miércoles, agosto 22, 2012

09 LAS NOCHES DE MARTÍN

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[NOVENO CAPÍTULO DE ESTA ACCIDENTADA NOVELITA DE INCIERTO FUTURO. ¿DIJE QUE SE ACERCABA EL FINAL? LO SIENTO: MENTÍ]

Gabriel dejó el tenedor sobre la mesa y atendió la llamada de María Pía. Apenas reconoció su voz, murmuró algunas cautas sílabas (ajá, sí, no, ok) y dio por finalizada la conversación diciéndole: ya, listo, estoy ocupado, te llamo después.
Amanda –por curiosidad, no por celos– preguntó por segunda vez quién era. “Un patín de la agencia. Tenemos una reunión más tarde con el equipo creativo y quería saber a qué hora iba a llegar”, contestó él, con convincente naturalidad. Lo de la reunión era cierto, lo del patín evidentemente no. Gabriel lo dijo tan suelto de huesos que Amanda se olvidó del tema.
El desayuno continuó. En la mesa había huevos revueltos, jugos de naranja y piña, cafés, infusiones, tostadas, croissants y cuadraditos de mantequilla.
Habían quedado en juntarse por iniciativa de Amanda. Ella necesitaba compartir con Gabriel las grandes conclusiones a que había arribado luego de su soleado acuartelamiento en Los Cóndores. Casi al final del desayuno –en el momento clave de la conversación– dijo que su matrimonio afrontaba una crisis irreversible, y que eso la obligaba a tomar tres tajantes decisiones.
1) Volver a trabajar. Su tío Roberto Gervasi le había hecho una atractiva propuesta la última noche que pasó en Chaclacayo, y podría empezar en dos semanas. El tío era dueño de una importante cadena de tiendas de ropa para bebés. La Gerente de una de las sucursales acababa de renunciar. Ella era ideal para el puesto.
2) La segunda decisión lo involucraba. Le dijo que quería seguir adelante con este romance vital, sincero, tempestuoso que le devolvía la fe y restañaba las grietas de sus ilusiones perdidas.
3) Por último, dijo que se sentaría a conversar con Jaime lo antes posible para afrontar, como los adultos que eran, el desmoronamiento familiar del que eran propiciadores y víctimas. La separación, por lo menos para ella, era la única salida juiciosa.
Amanda fue muy clara. Por un lado, no quería perpetuar una hipócrita doble vida, llena de medias verdades e histrionismo, como hacían muchas mujeres que conocía. Por otro, no se contentaba con tener a Gabriel de amante furtivo. No era ese el trato que sus sentimientos merecían. Quería que fuesen novios de verdad y que pudieran encontrarse en la calle libremente, sin la sensación de ser prófugos de la justicia.
Además, estaba segura –le dijo, mientras sorbía con una cañita la espuma del jugo de piña– que Emilio, su hijo, le agradecería más adelante la honestidad de su proceder. “Prefiero que se moleste conmigo hoy por separarme de su papá y me comprenda mañana, a que se decepcione si descubre que ando contigo y después no haya modo de arreglarlo”, sentenció.
Sus palabras sonaban firmes, seguras, como si fueran el resultado de un largo proceso de estudio, análisis y depuración. Hablaba, no como la mujer titubeante y confundida de los últimos días, sino como la aplicada estudiante de Administración que se había graduado en los primeros puestos de su promoción y que era capaz de hacer un acertado diagnóstico empresarial en cuestión de minutos. Hablaba de su vida sentimental como si fuera, justamente, una vieja empresa sin utilidades ni rentabilidad a la que había que aplicar un rápido proceso de reingeniería y modernización antes de que colapse, quiebre y se hunda.
A Gabriel le causaba intriga la reacción que Jaime podría llegar a tener al enterarse de los planes de su esposa, pero no hizo ningún comentario a propósito de eso. En el fondo, su único temor era que él quisiera buscarlo para romperle la cara. Sabía que no tendría agallas para enfrentarlo, ni para resistir los furibundos golpes que un marido engañado era capaz de propinar.
