sábado, diciembre 08, 2012

13 ¿QUE ME IBAS A DECIR DE ELLA?

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Con el permiso del narrador, asumo fugazmente la conducción de este relato. Lo hago únicamente para contar desde mi perspectiva lo que ocurrió aquella noche en El Dragón, cuando encontré a Gabriel en la barra del local. ¿O fue él quien me encontró a mí?
Era un miércoles 30 de julio, pasadas ya las 11:30. Lo recuerdo con absoluta claridad.
Había sido una noche larga y agitada. La presentación del libro Busco Novia en el Jockey Plaza se extendió impensadamente. Hubo cientos de personas que hicieron una cola larguísima para que Robotv y yo firmáramos sus ejemplares. Fue una locura. Una locura inédita. No creo que ninguna futura presentación sea tan espectacular como la de aquel día (aunque ahorita, mientras lo descarto, crece en mí el íntimo deseo de que se repita el desmadre).
Después de firmar libros seguimos la celebración en Patagonia, un restaurante en Miraflores, adonde cayeron algunos amigos y familiares. La gente andaba un poco cansada, así que el festejo acabó temprano, pero fiel a mi naturaleza noctámbula y excesiva me empeñé en continuar los agasajos por mi cuenta.

No necesitaba estar acompañado de gente para brindar por la publicación de esos relatos que, después de todo, habían sido escritos en privado, sin la menor compañía. Irme por ahí a beber algo era una indirecta manera de homenajear el disciplinado aislamiento del que nacieron esas palabras. Irme a chupar por ahí era un acto justiciero que restauraba el orden de mi universo y ponía las cosas en su debido lugar. Irme por ahí a emborracharme era, en buena cuenta, ensayar una metamorfosis inversa: una donde la mariposa –abochornada por las numerosas miradas que sus colores reclaman– optaba por convertirse en la mugrosa larva que la engendró. 
Era un buen día para caer en El Dragón. La música electrónica que ponen ahí los miércoles se me hace por lo regular intolerable, pero aquella noche me dio lo mismo. Solo quería calmar la mezcla de alegría y desamparo que me agobiaba, esa emoción híbrida que, según dicen, solo conocen y comparten escritores y embarazadas, que reaccionan así al misterio que supone el lanzamiento de un libro y el alumbramiento de un hijo (aunque eso solo se lo he oído decir a los escritores, nunca a las embarazadas, que tal vez no están muy de acuerdo con la metáfora). 

En la cola de la entrada, una chica muy linda –y muy alta– pareció identificarme.

¿Tú no eres el chico del blog?, me dijo, dejando que en su cara de intriga se abriera paso una sonrisa incandescente que hizo la noche más memorable todavía. 

Su pregunta me arrastró en fracción de segundos a una serie de cavilaciones que demoraron mi respuesta. Pensé, por ejemplo, en lo extraño que era llevar encima la etiqueta del chico del blog. Eso me produjo un hincón de fastidio en el huesito del ego. A continuación, sin embargo, pensé que no importaba mucho llevar esa etiqueta si eso iba a permitir que una buena parte de las chicas lindas y sonrientes de Lima me trataran con la fantástica delicadeza y discreta coquetería con que ahora me trataba este mujerón de casi metro ochenta. 

–¿De qué blog hablas?, indagué, haciéndome el tonto, solo para engreírme
–El de Busco Novia, contestó ella, sin perder su magia. ¿Eres tú no?
–Ah, sí, soy yo. Justo vengo de la presentación del libro, respondí, apoyándome en la pared de la fachada del local con estúpida soltura, como quien cuenta que acaba de venir del mercado, del gimnasio o de pasear al perro. La noche había sido increíble, sensacional, única, pero la presencia inquietante de esa mujer hechicera me embruteció, me hizo actuar de modo subnormal, tanto que me puse a hablar como un autor trajinado, supuestamente habituado a esos rutinarios encuentros con los lectores.

