta manera por el desaprobado que obtuvo en aquella caótica e inolvidable
Feria de Ciencias.
Nunca pensé que Gabriel acataría mi consejo tan a pie
juntillas. Yo le había sugerido que desapareciese para olvidar a Amanda, pero
era una figura retórica. Él, sin embargo, se lo tomó a pecho ni bien nos
graduamos. Creo que lo vi un ratito en la fiesta de promoción (a la que me
parece que fue con una gordita bien espesa) y luego se hizo humo, pero humo de
verdad. Tal vez estaba dolido por lo de Amanda, tal vez no le perdonó que se
haya puesto de novia con Braulio. No sé. Lo único que sé es que tuvo que pasar
mucho tiempo para verlo otra vez. Fue en ese almuerzo de ex alumnos de hace
ocho años, pero, como ya dije, ni siquiera pudimos conversar.
La noche de El Dragón, Gabriel me contó que su papá había muerto de
cáncer, me habló de la vida de artista infiltrado que llevó en Buenos Aires y
me comentó que ahora dirigía el área creativa de una agencia de publicidad.
Cuando por fin me tocó hablar a mí, fui menos
detallista. Él recordaba que yo andaba metido entre la poesía y el periodismo,
así que le hice un resumen poco generoso de mis actividades. Cuando le conté
que venía de presentar el libro de Busco Novia, se sorprendió.
–¡Manya! Sabía de tu blog, pero no que habías sacado
un libro. Felicitaciones. ¡Te has vuelto famoso, Renatillo!
–Nada que ver. Famosos son Gianmarco o Tongo. Yo solo
soy conocido entre mis sobrinos…
–¿Y sigues escribiendo poemas?
–Hace tiempo que no escribo nada de poesía, pero
espero volver a hacerlo.
–Me acuerdo que en cuarto de media ganaste un concurso y luego todos te pedían
que escribieras poemas por encargo para sus enamoradas…
–Ja, ja. Sí, pero les escribía cualquier cosa y ellos
ni cuenta. A Fico Dávila, por ejemplo, le escribí un poema que en verdad era de
Gustavo Adolfo Bécquer. El muy bruto le dijo a la chica que le gustaba que él
mismo se lo había compuesto. Lo malo fue que la chica conocía el poema de
memoria y lo mandó a volar, decepcionada.
(…)
Después de esos minutos de lógicas recapitulaciones, volvimos al presente.
Brindamos por el reencuentro y nos pusimos a comentar intrascendencias respecto
del local, de la música, y de las tetas llamativas de la mesera que circulaba
entre el gentío, en cuyos macizos pechereques todos depositábamos nuestras
miradas más ardientes.
De la nada Gabriel me preguntó cómo andaba
sentimentalmente.
Era obvio que quería hablar del tema. Cuando alguien
te pregunta por algún asunto muy particular no lo hace porque en verdad quiera
saber cómo te va en esa materia: lo hace para que luego tú le preguntes lo
mismo y pueda despacharse.
Yo no tuve muchas ganas de contarle nada de mis
recientes tragedias amorosas, así que me hice el sueco, el distraído y me fui
por la tangente:
–Si quieres saber, puedes leerte mi blog. Ahí está
todo escrito
–Ja, ja. Está bien, está bien…
Por esos días del 2008 mi vida sentimental atravesaba
un momento demasiado convulsionado. No me daba el cuero para improvisar una
didáctica sinopsis en medio de un bar a medianoche. Eran días de emociones
súbitas y encontradas. Aún no me cruzaba con la bella y joven OC, pero otras
mujeres habían pasado por mi vida con la prisa y la incertidumbre con que se
pasa por un callejón oscuro. (Si revisan los post de la época, repararán en que
mis penurias, sin ser muchas, eran infinitamente hondas).
Por eso, porque quería mantener conmigo las rotundas
penas que entonces atravesaban mi corazón como un anticucho –y porque intuía
que lo que Gabriel pretendía en el fondo era contarme algo de sus propios
apuros y desdichas–, preferí cederle la posta:
–¿Y tú, cómo vas? Cualquiera que te ve aquí, chupando
solo, creería que andas maldiciendo a alguna ingrata. ¿O me equivoco?
–No, no maldigo a nadie, pero sí ando un poco cabezón…
–Uy, qué pasó. ¿No me digas que el volcán rosarino
está en actividad nuevamente?
–No. Natalia se quedó en Buenos Aires. No sé nada de
ella. Me refiero a otra persona…
–¿La conozco?