A pesar de ese miedo, le dijo a Amanda que estaba de acuerdo con sus decisiones. Y no mentía. Quería continuar. Sus sentimientos hacia ella no estaban puestos en discusión. Cada vez que le decía lo mucho que la quería, lo decía de alma, con el corazón en la mano, sin un gramo de exageración.
Lo de María Pía, por otro lado, no le preocupaba. Íntimamente, sabía que había sido un efímero exabrupto, un hipo juguetón, un beso anecdótico que no traería significativas consecuencias. Estaba seguro de que ella no volvería a llamarlo después del grotesco modo en que la había tratado por teléfono.
Desde luego, se equivocaba. Se olvidaba de que hay veces en que un beso remece fibras del cerebro, provoca una explosión, destapa un forado. Y a María Pía el beso que se dieron la noche del matrimonio de Juan Pablo le había infligido esos tres daños en paralelo. Aún cuando sabía que Gabriel estaba saliendo con otra (o quizá precisamente por saberlo), se encaprichó testarudamente con él. Quería verlo, quería besarlo de nuevo, quería tirárselo. En algo acertaba Gabriel: María Pía ya no lo llamaría. Su siguiente plan era buscarlo directamente en la agencia.
Cuando Gabriel le colgó el teléfono (ya, listo, estoy ocupado, te llamo después), se quedó con el auricular en la mano y se relamió los labios, como diciendo: no sabes con quién te has metido. Ella tomó como una pequeña victoria que él fingiera conversar con otra persona y mantuviera su nombre en el anonimato. Si este pendejo no quisiera nada conmigo, no ocultaría mi identidad cuando está con su chica, pensaba, dándose ánimos.
Amanda y Gabriel salieron del Gianfranco y fingieron no conocerse. Aunque no había rastro de sol, ella se colocó unas gafas negras por pura precaución. Cada uno caminó hasta su respectivo auto. El señor del valet parking le dio a cada uno su manojo de llaves. Ella subió a su camioneta BMW, él a su Volkswagen Gol. Nadie podría haber adivinado que eran amantes.
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El que no la estaba pasando nada bien era Martín. Solo un par de breves conversaciones con María Pía le bastaron para darse cuenta de que ella no le correspondía. Esa comprobación lo sumió en un inesperado desaliento. 
Primero le había dicho para almorzar juntos en el trabajo, y ella le respondió “ya, déjame pasarle la voz a Laura y almorzamos los tres”. Después la llamó por teléfono a su anexo y le dijo para ir al cine por la noche. María Pía le contestó: “pucha, justo le prometí a mis papás que hoy comería con ellos”. Martín insistió al día siguiente. Ella cambió de excusa: “es que el jueves tengo una
 reu con unas amigas del cole”.
Era suficiente.
Con los años Martín había aprendido a percatarse a tiempo de los mensajes encriptados que las mujeres sembraban entre líneas. Tal aprendizaje le había costado varios episodios vergonzosos, pues él solía creer que las negativas femeninas eran solo un coqueto engreimiento, una burda estrategia para regodearse con la vehemente insistencia del varón.
Lo creyó sinceramente hasta que en una oportunidad una chica –harta de sus necias y porfiadas invitaciones– no tuvo más remedio que hacerle una durísima aclaración: no–me–gustas, huevón, no–quiero–salir–contigo, ¿no te das cuenta?
Desde ese día se esmeró en estudiar con atención las respuestas que las mujeres le daban luego de que él les hacía una proposición interesada. Estableció categorías y comenzó a diferenciar claramente a las entusiastas de las que se hacían las tercias, y a las que jugaban al misterio de las que eran muy indiferentes. Por ejemplo, si ante una invitación, una chica le decía cosas como “déjame que te confirmo más tarde”, o “ya, yo te llamo y vemos”, él sabía que estaba ante un caso perdido.