–Qué mostro. ¿Fueron muchas personas?
–Sí, algo de seiscientas, respondí, más cacaseno que nunca
–¡Es un huevo!
–Gracias, gracias…
–Bueno, fue un gusto conocerte. Nos vemos adentro, dijo la chica alta y se inclinó casi 90 grados para darme un beso en la mejilla. 

Fue un instante deshonroso. Las demás personas de la cola no pudieron reprimir la risita de burla que la escena exigía. El gesto de la chica, casi una genuflexión, me hizo recordar a mis profesoras de Primaria, que agachaban medio cuerpo para despedirme en la puerta del colegio, colgándome la pesada mochila en la espalda, embutiéndome la lonchera bajo un bracito y colocándome un rollo de cartulina bajo el otro. Así me hacían traspasar la puerta de salida, convertido en un ekeko inestable, un pindongo tembloroso que en cualquier momento iría a parar al suelo. 

–El gusto es mío. Nos vemos adentro, le contesté al oído, empinándome

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Una vez que crucé las puertas de El Dragón y di los primeros pasos entre las mesas y entre los grupos de gente tuve la sensación de ser un hacendado, un capataz que avanzaba en sus dominios. Tantas veces había estado allí, tantas aventuras había disfrutado en ese antro, que no pude dejar de sentir el alivio de quien regresa a casa después de un corto viaje. 

Todos estaban concentrados en la música electrónica, o al menos eso parecía. Quizás nadie sabía que acababa de presentar mi libro ante unas 600 personas; y quizás nadie había leído nunca una puta línea de las muchas putas líneas que había escrito en mi vida, pero estaba bien, no me molestaba, al revés: era en esa invisibilidad en la que buscaba moverme después de haber vivido el breve espejismo del supuesto éxito libresco. 

Me acerqué entonces a la barra a pedirme un vodka y fue justo ahí que escuché que alguien gritaba mi nombre.
¡Renato!
La primera vanidosa idea que vino a mi mente mientras giraba la cabeza para identificar al autor del llamado fue la siguiente: claro, es inevitable pasar desapercibido, seguramente es un lector fanático del blog que me ha seguido desde la Feria y me quiere felicitar

