Pero dejemos un rato a Gabriel y
a su retaco amigo colegial en esa barra colmada de figuretis noctámbulos y
borrachosos comunes.
Concentrémonos en Martín, el
irritado Martín, que estaba en su casa viendo algo de fútbol cuando entraron a
su celular las llamadas que Gabriel hizo mientras manejaba hacia El Dragón. Él
vio y oyó timbrar su teléfono hasta en ocho ocasiones, pero no quiso contestar.
No le dio la gana.
Ignoraba realmente si entre María
Pía y Gabriel ocurría algo, pero su intuición le decía que sí, y su intuición
fallaba por muy estrecho margen en casos como ese.
Algo dentro de él –una especie de
sensor o detector– presentía que Gabriel y María Pía se venían acostando hacía
rato y, por más que intentaba dominarse las veces en que ese presentimiento lo
conturbaba, no podía evitar sentir que era objeto de una traición, una burla,
una estafa.
Por eso cuando un instante
después de la última timbrada escuchó el mensaje de voz que Gabriel le había
dejado ––Maricón, llámame, no sé nada de ti hace días, un
abrazo–, tuvo un prolongado
acceso de furia que acabó en un monólogo destemplado, un soliloquio cargado de
bilis, un estallido de cólera.
“¿Maricón? Todavía tiene la soberana
concha de decirme maricón este hijo de la guayaba. Maricón él, que se brinca a
la flaca que me gusta y ni siquiera tiene los huevos para decírmelo a la cara. Llámame, dice el imbécil. ¡Qué te llame
tu vieja, mamón! No sabes ni sabrás nada de mí en un buen tiempo, puto de
mierda. Y encima me manda un abrazo el muy pendejo. ¡Métete tu abrazo al
ojete!”
Martín le vociferaba esas
ignominias al celular, como si el pobre artefacto fuese una imagen, una
extensión o representación física de Gabriel. Tanto gritó Martín que se agitó y
sus pulmones de asmático se obstruyeron. Por eso tomó un respiro, abrió las
ventanas de su cuarto, inhaló y exhaló largas bocanadas de aire. Luego, sí, frunció
las cejas y prosiguió con su quejoso discurso contra el celular, al que le
hablaba en segunda persona, como si dentro de la maquinita, debajo del chip,
estuviera atrapado el fantasmagórico espíritu de Gabriel.
“Segurito que me llamas porque
Amanda te ha choteado. Ojalá que te haya mandado a volar. Bien hecho ahí. Eso
te pasa, pues, por dártelas de cachero, por meterte, primero, con una huevona
casada y después con la flaca que yo, tu amigo, estaba afanando. Ojalá que el
marido de Amanda se entere de tu pendejada, te reviente las pelotas con sus
palos de golf y te deje estéril para siempre. Ahí te quiero ver. Y ni vengas a
buscarme para que te ayude, porque por mi madre que te meto más taba que San
Puta”.
Martín estaba acelerado,
histérico, y expulsaba toda su indignación en cada grito que profería. Sintió
asco, claustrofobia y de repente se dio cuenta de que necesitaba salir de su
casa por un buen trago que apaciguase su estado de ánimo.
Apagó el televisor, se puso una
casaca y –renegando contra el mundo– salió rumbo a La Noche de Barranco, con la única misión
de sentarse en la barra y pedirle a Luchito, el barman, un buen Chilcano de pisco que le purgara el hígado
viciado por la mala sangre. A diferencia de otras ocasiones, esta vez le pidió
a Luchito no solo uno, sino tres Chilcanos. Después del último se paró,
pagó con un billete que excedía la cuenta y se largó sin esperar el cambio.
Andaba medio zampado por el
bulevar de Barranco, caminando hacia el parque central solo por inercia.
Jamás hubiera imaginado Martín
que esa misma noche tendría que empezar a tragarse todas las palabras
condenatorias y oprobiosas que había lanzado contra Gabriel, sobre todo
aquellas con las que buscaba amonestarlo y descalificarlo por meterse con una
mujer casada.
Jamás hubiera imaginado Martín
que en un bar muy cercano –a menos de un kilómetro de donde él acababa de estar
ingurgitando bolitas de cancha salada y administrándose esos Chilcanos matadores– estaba Daniela Rabines,
su ex enamorada, terminando de celebrar el cumpleaños de una amiga.