Los meses de entrenamiento concluyeron cuando adoptó una verdad tan simple como esta: una chica que quiere salir contigo pues sale y punto, no se anda con rodeos ni pretextos. Y si la chica quiere, pero tiene un verdadero impedimento, pues planteará alguna alternativa y dirá “hoy se me complica, pero qué tal mañana” o algo por el estilo.
Tenía tan sistematizado el repertorio de frases de mujeres que no le costó interpretar las respuestas de María Pía. Simplemente las ubicó mentalmente dentro de una tabla de equivalencias y sacó una rápida conclusión: la chica estaba en otra. Seguro que le gusta algún tarado con plata, renegaba Martín, sin imaginar que el tarado (sin plata) era su queridísimo amigo Gabriel.
A diferencia de otras ocasiones, en que los rechazos le entraban por un oído y le salían por el otro, sin afectarle ningún nervio crucial, esta vez Martín sintió la pegada del rebote. María Pía le gustaba. Y mucho. No la conocía tanto como hubiera querido, pero verla y oírla lo entusiasmaban y lo hacían traspapelar toda su bacanería y facilidad de palabra.
Solo una mujer había logrado en el pasado ejercer una influencia parecida en su humor y su carácter. Su nombre era Daniela Rabines: la única chica de su expediente que llevó el honorable rótulo de enamorada oficial.
La había conocido ocho años atrás, en una reunión. Desde que se la presentaron quedó prendado de ella. Le parecía bonita, graciosa, tierna en su sarcasmo. Se afanó con ella igual que con María Pía. La monumental diferencia, claro, es que Daniela sí le dio el visto bueno para que ingresara en su mundo. Comenzaron a salir, se conocieron y menos de un mes después se declararon enamorados. Martín –que nunca antes había sabido lo que era estar encandilado– se templó hasta el extremo, hasta perder la dignidad, hasta que no quedó vestigio alguno de la simpática rudeza y la ordinariez que lo caracterizaban. No solo cambió radicalmente su vestimenta, sino que también dejó de frecuentar a sus amigos y hasta se acostumbró a decir (y a tener ganas de decir) algunos de esos vocativos cursis que siempre había abominado: "gordinflona”, “reina”, “amorcito”, “chanchis”.
Dos años y nueve meses duró la empalagosa relación. Daniela terminó con él asegurándole que quería estar sola un tiempo, que se sentía un poco saturada. Martín le creyó, confiado en que se trataba de un acceso de mortales y pasajeras dudas. Sin embargo, solo tres semanas después la encontró en la calle de la mano de un fulano que él recordaba haber visto alguna vez en las fotos que Daniela tenía grabadas en su computadora dentro de la carpeta “gente de la chamba”.
Fue un sacudón. No se lo esperaba. En el instante en que los vio, saliendo del Laritza de Comandante Espinar, escapó de la escena. Recién por la noche la fue a buscar, la encaró y, con un grito lo suficientemente atronador como para que lo oyera todo el vecindario, le dijo que era una perra malagradecida.
Martín lloró de rabia tres días con sus noches.
Una vez concluido el período de duelo no solo desempolvó su vieja tosquedad e incorrección, sino que entró en una imparable espiral autodestructiva. Se iba a los bares de Barranco y Miraflores todos los fines de semana y se emborrachaba hasta quedar convertido en un zombi que balbuceaba disculpas a la gente con la que se tropezaba.
Sus preferidos eran La Noche, Mochileros, Juanito o a El Oso, y cuando cerraban allí caía en Nébula, un antro oscuro y caleta de Miraflores que se distinguía por sus reminiscencias góticas, por privarse de ventanas y por guarecer en sus paredes pintadas de negro a los últimos parásitos de la noche. Hasta allí llegaban los chicos y chicas de 25 años para arriba que se negaban a volver a sus casas antes del alba. Se les veía tumbados en los sillones bajo inmensas volutas de humo, refocilándose en las esquinas, o meciéndose solos en la penumbrosa pista de baile, como alcoholizados muertos vivientes, con la mirada turbia clavada en ninguna parte.