Mientras terminaba de girar la cabeza, apuré una sonrisa matadora de galán de pollada. Como en los dibujos animados, una estrellita invisible marcaba el lustre de mi dentadura.
Me sentí un completo cojudo un segundo después, cuando noté, desengañado, que quien me pasaba la voz no era en absoluto un lector–hincha, sino Gabriel, Gabriel Lombardi, un amigo del colegio al que no veía hacía como ocho años. Lo miré, lo reconocí, lo saludé con falsa emoción y me abrí paso entre los parroquianos para llegar hasta su posición.
Es curioso cómo, al encontrarte con alguien después de mucho tiempo, durante esos instantes que hay entre el primer saludo y el establecimiento del diálogo de rigor, vas repasando mentalmente las escenas del pasado compartidas con esa persona. Es inevitable. Mientras avanzas para estrecharle la mano o darle un abrazo, en tu cabeza se produce un estallido de imágenes que se suceden vertiginosamente, como en un videoclip, como cuando avanzas una película en el DVD a la máxima velocidad y ves a los personajes moviéndose sin parar.
Eso me pasó con Gabriel aquella noche del año pasado. Él se tomaba una cerveza y yo me acerqué con mi vodka. Al saludarnos, me atrapó con un abrazo que yo encontré exageradamente afectuoso. Habíamos sido muy buenos patas en el colegio, pero tampoco era para tanto. Noté rápidamente que el abrazo de Gabriel tenía que ver menos con la nostalgia colegial y más, mucho más, con alguna urgencia emocional del presente. Sentí que me abrazaba de la manera eufórica en que un náufrago abrazaría al misionero extraño que ha llegado a rescatarlo a la Isla del Miedo.
¿Qué ha sido de ti, compadre? ¿Estuviste en Buenos Aires, verdad? ¿Cómo te fue?, le dije, sin comprender exactamente cuál era la necesidad de hacerle tres preguntas que en el fondo eran solamente una.
Gabriel comenzó a responder y de un tirón actualizó la versión que yo tenía de su vida. Su narración me envolvió: no tanto por los hechos que contaba como por el modo humorístico y socarrón en que eran convertidos en palabras. Gabriel hablaba de sus vivencias como si se tratara de un chiste inacabable, y cada tramo del relato lo sazonaba con una moraleja repentina que, a pesar de su espontaneidad, más parecía un lema o un aforismo cuidadosamente elaborado.
Por ejemplo, después de hablarme de Natalia, su novia argentina, se tomó un respiro y, tras aplicarle un sorbo a la botella de cerveza, mirando hacia ninguna parte, me dijo: “si alguna vez vas para Rosario, cuídate de las mujeres, tienen la hermosura provinciana de un fotogénico volcán a punto de la erupción”. Escuchándolo no me pareció nada raro que se haya dedicado a hacer eslóganes publicitarios.
La última vez que lo había visto fue en un almuerzo de ex alumnos del colegio, pero ese día hablamos tan poco que fue como si no nos hubiéramos visto. En esos almuerzos, además, a nadie le interesa saber realmente cómo les va a los demás: la mayoría de asistentes solo quiere beber rápido para escapar de sus vidas y volver a ser, durante lo que dure la borrachera, los adolescentes de antaño, que eran felices sin deudas, ni hijos, ni calvicie, ni sobrepeso.
Mientras oía hablar a Gabriel en El Dragón, una mitad de mi cerebro se concentró en su monólogo, pero la otra mitad, desobediente, voló hacia el pasado, a esos días de Secundaria en que las grandes preocupaciones existenciales se limitaban a los cursos jalados y a los quilombos amorosos en los que cada quien se aventuraba.
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Y ahí estaba, pues, el buen Gabriel, anclado en mi memoria. Gabriel Alonso Lombardi Moncada.
Lo recordaba flaco, con su cara de palta, entrando siempre tarde a las clases, con el pelo mojado, terminando de devorar el pan con mantequilla del desayuno.
Lo recordaba jugando fulbito, ganando los concursos de verbos en inglés (break, broke, broken; come, came, come), marchando con desgano en las aburridas asambleas de Fiestas Patrias.
Lo recordaba también sufriendo más de la cuenta con Química y Física. El pobre se quedaba hasta tarde en el laboratorio, empeñado en descubrir una incierta vocación de científico, pero ni las fórmulas ni los símbolos le entraban en la cabeza.
Una vez, en la Feria de Ciencias, su experimento futurista –un motor que funcionaba con gas y que hacía andar un trencito– causó revuelo. No por su brillantez, precisamente, sino porque estaba tan mal diseñado que provocó una terrible fuga y hubo que encender las alarmas y evacuar a todos los padres de familia que habían ido a ver los trabajos de los alumnos. Recuerdo a Gabriel, desesperado, persiguiendo su trencito, mientras la multitud huía despavorida del laboratorio, temiendo asfixiarse con los nubarrones de gas que se formaron. Al fondo del salón, el profesor Darwin Soria se jalaba los pocos pelos que le colgaban de la frente, tratando infructuosamente de llamar a la calma al público, y puteando con la mirada (sí, se puede putear con la mirada) al sin dudas desaprobado alumno Lombardi.
Pero por sobre todas las circunstancias lo recordaba plena y eternamente enamorado de Amanda Di Lorenzi, su musa en las sombras. Amanda era una de las chicas más guapas de la promoción. No solo era rica, de buen cuerpo, sino linda, buena gente y por eso mismo medio colegio babeaba por ella, desde los mayores hasta los chibolos de Primero, que soñaban con desposarla. Eso sin mencionar a los profesores mañosos que la hacían sentarse en la primera fila, no para que atendiera mejor las lecciones, sino para poder mirarle el magnífico par de yucas que la niña se manejaba.
