Amanda trataba de cumplir su rutina con normalidad, pero se le notaba intranquila. Por esos días su relación con Jaime se empozó en una extraña alianza de silencios. Él le dirigía la palabra solo para decirle buenos días o buenas noches. Ella abría la boca solo para responderle esos saludos. Salvo excepciones domésticas muy puntuales, no intercambiaban otras frases.
El más extrañado era Emilio, que notaba claramente que el ambiente de la casa estaba infestado por nubes de tensión y hostilidad, aunque por entonces no tuviera la menor idea de lo que significaban exactamente palabras como infestado, tensión u hostilidad.
Aprovechando un viaje corto de Jaime a Trujillo, Amanda y Gabriel decidieron encontrarse la noche de un sábado en un restaurancito italiano más o menos caleta de La Molina, por Molicentro. Ella llegó en taxi. Él la esperaba adentro, en una mesa esquinada.
Permanecieron allí cerca de tres horas. Comieron panes al ajo, picaron un Carpaccio, compartieron una pizza napolitana, bebieron casi dos garrafas de vino tinto. Platicaron sin pausa y más de una vez se atracaron de risas. Por muchos tormentos que los cercaran, no había forma de que juntos la pasaran mal. Una vez que comenzaban a darse cuerda mutuamente, los dos se convertían en una sola imparable máquina disparadora de chistes, anécdotas, abrazos, frasecitas dulces y calientes en voz baja. Esa era su manera de quererse, de fortalecer el invisible cerco magnético que los protegía del exterior.
Al terminar, subieron al auto y comenzaron a besarse. Gabriel arrancó el motor y, sin anunciar el paradero, comenzó a manejar con rumbo a su departamento. Amanda se dio rápida cuenta de sus intenciones, cogió su mano, y la apretó un poco en señal de aprobación. “¿Y Emilio?”, preguntó él. “Se quedó con mi mamá. Hace tiempo que me había pedido que se lo lleve, así que aproveché hoy para dejárselo”, explicó Amanda. En la primera luz roja, se fundieron en un nuevo beso. El bocinazo del auto de atrás los interrumpió, obligándolos a reanudar la marcha.
Fue una noche pródiga, cálida e intensa: hicieron el amor dos veces, conversaron muchísimo sobre cómo la vida los había venido tratando, vieron una película comenzada en TNT, y se quedaron entrelazados en la cama hasta que dieron las cinco y media.
Antes de eso –durante la serena tregua que separa un polvo del otro– Amanda se sinceró brutalmente con Gabriel. Le dijo que le costaba imaginarse el futuro sin él, que cada día se sentía más segura, y que ya no temía las consecuencias de sus actos. Si no había hablado todavía con Jaime, era únicamente porque no había encontrado un momento adecuado. “Pero no te preocupes, amor, esa conversación no va a pasar de esta semana”, prometió Amanda, como si Gabriel le estuviera demandando premura en aquel enojoso trámite marital.
Al revés de ella, Gabriel fue menos enfático al momento de hablarle de lo que sentía. Le repitió, sí, que también la quería, pero lo hizo sin la suave convicción de otras noches. Amanda no se dio cuenta, pero era más o menos evidente que Gabriel estaba ocultándole algo.
Su mutismo era, en realidad, una manifestación de la culpa. La noche anterior, en esa misma cama, Gabriel había estado con María Pía.
Por eso ahora, mientras apreciaba la ternura en las confesiones de Amanda, se sentía traicionado por el remordimiento. Ya no solo se trataba de haberle dado a otra muchacha un beso retozón, cuya ocurrencia al fin y al cabo podía achacarse a la tremebunda borrachera de una noche. No. Este no era un desliz: era un incidente más osado y, por lo mismo, más difícil de cargar sobre los tembleques hombros de la conciencia.
Una vez en la oficina, Gabriel dejó que ella se pusiera cómoda, que encendiera un cigarro y que le describiera el monótono paisaje de su vida intrascendente: el trabajo repetitivo de la fábrica, la aburrida soledad de su casa, las ansias por irse del Perú ya–ya.
Conversaron cerca de una hora. Durante ese lapso no mencionaron el único antecedente que compartían: el beso que se dieron después de la fiesta de Juan Pablo. Ni siquiera hicieron referencia alguna a la última llamada que ella le había hecho y que él abortó fingiendo conversar “con un patín de la agencia”. Simplemente charlaron sobre cómo estaban, alternando sus comentarios con las primeras ideas que les cruzaba la mente.
Al final, cansado de irse por la tangente, Gabriel sacó los trapitos al aire.
–Bueno, supongo que no has venido hasta aquí para hablar de nuestras banalidades ¿no?, inquirió él, con risueña curiosidad
–Sí, no seas aguado. Es viernes. Vamos. ¿O tienes algo que hacer?
Gabriel quiso inventar algo para salir del paso, pero se demoró. No tenía planes y lo cierto era que tampoco le molestaba irse a tomar un trago con esa chica preciosa que tenía enfrente. María Pía se puso de pie, como para apurarlo.