Habían pasado cinco años desde la
noche aquella en que Martín, poseído por la ira, se presentó en su casa a
gritarle que era una perra malagradecida por haber estado paseando de la mano
con un sujeto por el Óvalo Gutiérrez. Se lo había ladrado con un odio
y una hostilidad muy parecidos a los que sentía ahora por culpa del traidor de
Gabriel. Así de virulenta era su reacción cada vez que comprobaba que alguien
muy querido le fallaba, pasándolo por alto, como si no existiese, como si no
valiera la pena.
Ahora, cinco años más tarde de
esa noche descontrolada, Martín ya no sentía nada por Daniela. La tirria en que
se transformó su amor fue desvaneciéndose, cediendo al transcurso de los meses
y años, hasta quedar convertida en un sentimiento frío, plano, hueco, algo así
como la versión descolorida de un dolor que paulatinamente mutó en
indiferencia.
Fue Daniela la que se percató de
su presencia al otro lado del bulevar. Ella iba caminando con su patota de
amigos y él venía, solo, zigzagueando, tropezando con las baldosas del suelo y
con los vendedores ambulantes. Lo reconoció de inmediato: no tanto por la cara,
que la traía gacha, sino por la casaca, esa casaca roja acolchada que ella le
había regalado la última Navidad en que fueron novios.
El extraño gusto de verlo de
nuevo, sumado al perverso rezago de una culpa anquilosada, la llevó a pasarle
la voz.
–¡Martín!, le gritó, cuando pasó
a su costado
Él no necesitó voltear para saber
quién lo estaba saludando. El timbre chillón de la voz de Daniela estaba
plenamente grabado en la memoria de su oído.
–¡Daniela! ¿Qué haces aquí?,
reaccionó Martín, aturdido, impresionado, como si lo que tuviera delante no
fuese una persona, sino una aparición, un producto de su alcoholizada
imaginación. La miró con detenimiento, como si ambos estuvieran, no en medio de
ese sobrepoblado jirón barranquino, sino en medio de un sueño o una laguna
mental.
–Hola. ¿Estás bien? Parece que
hubieras visto un muerto…
–Hola, sorry. Me agarraste de
sorpresa. Es que no te veo hace…
–Hace como cinco años y medio…
–Sí, verdad. ¿Y qué haces por
aquí? ¿Con quién has venido?, dijo Martín, mirando al círculo de amigas de
Daniela, que de lejos lo inspeccionaban con desconfianza
–Estoy con unas amigas del
trabajo. Es cumpleaños de una de ellas y quiso ir a Mochileros. De allí venimos. ¿Y tú? ¿Estás
bien? Pareces un poco mareado…
Martín se sonrío porque no estaba
un poco, sino recontra mareado, pero se encogió de hombros y cambió el tema.
–Y no has venido con…cómo se
llama …¿Ricky?
–Sí, Ricky. No, no pudo venir.
–Mirá tú. Y qué tal todo. Quiero
decir, el matrimonio. ¿Cómo les va?
–Bien, ahí, con sus cosas, como
todos
–Ya son, qué, ¿tres años no?
–Tres años, ocho meses, catorce
días…
–Qué bestia…
–¿Estás seguro de que estás bien,
Martín?
Martín no estaba muy seguro de
nada, pero asintió con la cabeza que se le ladeaba, y continuó con ese
interrogatorio que más parecía un test policiaco:
–¿Y todavía no han pensado en…?
–¿Hijos? No. Todavía. Queremos
esperar un poquito
–Claro, para qué apurarse.
–No fuiste a la Iglesia ¿no?
Conste que te mandé un parte.
–Sí, sí lo recibí. Gracias. Pero
ya me conoces: no me provocó.
–Me lo imaginé, pero supuse que
era peor no mandarte nada.
–Además, apenas vi que solo me
invitabas a la ceremonia y no a la fiesta, lo rompí y lo tiré a la basura…
–Ja, ja. Apuesto a que sí. Qué
podía hacer. Ricky no estaba muy de acuerdo con que te invitara a la recepción.
Además, yo sabía que no irías, así que preferí usar esa invitación para otra
persona.
–Conociéndome, habría hecho algún
papelón. Algún brindis idiota o algo por el estilo…
–Ja. Sí, lo pensé…
Martín y Daniela se quedaron conversando unos minutos más y al final
prometieron verse pronto. Y por supuesto que se vieron. A los pocos días, por mail, pactaron una cita para un
viernes por la noche, justo cuando Ricky estaba fuera de Lima.