Amanda tuvo cerros de pretendientes, pero el único enamorado que le conocimos fue Braulio, Braulio Cantuarias, un chico mayor que la persiguió y afanó desde que él estaba en quinto y nosotros en tercero. No había fiesta ni actividad extracurricular en la que el idiota de Braulio no se apareciera para estar cerca de Amanda. A ella le gustaba, pero recién aceptó ser su enamorada dos años después, cuando él ya era cachimbo de la de Lima y nosotros estábamos a punto de egresar del cole.
Hasta antes de eso, Gabriel –que era muy amigo de Amanda– guardaba la esperanza de que algún día ella lo mirase con ojos que no fuesen los del compañerismo asexuado. No lo decía abiertamente, pero se le notaba.
Todos los patas de su grupo –un grupo en el que yo me sentí siempre un advenedizo– sabíamos que él se recontra cagaba por ella. Más de una vez le sugerimos que se mandara de hacha, pues no perdía nada confesando lo que sentía. Él se negaba, arrugaba todito por temor a que Amanda lo choteara con las consabidas y temidas palabras con que las mujeres de dieciséis años se deshacían de los chicos indeseables: solo te quiero como amigo.
El único día en que Gabriel consideró la posibilidad de declararse fue el domingo de la última kermés de quinto de media. Faltaban apenas dos meses para que acabara el año y en un recreo lo rodeamos entre cuatro para convencerlo de que se jugara el pellejo. “No seas huevón, no puedes terminar el colegio con ese clavo metido en el pecho”, le dijo el Gordo Germán Garro, que sabía mejor que ninguno lo que era sufrir de amor. “La duda te va a torturar el resto de tu vida”, le advirtió Piero Fernández, el tenista de la promoción. “Eres un cabro: en el fondo te apuesto a que tienes miedo de que ella te diga que sí”, lo retó el Flaco Julio Aldana, quien siempre andaba secándose los mocos con la manga de la chompa.
En aquella cuadrada, yo me limité a decirle lo que siempre le había dicho: “Si te dice que no, te desapareces y punto”.
Al final, lo convencimos.
Para mala suerte de todos, justo el día de la kermés Amanda se apareció muy sonriente de la mano con Braulio, y entonces todos supimos que ese inútil, ese ocioso manganzón –que había logrado ingresar a la de Lima solo porque Dios era grande (y porque la de Lima era fácil)– se había convertido en el hombre más afortunado del mundo.
Recuerdo que cuando la nueva parejita entró en escena yo estaba al costado de Gabriel, haciendo la cola para participar en el popularísimo juego de lanzarles tomates a los profesores. Al verlos juntos, Gabriel se quedó estático. Le dije que se calmara, que no los mirara, pero no pudo controlarse. Se puso tan furioso que cuando le tocó el turno de lanzar los tomates –en vez de arrojarlos débilmente, como hacían los demás concursantes– los aventó con toda la fuerza de su rabia y con una excelente puntería, haciéndolos estallar en el medio de la regordeta cara del profe de Química, Darwin Soria, que al final no podía respirar por todo el tomate que tenía encima, y que salió indignado de la kermés, limpiándose los ojos, la boca y la papada con un pañuelo, acusando en voz alta a Gabriel de haberse vengado de esa violenta manera por el desaprobado que obtuvo en aquella caótica e inolvidable Feria de Ciencias.
Nunca pensé que Gabriel acataría mi consejo tan a pie juntillas. Yo le había sugerido que desapareciese para olvidar a Amanda, pero era una figura retórica. Él, sin embargo, se lo tomó a pecho ni bien nos graduamos. Creo que lo vi un ratito en la fiesta de promoción (a la que me parece que fue con una gordita bien espesa) y luego se hizo humo, pero humo de verdad. Tal vez estaba dolido por lo de Amanda, tal vez no le perdonó que se haya puesto de novia con Braulio. No sé. Lo único que sé es que tuvo que pasar mucho tiempo para verlo otra vez. Fue en ese almuerzo de ex alumnos de hace ocho años, pero, como ya dije, ni siquiera pudimos conversar.
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La noche de El Dragón, Gabriel me contó que su papá había muerto de cáncer, me habló de la vida de artista infiltrado que llevó en Buenos Aires y me comentó que ahora dirigía el área creativa de una agencia de publicidad.
Cuando por fin me tocó hablar a mí, fui menos detallista. Él recordaba que yo andaba metido entre la poesía y el periodismo, así que le hice un resumen poco generoso de mis actividades. Cuando le conté que venía de presentar el libro de Busco Novia, se sorprendió.
–¡Manya! Sabía de tu blog, pero no que habías sacado un libro. Felicitaciones. ¡Te has vuelto famoso, Renatillo! 
–Nada que ver. Famosos son Gianmarco o Tongo. Yo solo soy conocido entre mis sobrinos…
–¿Y sigues escribiendo poemas? 
–Hace tiempo que no escribo nada de poesía, pero espero volver a hacerlo.
–Me acuerdo que en cuarto de media ganaste un concurso y luego todos te pedían que escribieras poemas por encargo para sus enamoradas…
–Ja, ja. Sí, pero les escribía cualquier cosa y ellos ni cuenta. A Fico Dávila, por ejemplo, le escribí un poema que en verdad era de Gustavo Adolfo Bécquer. El muy bruto le dijo a la chica que le gustaba que él mismo se lo había compuesto. Lo malo fue que la chica conocía el poema de memoria y lo mandó a volar, decepcionada.