–Qué dices, pues. ¿Vamos?
Qué de malo puede haber en sentarse en un bar con una amiga, se preguntó Gabriel en la fracción de segundos que demoró su respuesta. Era un razonamiento por demás resbaladizo, porque para él –que era un coqueto y seductor incurable– la amistad entre hombres y mujeres resultaba un gracioso despropósito, debido a la milenaria tensión sexual que existe entre ambos géneros. En ese momento, sin embargo, no encontró mejor justificación para su nueva travesura con María Pía.
–Vamos, vamos, dijo, levantándose de su silla con falsa pereza
La agencia quedaba en la avenida Salaverry, en Jesús María. Desde allí fueron a La Calesa de San Isidro, famosa por sus pisco soursdobles que te hacen ver triple. Cuando llegaron eran las siete de la noche en punto y solo había un par de mesas ocupadas por chicas chillonas y chicos con la corbata desajustada y el saco colgado de la silla. Eran grupos de gente que acababa de dejar la oficina y que, aprovechando el ‘sábado chico’, se abandonaba con delectación a ese matutino hábito borrachero que a los huachafos limeños se les da por llamar after office.
Una hora y media después, María Pía y Gabriel estaban de lo más entonados.
Solo minutos antes, tal vez envalentonada por los piscos, ella se había deschavado y puesto en bandeja: le había dicho que le gustaba un culo, que no quería nada serio con nadie, que en cuestión de meses se iría a vivir a Nueva York.
Gabriel despertaba en María Pía mucho más interés del que ella estaba dispuesta a admitir. Para empezar, lo veía distinto al resto, a toda esa sarta de lameculos sin personalidad que la piropeaban y le hacían diarios favores esperando caerle en gracia. Gabriel, en cambio, la trataba con cordial indiferencia, como si fuera una chica bonita del montón. Eso la desconcertaba. Pero, además, lo notaba educado, sensible, creativo, con un fino sentido del humor y un sincero desapego hacia las convenciones.
Para una mujer que había saboreado el afecto superficial de sus padres y que recibía el cariño meloso e interesado de casi todos los demás, la tosca honestidad de Gabriel era reconfortante. Con él tenía una esperanza de toparse por fin con algo genuino. Quizá era una esperanza algo lejana, pero bastara que fuera sólida para abrigarla.
María Pía quería tener una relación con él, sin generarle problemas. Quería meterse en su vida a escondidas, por la puerta falsa, sin alterar el orden de su mundo. Por eso utilizó adrede la excusa del viaje a Nueva York y de su desgano en adquirir compromisos. Lo hizo empleando una soltura y un desembarazo exagerados, como para que no quepa duda de su actitud relajada y open mind. Sabía lo irresistible que ese discurso se escuchaba en los oídos de cualquier hombre. Incluso uno como Gabriel.
Sentado a medio metro suyo en La Calesa, él hacía todo lo posible para no sucumbir a las ganas de besarla. No era fácil aguantar. El recuerdo de su boca, de los ondulantes columpiazos de su lengua, y de sus brazos envolviéndolo aún permanecía fresco en la húmeda memoria de su cuerpo. Hacía solo dos semanas que había probado los besos de María Pía y no había podido despercudirse del rumor letal que le dejaron.
Al cabo de unos instantes, cediendo a la tentación de toda esa hermosura concentrada en un solo rostro, acercó su cara a la de María Pía, torció los ojos y colocó lentamente la boca en forma de trompita.
–Salud, dijo ella, levantando su tercer pisco sour, frenando en seco el impulso besucón de Gabriel…
Como si en verdad pudiera leer su mente, María Pía atacó de nuevo.
–¿Te has molestado por algo?
Esta vez María Pía no se anduvo con miramientos. Si hacía dos semanas fue él quien –de sopetón– la había sorprendido abriéndole la boca de un beso fogoso, ahora ella devolvía el gesto con no menos entrega ni vehemencia. Lo tomó de la nuca y lo jaló hacia adelante, como si fuera a aplicarle un cabezazo.
Los dos comenzaron a boquear y a morderse los labios con los ojos cerrados. De lejos, parecía que se estaban haciendo daño. Eran casi las nueve de la noche. El local estaba impregnado de olor a tabaco. En sus vasos apenas brillaban restos de la espuma seca.
Gabriel sintió de repente que su celular vibraba en el bolsillo de su pantalón.
Cuando reparó en el temblorcito del aparato, tuvo que interrumpir el beso, excusarse con María Pía y retirarse al baño como si de un intempestivo llamado de la naturaleza se tratase. Encerrado en el cuartito de los servicios higiénicos, extrajo el celular. Tal como supuso, era Amanda, que quería confirmar que se verían al día siguiente en el restaurante de Molicentro. Cuando ella le preguntó dónde andaba, Gabriel dijo que estaba cheleando con unos amigos de la chamba. “Bueno, amor, te veo mañana”, se despidió ella. “De todas maneras”, completó él, y salió volando para terminar el trabajito sucio que había dejado a medio hacer.