Martín no sabía muy bien lo que
pretendía saliendo con Daniela, pero ese viernes –en el momento en que se
pasaba un peine delante del espejo, antes de ir a recogerla– de pronto le
pareció que la vida le ofrecía una revancha, y no estaba dispuesto a
desaprovecharla.
Ella había sido una novia muy
importante, y por eso calculó que encontrarla era un hecho que excedía toda
suerte o casualidad y que había que adjudicárselo más bien a la famosa justicia
divina.
Martín pasó por ella y propuso ir
por unas pastas y un vino tinto al Antica de Barranco. Daniela aceptó
encantada.
Pasada esa primera hora de
diálogos absurdos y diplomáticos de los que ninguna pareja de ex enamorados se
salva, Daniela comenzó a contarle detalles de su verdadera historia
matrimonial. Estaba feliz con Ricky, para qué negarlo, pero le molestaba que él
fuera tan conformista, tan aburrido y tan poco dado a la vida nocturna. Después
de tres años a su lado, había empezado a darse cuenta de que Ricky era un buen
tipo, pero no un hombre que sacara lo mejor de ella.
Martín la escuchaba, pero sin
tomar partido. Lo peor que podía hacer era aprovecharse, criticar al esposo
ausente, hacer leña del árbol caído. Su comprensiva mudez, estaba seguro,
rendiría mejores frutos que cualquier otra táctica. A diferencia de todos los
atarantados que creían que a las mujeres se les seducía con un chamullo
recargado, él pensaba que escuchándolas se podía aspirar a un mejor trato.
Daniela le contó que, para colmo
de males, ella se moría por tener hijos lo antes posible, pero Ricky estaba
temporalmente impedido. Hacía tres meses le habían detectado un forúnculo
horrible en el prepucio. Antes de retirarle ese grano peludo y carnoso, el
médico –por precaución– les había ordenado a los dos estar en cuarentena medio
año, privándolos de todo contacto inguinal.
Ese asunto, por superficial que
pudiera parecer, agudizaba aún más el pésimo momento de la relación.
Martín esperó que ella terminara
de hablar para recién dar un giro completo a la conversación. Empezó a hablar
de su vida, sus proyectos, y fanfarroneó contándole tanto de los viajes que
había hecho como de los que no. Se inventaba situaciones y anécdotas de lo más
desopilantes, logrando impresionar a Daniela, que creía cada una de sus
invenciones.
No sabía por qué, pero andaba
inspirado. Las bromas, las frases ingeniosas, las reflexiones, las palabras
atentas y los piropos cautelosos salían de su boca con perfecta fluidez.
En menos de dos horas Daniela y
él ya se habían acabado dos botellas de vino y estaban de lo más divertidos.
“Ricky jamás tendría conmigo un detalle como este, jamás me traería a un lugar
así, ni me retiraría la silla, ni me serviría el vino siquiera”, dijo ella, con
un tono de agotada resignación. Él, en vez de machacar a su oponente, se
limitaba a hacer un silencioso acopio de sus quejas.
Al final, fueron los penúltimos
comensales en salir del Antica(adentro solo quedó una cariñosa pareja conformada por
un presentador de televisión muy galante y una modelo muy ricotona, quienes se
entregaban con esmero a ciertos palpamientos indebidos bajo la mesa, roces que
muy probablemente habrían merecido la desaprobación de la esposa del
presentador de haberse encontrado en el lugar de los hechos).
Aunque Martín odiaba las
canciones de la vieja trova, porque le parecían compuestas todas por unos
comunistas muy contradictorios y oportunistas, propuso ir a La Posada
del Ángel, un pub acogedor en
cuyo escenario siempre había un músico bohemio, un guitarrero con pinta de
indigente que tocaba los temas de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés. Él sabía
que Daniela –que eran fans (con s) de esos troveros– celebraría la idea, como
de hecho la celebró.
Al cabo de unos cuarenta minutos
allí estaban los dos: sentados en un sofá de La Posada, vaciando vasos de cerveza
(tarea en la que Daniela era un sparring de temer) y trayendo de los escondites
de la memoria los mejores pasajes de su relación.
Cuando se paró para ir al baño,
Martín no podía dejar de pensar en Gabriel. Le pareció estar viviendo casi la
misma historia que su amigo. Es más, por un momento, le pareció que él era
Gabriel y que Daniela era Amanda y que Ricky era Jaime y que el mundo era, no
solo una buena y repetida mierda, sino un carrusel que daba vueltas: un tiovivo
en el que se paseaban los mismos animales solo que ocupados por pasajeros
diferentes. Siempre estaban el mismo elefante con sombrerito ladeado, el mismo
caballo de ojos estáticos, el mismo delfín con la sonrisa tallada. Lo único que
variaba eran los vaqueros, los tripulantes, los chicos y chicas que se trepaban
sobre esas bestias de yeso o madera y que daban vueltas, turulatos, creyéndose
domadores de esa fauna de mentira.