La decepción amorosa era el combustible perfecto para arrojarse de bruces al precipicio del maltrato.
Una noche, en la barra de Nébula, Martín se encontró con David Chicoma, un amigo con el que había estudiado en la Facultad de Administración, al que veía después de siglos.
David era alto, flaco y enjuto como un tubo de ensayo. Tenía siempre puestos unos lentes de carey y hablaba con parquedad. Luego de conversar, de vaciar tres jarras de cerveza y de coincidir en que la vida era una mierda y que era inaudito que la noche se acabara a las cuatro y media de la mañana, David le propuso ir a otro lado. ¿A dónde?, a esta hora ya está todo cerrado, dijo Martín, con la última pizca de sobriedad que le quedaba.
–Vamos al Two Star
–Qué chucha es eso. ¿Un bar? 
–No, no es un bar. Es un club, un club de putas
–¿Putas? 
–Sí
–¿Y qué tales están?
–Hay de todo. Hembrones, normales y rucas de bajo calibre
–¿Y está cerca? 
–Sí. En San Isidro. En Rivera Navarrete. 
–Pero en esos sitios cobran un culo de billete, y solo me alumbran cuarenta luquitas. Hoy nomás ya me chupé más de cien soles.
–El Two Star es barato. Veinte lucas la entrada y encima te dan una chela 
–¿Y las flacas qué? ¿Son gratis?
–No. Te puedes quedar viendo el show o puedes salir con alguna y llevártela a un telo. Las mejores cobran alrededor de 100 o 120 soles. Más el telo, échale unos 170 soles. 200, máximo. 
–Veo que eres un experto, Davidcito. Y con lo cara de pelmazo que te manejas.
Quién lo hubiera dicho.
–Soy caserito. Me vacila. Me caen bien las putas. Son honestas
–¿Podríamos decir entonces que todas las mujeres son unas putas, pero solo las putas de verdad son honestas?
–Sí, estoy de acuerdo. Pero entonces qué, ¿vamos? 
–No estoy seguro. ¿No será muy tarde? 
–Esta es la mejor hora
–¿Por? 
–Porque las más ricas están de regreso
–Mierda, te las sabes todas. ¿A cuántas putas te has chifado, huevón? 
–No sé, no las he contado. Serán unas… ¿15? 
–¿Quince? ¡Eres un arrecho profesional!
–No lo hago solo por tirar. Me gusta conversar con ellas. En serio. Tienen historias interesantísimas, además que, claro, te enseñan en la cama lo que ninguna mujer supuestamente decente te va a enseñar jamás
–¿Y cómo conociste ese submundo?
–Del mismo modo en que lo vas a conocer tú. Alguien me llevó.
–¿Quién? 
–Ya, oye, no la hagas larga. Chapa tu casaca y vamos.
–Ya, bueno. Espérate que me seco este vasito y listo.

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El Two Star quedaba en un pasaje del primer piso de un edificio altísimo. De día la zona era un circuito comercial donde había pequeñas bodegas, peluquerías, tiendas de compra y venta de dólares. De noche, cuando se bajaban las persianas metálicas de todas las oficinas y bazares, la estrecha puertecita del Two Star –con su alegórica promesa de full discreción– se abría sigilosamente para todo el respetable caballero solitario que quisiera entrar a calmar alguna urgencia.
Casi en frente había otro local que intentaba dar la competencia: el Peppers. Sin embargo, ese paraba vacío. Se corría la voz de que allí –tal como el mismo letrero de luces parpadeantes insinuaba– abundaban las ‘peperas’, esas mujeres rastreras que atontaban a sus clientes, dejándoles en el fondo del vaso una pastillita de vaya a saber Dios qué somnífero, con la única delictiva finalidad de vaciar sus billeteras y, una vez asaltados, arrojarlos a la calle en paños menores. Las más avezadas incluso pertenecían a mafias que robaban riñones para rematarlos en el mercado negro.