–Mira, te voy a contar algo, pero tienes que prometer
que se quedará contigo, dijo Gabriel
–Sí, claro, te prometo…
En realidad, la promesa era lo de menos. Gabriel
necesitaba hablar con alguien: podía ser yo como hubiera podido ser el barman o
cualquier fulano que pasara por allí con ganas de escucharlo. Cuando tienes
atragantada una historia que no te deja respirar, tienes que vomitarla,
contarla, sin discriminar al auditorio: bien puedes contársela a tu amigo del
alma como a un desconocido (un desconocido del alma).
En este caso, yo era un poco de las dos cosas. Gabriel
era mi amigo del colegio, acaso uno de los más entrañables, pero había pasado
tanto, tanto tiempo desde la última vez que hablamos con mínima sinceridad, que
también nos habíamos convertido en desconocidos. El colegio había quedado tan
atrás que sería más apropiado decir que éramos dos extraños que se habían
conocido en una vida anterior.
Me ha tocado en otras circunstancias toparme con
personas a las que me sentí muy unido diez o veinte años atrás pero, al
hablarles y oírles de nuevo, descubrí –con más asombro que decepción– que ya no
tenemos nada en común. En algún momento –es difícil precisar cuándo– la distancia
entre las personas que fuimos y las personas en que nos convertimos se amplió
hasta hacerse insalvable. Los temas que en el pasado nos aliaron se volvieron
una mera cuerda floja que apenas sirve para que podamos comunicarnos sin
frialdad.
Con Gabriel me ocurría algo parecido. Le guardaba
cariño, pero no podíamos comportarnos en la barra de El Dragón como
nos comportábamos en el salón del colegio. Éramos otras personas, con
biografías llenas de capítulos sublimes y amargos que el otro ignoraba y que
habían modificado nuestro carácter, alejándonos de aquella versión adolescente
que alguna vez interpretamos.
(...)
Cuando Gabriel me dijo te voy a contar algo me resultó
clarísimo que no me lo contaba porque yo fuera Renato Cisneros, el del colegio,
sino porque la historia lo estaba volviendo loco, y si no la verbalizaba, si no
la reconstruía con palabras para comprenderla mejor, podía acabar enfermándose.
–¿Te acuerdas de Amanda?, me dijo
–¿Amanda Di Lorenzi? ¿Tu Amanda? ¿La del cole? Claro,
nadie puede olvidarse de una chica así…
–¿Qué has sabido de ella?, curioseó Gabriel,
postergando unos segundos la confesión que estaba por hacer, recordándome que
había estado tantos años en Argentina que le había perdido el rastro…
–Bueno, no mucho, la verdad. Supe que se casó y creo
que tiene un hijo. Nunca la volví a ver, porque nunca ha ido a los almuerzos de
ex alumnos, pero dicen que sigue espectacular. Me late que es una de las pocas
chicas de la prom que se mantiene bien, porque la mayoría se desinfló o
engordó. ¿Te acuerdas de Janine Heinze, por ejemplo?
–Sí, claro, la más linda de Quinto A
–Ya, el otro día la vi comprando en Wong.
Estaba inmensa, mofletuda. La vi tan obesa que pensé que se estaba robando algo
de la tienda debajo del vestido. No era ni la sombra de la sombra de lo que
fue.
–Bueno, pero eso le habrá pasado a todas…
–No, ah. Aunque no lo creas, hay otras que han
mejorado un culo. Ahí tienes a Vanessa Silvino...
–¿Qué? ¿La Pollo Crudo?
–Sí, alucina. Está fuertota. La vi en bikini el verano
pasado y no sabes: está para meterle el pollo crudo más bien…
–Ja, ja. No quiero ni imaginar lo que dirían ellas de
nosotros si nos vieran…
–No es por tirarnos flores, compadre, pero nosotros
pasamos piola…
–¿Y qué sabes del Negro Zurita?, preguntó Gabriel,
entusiasmándose con ese inventario de nombres y olvidándose momentáneamente de
Amanda y de la historia que quería compartir conmigo.
–Fue a uno de los almuerzos recientes, pero no
hablamos. Alguien me contó que tuvo problemas judiciales, que estuvo en la
cárcel, que salió con vara, que se llenó de hijos y que acabó de chofer de una
combi en La Marina. Ese Negro, carajo. Era chueco desde chibolo, jamás se
reformó.
–Yo le tenía cariño. No sé por qué, pero me caía bien…
–¿Él no fue el que te bajó el pantalón en medio del
patio una vez?
–Sí. claro, él fue. ¿Cómo te acuerdas?
–Es que yo estaba exactamente al frente de ustedes. Vi
la secuencia completita, junto con Marissa Ibárcena y con Amanda.
–Amanda...
–Franco, en eso nos quedamos. ¿Qué me ibas a decir de ella?
RENATO CISNEROS
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