A continuación todo ocurrió con el vértigo de una caída libre: bebieron un último pisco, María Pía sugirió ir a otro lado, y Gabriel la invitó a ir a su departamento, con la misma emocionada incertidumbre con que horas antes la había invitado a pasar a su oficina. En el depa él abrió una botella de vino blanco y puso música en la laptop. Canciones de los ochenta, para variar. Los besos del sofá se repitieron a lo largo del pasillo y se multiplicaron hasta que los dos cayeron en la cama, donde se revolcaron con la torpeza, el desorden y la violencia propios de una ceremonia de apareamiento de otorongos.
Tiraron una sola vez.
Gabriel pasó el domingo encerrado, guardando reposo tras el agitado fin de semana. El viernes se había acostado con María Pía, el sábado con Amanda. Por si fuera poco, se había sentido obligado a telefonear a cada una al día siguiente de haberlas visto, como suelen hacer los caballeros más distinguidos para no quedar como unos patanes aprovechados.
Su cabeza, no hace falta decirlo, estaba hecha una ensalada rusa.
Nunca antes dos mujeres le habían provocado sensaciones tan opuestas y simultáneas. Amanda era la mujer de su pasado. Estaba metida hasta el cuello en su biografía. Con su reaparición, todas las emociones amordazadas de su adolescencia se habían dado abrupta cita en el sistema nervioso de su corazón. La amaba, o por lo menos creía amarla, y era feliz con la idea de quererla desde la defectuosa clandestinidad. A su lado, se sentía como un chico mimado, un jovencito iluso, un quinceañero irresponsable atrapado en el cuerpo de un hombre treintón.
María Pía, por otra parte, le suscitaba afectos más rudimentarios. Se había dado cuenta de que, tras su facha de mujercita ricotona y fatal que destruía a su paso el orgullo de los hombres, había una niña tremendamente frágil e insegura, llena de cicatrices y carencias.
Por más que se quemó las pestañas aquel domingo, analizando los motivos de su doble actuación, no encontraba razón alguna para sentirse un canalla.
Y en cuanto a María Pía, pues ella representaba algo así como un calmante, una píldora para saciar su vanidad. Él le había dicho toda la verdad respecto de Amanda, pero ella había insistido. Y la insistencia de una mujer guapa, ya se sabe, es un irresistible masaje al ego. Además, por último, si la chica se iría pronto, qué tan terrible podía ser vivir con ella una aventura con fecha de caducidad. ¿Quién salía perjudicado con ese triángulo que pronto acabaría? Nadie.
Por eso cuando regresó al Perú, además de querer establecerse y trabajar en Publicidad, quería asumir la vida social de un pendejo profesional. No sabía cómo iniciarse en el dudoso arte de ser unhijoeputa, pero tenía toda la intención de hacerse respetar por las ingratas mujeres. Sin embargo, ni tiempo tuvo: ahí nomás apareció Amanda en la barra de Huaringas y con una sonrisa desbarató todititos sus planes.
(…)
El martes por la noche, Jaime volvió a casa después del trabajo y encontró a Amanda cansada, viendo en la tele una novela de canal 9. Él le preguntó si podía acompañarlo mientras comía algo. Quiero hablar contigo, le informó. Amanda le pidió que le dijera ahí mismo lo que quería, pues estaba agotada y prefería no tener que moverse de la cama. Dentro de sí, suponía con flojera que Jaime saldría otra vez con el rollo de que había que tener un segundo hijo, o acaso con lo del viaje a Orlando en diciembre, o quizá con lo de ese borroso futuro en Venezuela o Costa Rica.
–Puedes apagar la televisión, por lo menos, le dijo Jaime. Su voz tenía un tono de inédita dureza.
Ella tragó saliva. Por un instante pensó que su esposo se había enterado de su amorío con Gabriel y barajó en su cabeza algunas opciones: me ha mandado seguir con un detective; ha visto en la computadora los chateos que guardé; algún amigo suyo nos pilló en el restaurante de La Molina. Dios, ya me cagué, se dijo a sí misma.
–¿Qué pasa? ¿Qué me quieres decir?
En la mesa de noche un reloj digital señalaba la hora. 8:56 p.m. No había ruido en el edificio, tampoco en la habitación. En la cortina de la ventana una polilla inmóvil proyectaba una sombra diminuta.
De pronto Jaime se sentó en el sillón donde solía dejar su abrigo y su maletín. Tomó aire y miró a Amanda con los ojos cargados de una pena sin nombre.
–Mañana me voy de la casa
Amanda se quedó en una pieza. Jaime fue el primero en llorar.
Afuera, en la calle, un vigilante tocó el pito. Un segundo después, un perro ladró dos o tres veces.
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