La vida era igualita, pensaba
ahora Martín, mientras meaba en el baño de La Posada sin caer en la cuenta de que se
estaba mojando todo el pantalón: un pendejo se le había pegado en la punta de
la pichula, dividiendo en dos el orificio del pene. Con la escotilla trabada
por el rizo, el potente chorro de orina se convirtió en dos chorrillos débiles:
uno caía, limpio, en el wáter y otro goteaba sobre el pantalón y el zapato
izquierdo de Martín, que no se percataba de la cochinada que estaba ocasionando
por andar divagando con esa filosofía de cantina que lo hacía concluir que la
existencia toda era, pues, finalmente, un carrusel de caballitos idénticos pero
con jinetes intercambiables.
Por eso, por sentirse atrapado en
una historia como la de Gabriel, por sentir que podía ser tan puto y tan basura
como él, solo por eso, se solidarizó a la distancia con su amigo y le perdonó
que se haya agarrado y pachamanqueado a María Pía. Mientras se lavaba las manos
meadas, Martín no vio su rostro en el espejo, sino la cara sibilina de Gabriel.
Afuera del baño lo esperaba
Daniela, su ex novia, que aunque llevaba tres años de casada se mantenía igual
de bonita, inteligente y sarcástica que en su época de soltera.
Después de acunar toda esa serie de pensamientos raros, para Martín salir de
los servicios higiénicos fue casi como salir de un túnel del tiempo. En el sofá
ya no vio a la señora Daniela Rabines de Montoya. No. Vio a Dani, su vieja
Dani, la chica con la que estuvo dos años y nueve meses, la mujer que lo hizo
mierda cuando terminó con él para estar, al poquito tiempo nomás, con ese
pelafustán de su universidad que tenía ese nombre tan ridículo, Ricky, y que
ahora era su esposo, un esposo sin carisma y cuya única diferencia con el resto
de varones del universo era que él llevaba, muy a su pesar, un extraño
forúnculo en la punta del pájaro.
Martín volvió adonde Daniela y
continuó con su show de chistes y frases zalameras, consiguiendo que ella se
ruborizara y al instante siguiente se atragantara de risa. De pronto, ambos
cruzaron una mirada llena de torpe melancolía. Martín –macerado, pero tierno–
le cogió la mano con delicadeza. Ella se sonrío, abrió la boca y entonces,
justo en el preciso instante en que parecía que iba a decir algo que podía
cambiar la vida de los dos de modo quizá definitivo, liberó un eructo largo y
estentóreo que hizo que los pocos parroquianos del local voltearan, asqueados.
Un segundo después, ella y Martín se perdieron en una carcajada monumental que
mereció una mirada de riña del pobre guitarrero indigente al que, por cierto,
nadie aplaudía.
Medio borrachos, los dos
decidieron marcharse. En el auto, guiados por el instinto, ya no por la razón,
se dieron un piquito medio culposo. Ninguno dijo nada. Durante todo el camino
hacia la casa de Daniela, Martín solo podía pensar en una cosa: en cuánto deseaba
acostarse con ella. Sabía que decírselo era un suicidio, sabía que apenas lo
insinuara recibiría una feroz cachetada (y las cachetadas de Daniela dolían
como puñetes, pues durante años había sido la matadora estrella de la selección
de vóley de su universidad, la Católica).
El temor, sin embargo, no lo
detuvo. Asumió de antemano las consecuencias y disparó su temeraria
proposición.
Quizá se vio animado a hacerlo
por la peregrina ilusión de que la vida aún estaba a tiempo de devolverle algo
que él sentía que merecía: una noche con Daniela. Pero no una noche poética,
sino una noche de verdad. No una noche para recitarle esos versitos mequetrefes
que antes le recitaba y que ahora le parecían dignos de una fogata, sino una
noche para por fin probar su sexo.
Durante los dos años y nueves
meses en que estuvieron juntos, nunca hicieron el amor. Por inverosímil que
parezca, él jamás la penetró. Nunca tiraron. Llegaron a estar varias veces
desnudos en diferentes camas, toqueteándose, paleteándose duro y parejo,
desplegando todo un repertorio de fricciones, escarceos y cabriolas, pero él
jamás logró arrimarle el piano ni, mucho menos, baldearle el callejón. Esa era
una deuda imperdonable, un estigma, una cruz que estaba condenado a cargar.