(…)

Después de esos minutos de lógicas recapitulaciones, volvimos al presente. Brindamos por el reencuentro y nos pusimos a comentar intrascendencias respecto del local, de la música, y de las tetas llamativas de la mesera que circulaba entre el gentío, en cuyos macizos pechereques todos depositábamos nuestras miradas más ardientes.
De la nada Gabriel me preguntó cómo andaba sentimentalmente.
Era obvio que quería hablar del tema. Cuando alguien te pregunta por algún asunto muy particular no lo hace porque en verdad quiera saber cómo te va en esa materia: lo hace para que luego tú le preguntes lo mismo y pueda despacharse.
Yo no tuve muchas ganas de contarle nada de mis recientes tragedias amorosas, así que me hice el sueco, el distraído y me fui por la tangente:
–Si quieres saber, puedes leerte mi blog. Ahí está todo escrito
–Ja, ja. Está bien, está bien…
Por esos días del 2008 mi vida sentimental atravesaba un momento demasiado convulsionado. No me daba el cuero para improvisar una didáctica sinopsis en medio de un bar a medianoche. Eran días de emociones súbitas y encontradas. Aún no me cruzaba con la bella y joven OC, pero otras mujeres habían pasado por mi vida con la prisa y la incertidumbre con que se pasa por un callejón oscuro. (Si revisan los post de la época, repararán en que mis penurias, sin ser muchas, eran infinitamente hondas).
Por eso, porque quería mantener conmigo las rotundas penas que entonces atravesaban mi corazón como un anticucho –y porque intuía que lo que Gabriel pretendía en el fondo era contarme algo de sus propios apuros y desdichas–, preferí cederle la posta:
–¿Y tú, cómo vas? Cualquiera que te ve aquí, chupando solo, creería que andas maldiciendo a alguna ingrata. ¿O me equivoco?
–No, no maldigo a nadie, pero sí ando un poco cabezón… 
–Uy, qué pasó. ¿No me digas que el volcán rosarino está en actividad nuevamente? 
–No. Natalia se quedó en Buenos Aires. No sé nada de ella. Me refiero a otra persona…
–¿La conozco? 
Mira, te voy a contar algo, pero tienes que prometer que se quedará contigo, dijo Gabriel
–Sí, claro, te prometo…
En realidad, la promesa era lo de menos. Gabriel necesitaba hablar con alguien: podía ser yo como hubiera podido ser el barman o cualquier fulano que pasara por allí con ganas de escucharlo. Cuando tienes atragantada una historia que no te deja respirar, tienes que vomitarla, contarla, sin discriminar al auditorio: bien puedes contársela a tu amigo del alma como a un desconocido (un desconocido del alma).
En este caso, yo era un poco de las dos cosas. Gabriel era mi amigo del colegio, acaso uno de los más entrañables, pero había pasado tanto, tanto tiempo desde la última vez que hablamos con mínima sinceridad, que también nos habíamos convertido en desconocidos. El colegio había quedado tan atrás que sería más apropiado decir que éramos dos extraños que se habían conocido en una vida anterior.
Me ha tocado en otras circunstancias toparme con personas a las que me sentí muy unido diez o veinte años atrás pero, al hablarles y oírles de nuevo, descubrí –con más asombro que decepción– que ya no tenemos nada en común. En algún momento –es difícil precisar cuándo– la distancia entre las personas que fuimos y las personas en que nos convertimos se amplió hasta hacerse insalvable. Los temas que en el pasado nos aliaron se volvieron una mera cuerda floja que apenas sirve para que podamos comunicarnos sin frialdad.
Con Gabriel me ocurría algo parecido. Le guardaba cariño, pero no podíamos comportarnos en la barra de El Dragón como nos comportábamos en el salón del colegio. Éramos otras personas, con biografías llenas de capítulos sublimes y amargos que el otro ignoraba y que habían modificado nuestro carácter, alejándonos de aquella versión adolescente que alguna vez interpretamos.