Cuando años después de la ruptura
él cometió el error de comentar ese pecado entre sus amigos, sufrió el masivo
escarnio de todos ellos. Siempre se burlaban de él, tachándolo de impotente.
Martín se defendía airadamente, argumentando idioteces –según él muy
científicas y documentadas– como que sí se podía tener relaciones sexuales sin
vulnerar el himen de la mujer. “Ándate a la mierda, marica. Si no le has metido
huevo, no te las has tirado, pues, así de simple”, razonaban sus amigos, sin
espíritu intelectual.
Ni a Daniela ni a él les habían
faltado ganas de explorar el sexo, pero ella era virgen, y Martín no supo cómo
desvirgarla. No poseía entonces la vasta experiencia de ahora: una experiencia
que se la debía a las más de veinte putas con las que se había echado
innumerables polvos, y a las que había conocido precisamente durante los
accidentados meses que siguieron a su rompimiento con Daniela. Era como si, al
terminar con él, Daniela le hubiera dejado un mensaje secreto: anda, piérdete
por ahí, aprende a tirar como un varón decente y después regresa.
A muy pocas cuadras de la casa de
Daniela, con las dos manos firmes en el timón, Martín sintió que la noche del
regreso había llegado.
–Oye…
–¿Sí?
–Quería decirte algo
–Dime
–No te vayas a enojar, es solo algo que se me ocurrió
–¿Qué cosa?
–No, mejor no…
–Ay, ya, pues. ¡Dime!
–Es que la hemos pasado tan lindo que…
–Que ¿qué? ¡Habla!
–Que quería saber si te provocaba que pasemos la noche juntos…
Martín cerró los ojos y apretó las muelas. Su frente y su nuca traspiraban un
sudor frío. En cualquier momento vendría la cachetada, pensó, y bajó la
velocidad para evitar que la segura samaqueada que el golpe de Daniela iría a
producirle le hiciese perder el control del auto. Estaba a punto de exclamar
sus más rendidas disculpas por haber siquiera pensado en hacerle tan descarada
invitación cuando, asombrosamente, Daniela intervino con una frase que era una
sinfonía:
–Sí. Sí me gustaría, dijo, y
–achispada como estaba– lanzó un segundo eructo que Martín aspiró con amor.
Lo único que ella pidió fue
guarecerse en el hostal más lejano posible. Al oír su petición, Martín pensó de
inmediato en aquel hotelito miserable de dos estrellas que quedaba en La
Victoria, donde una vez terminó revolcándose con una ramera barata que le hizo
jalar una raya de coca. Luego consideró que ese no era lugar apropiado para
llevar a Daniela, que después de todo era su ex novia y se merecía algo más
decente, por muy cabrona que haya sido en el pasado.
Tras algunas negociaciones,
acabaron metiéndose en El Farolito, un hostalito samborjino medio caleta, perfecto para
la ocasión.
Entraron a las 3 de la mañana,
salieron a las 5 y 20 y durante las más de dos horas que permanecieron allí se
metieron el polvo más rico que pudieran haber imaginado. Daniela –que no tiraba
hacía meses– se mostró muy ardiente, mientras que Martín, que felizmente
funcionaba mejor con alcohol en la sangre, supo durar todos los asaltos que tan
esperado combate requería.
Cada vez que sentía que estaba por culminar, Martín pensaba en cosas
desagradables: el entierro de su abuela, sus visitas al dentista, una película
de terror. Solo así conseguía postergar la traicionera eyaculación. Pero una
vez que Daniela alcanzó el orgasmo y se estremeció sobre él, Martín la puso
boca abajo, se montó sobre ella como un perrito ansioso y la embistió con
fuerza, con toda la fuerza que su antigua cólera le permitió. Una vez que
acabó, los dos cayeron sobre la cama, tumbados de placer.
–¿Sabes? Es muy difícil que yo
tenga orgasmos, le confesó Daniela.
Martín tomó esa frase como un
halago, y mentalmente rezó para que Daniela no se calentara ni le pidiera
reiniciar las acciones, pues él tenía la pinga muerta, hecha un títere sin
vida, sin la más mínima capacidad de reacción.