(...)

Cuando Gabriel me dijo te voy a contar algo me resultó clarísimo que no me lo contaba porque yo fuera Renato Cisneros
, el del colegio, sino porque la historia lo estaba volviendo loco, y si no la verbalizaba, si no la reconstruía con palabras para comprenderla mejor, podía acabar enfermándose.
–¿Te acuerdas de Amanda?, me dijo
–¿Amanda Di Lorenzi? ¿Tu Amanda? ¿La del cole? Claro, nadie puede olvidarse de una chica así…
–¿Qué has sabido de ella?, curioseó Gabriel, postergando unos segundos la confesión que estaba por hacer, recordándome que había estado tantos años en Argentina que le había perdido el rastro…
–Bueno, no mucho, la verdad. Supe que se casó y creo que tiene un hijo. Nunca la volví a ver, porque nunca ha ido a los almuerzos de ex alumnos, pero dicen que sigue espectacular. Me late que es una de las pocas chicas de la prom que se mantiene bien, porque la mayoría se desinfló o engordó. ¿Te acuerdas de Janine Heinze, por ejemplo? 
–Sí, claro, la más linda de Quinto A
–Ya, el otro día la vi comprando en Wong. Estaba inmensa, mofletuda. La vi tan obesa que pensé que se estaba robando algo de la tienda debajo del vestido. No era ni la sombra de la sombra de lo que fue. 
–Bueno, pero eso le habrá pasado a todas…
–No, ah. Aunque no lo creas, hay otras que han mejorado un culo. Ahí tienes a Vanessa Silvino... 
–¿Qué? ¿La Pollo Crudo?
–Sí, alucina. Está fuertota. La vi en bikini el verano pasado y no sabes: está para meterle el pollo crudo más bien…
–Ja, ja. No quiero ni imaginar lo que dirían ellas de nosotros si nos vieran…
–No es por tirarnos flores, compadre, pero nosotros pasamos piola…
–¿Y qué sabes del Negro Zurita?, preguntó Gabriel, entusiasmándose con ese inventario de nombres y olvidándose momentáneamente de Amanda y de la historia que quería compartir conmigo. 
–Fue a uno de los almuerzos recientes, pero no hablamos. Alguien me contó que tuvo problemas judiciales, que estuvo en la cárcel, que salió con vara, que se llenó de hijos y que acabó de chofer de una combi en La Marina. Ese Negro, carajo. Era chueco desde chibolo, jamás se reformó.
–Yo le tenía cariño. No sé por qué, pero me caía bien…
–¿Él no fue el que te bajó el pantalón en medio del patio una vez? 
–Sí. claro, él fue. ¿Cómo te acuerdas? 
–Es que yo estaba exactamente al frente de ustedes. Vi la secuencia completita, junto con Marissa Ibárcena y con Amanda.
–Amanda...
–Franco, en eso nos quedamos. ¿Qué me ibas a decir de ella?

RENATO CISNEROS

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