Al día siguiente, sábado, Daniela
lo llamó al celular. Martín sabía que sería una conversación larga, tensa,
enojosa. Antes de eso, anticipándose a esa charla de la que no tenía
escapatoria, intentó recordar lo que alguna vez le había contado su amigo Juan
Pablo luego de vivir un episodio muy parecido.
Años atrás, antes de casarse,
Juan Pablo viajó a Madrid por trabajo. Allá se encontró con Romina, una ex
novia, que llevaba un par de años en España y tenía un novio madrileño. Al ver
nuevamente a Juan Pablo, Romina –como muchas mujeres– recayó en una suerte de
nostalgia sexual y se las ingenió para volver a acostarse con él, a despecho
del novio madrileño que un poco borrico tenía que ser para no darse cuenta de
que su chica lo estaba adornando con un peruano y en su propio país.
Romina y Juan Pablo se vieron
solo una noche, pero tiraron dos veces. Fueron dos polvos memorables.
“Estuviste fenomenal, tío”, le dijo Romina, con un acento español que Juan
Pablo halló de lo más ridículo. Al día siguiente, con infinito remordimiento,
Romina lo telefoneó para tratar de quitarse de encima algo del peso que le
marchitaba la consciencia.
–Juanpa, te llamo por lo de
anoche, me siento mal…
–¿Anoche? ¿Qué pasó anoche?,
respondió Juan Pablo, fingiendo no recordar nada
–Anoche, que viniste a mi depa y…
–Romina, anoche NO–PASÓ–NADA,
dijo él, de lo más cómplice, tranquilizándola de inmediato. Romina captó la
intención de esa oportuna amnesia y se sintió, efectivamente, en paz
–Ay, Juanpa, eres un caballero.
Gracias por eso
Martín recordó esa historia y
supo que, si Daniela lo llamaba sintiéndose mal por lo acontecido la noche
anterior, él actuaría del mismo modo, cómplice y caballero, para que ella no
sufriera los estragos devastadores de la culpa. Negar lo ocurrido, creyó, sería
una conveniente y elegante manera de decirle a Daniela que el secreto que
compartían –igual que en el vals– nadie lo iría a saber.
Cuando finalmente lo llamó,
Daniela sonaba harto preocupada.
–Martín, no sé qué hacer. No he
podido dormir. Pienso en lo de anoche y me pongo a temblar por miedo a que
Ricky se entere
–¿Lo de anoche? ¿Qué pasó anoche?, contestó Martín, remedando perfectamente a
Juan Pablo y confiando ciegamente en que sus palabras –compinches y
protectoras– le transmitirían a Daniela toda la confianza y el alivio que su
corazón reclamaba.
–Lo de anoche, pues, lo que pasó en el hostal al que fuimos…
–Daniela, anoche NO–PASÓ–NADA
Martín sonrió al otro lado del
teléfono, esperando que esa frase, dicha así, fuerte y despaciosamente, le
procurara calma a la desorientada Daniela.
El efecto, lamentablemente, fue
contrario
–¿Cómo que no pasó nada, imbécil?
¡Hemos estado juntos y ahora te haces el loco!, gritó Daniela, sintiéndose más
sola en el mundo que nunca y rompiendo a llorar.
Martín no supo qué hacer. Intentó
calmarla, intentó explicarle cuál era el sentido de sus palabras, e intentó
hasta contarle rápidamente la historia de Juan Pablo y Romina en Madrid, pero
fue inútil: Daniela le dijo que era un infeliz, un inmaduro pinga corta y que
se arrepentía de haberse metido a la cama con él. Le tiró el teléfono y no lo
llamó más.
Martín se quedó atontado, con
algo de susto corriéndole por las venas. Un susto que, felizmente, no era
superior a la satisfacción que sentía por haber extraído el clavo que tuvo
alojado por años en lo más íntimo de su orgullo.
La siguiente noticia que tuvo de
Daniela llegó tres meses después. Ahí se enteró de que estaba embarazada y
entonces fue él quien la telefoneó, temiendo que el hijo fuera suyo.
Daniela le aseguró que el niño
(que en realidad era niña) era sin ninguna duda de su marido. “Puedes estar
tranquilo, Martín”, afirmó ella, sin sombra de calidez.
Sin embargo, la auténtica
tranquilidad recién llegaría al alma de Martín un año más tarde, al ver unas
fotos de la niña en Internet y comprobar que, en efecto, era muy parecida a
Ricky: no tanto por las facciones, sino porque en la punta de la barbilla la
bebe tenía un pequeño forúnculo, un granito peludo que algún día seguramente
irían a extirparle.
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