David le contó a Martín que una vez, cuando salía del Two Star a eso de las seis de la mañana, encontró en plena avenida Rivera Navarrete a un hombre en un calzoncillo diminuto que, atarantado, caminaba sin rumbo, mirando a todas partes. Primero pensé que era un loco, después supuse que estaba mamado, dijo David. Pero no. Cuando me lo crucé, le pregunté si se sentía bien. El hombre me miró con estupefacción, se quedó en silencio y un segundo después se echó a llorar. “Me han pepeado, me han pepeado”, sollozaba todavía inconsciente, mientras con una mano señalaba el callejón en donde se miran ambos night clubs.
Esa noche, Martín no hizo nada. Se limitó a examinar el terreno, a contemplar a las mujeres que bailaban en la pequeña barra y a los diversos parroquianos que las devoraban a reojazos. El sitio era pequeñísimo y no había otra forma de avanzar que no fuera apretujando a los demás, cosa que celebraban los clientes pobretones que –sin plata para encamarse con ninguna de las anfitrionas– se contentaban con sentir el roce de sus cuerpos abultados, apenas cubiertos por trajecitos de licra.
“Mira a esos mañosos de la esquina, solo vienen para puntear”, le dijo David, con la sosegada autoridad del viejo maestro que instruye al pupilo principiante, mostrándole las características del agreste territorio en el que va hacer su ingreso.
Adentro no hacía calor ni frío. El ambiente era dominado por un penetrante aroma de perfume de tocador que se impregnaba en la ropa y que la ventilación eléctrica no alcanzaba a disipar. Era un perfume barato, de esos que fracasan en la imitación de alguna fragancia importada.
Martín estaba descuidado, oteando la decoración, cuando una de las chicas se le acercó y, cogiéndole sorpresivamente la entrepierna, le preguntó: “¿hola, papito, por qué no nos vamos a otro lado?”. Martín reaccionó con susto, retirando bruscamente su pelvis de las manos gatunas de tan efusiva vampiresa.
–No, este, no, solo estoy mirando, dijo Martín, como si estuviera en una zapatería y la vendedora le acabara de preguntar si le interesaba probarse algún modelito en especial 
–Primera vez que vienes ¿no? Tienes cara de nuevo
–Sí, sí, primera vez
–Esta no es una joyería, por si acaso. Aquí puedes mirar y tocar, dijo la mujer, con la despaciosa sensualidad de una operadora dehot–line. Acto seguido, tomó la tiesa mano izquierda de Martín y la condujo en cámara lenta hacia una de sus tetas infladas de silicona. Él retiró la mano, como si la teta quemara. La mujer rió y persistió en su juego. Martín accedió y, una vez que se sintió más cómodo, palpó con confianza las generosas redondeces de ese seno de mentira.
David lo observaba contento, casi como un papá orgulloso, pero no decía nada.
El barman –que hacía las veces de apurado portero– les dio de probar un trago de la casa: el Doble Orgasmo, un menjunje hecho con vodka nacional, piña colada y granadina. Los dos estaban tan avanzados de copas que ni siquiera sintieron la dudosa calidad del combinado.
De repente, se oyó a través de los parlantes una voz artificiosa y modulada, como de discjockey jubilado: “Y ahora el exclusivo clubTwo Star se complace en presentar el último número del programa de hoy a cargo de Cassandra. Un aplauso para ella por favor”.
Los aplausos sonaron débilmente y una mujer retaca, pechugona, de unos 29 años, apareció sobre el escenario, sosteniéndose sobre un par de zapatos de taco con plataforma. Llevaba un bikini con lentejuelas, peluca roja y unas pestañas tan postizas como su nombre.
Cuando la mujer hizo la última acrobacia alrededor del despintado tubo de fierro que estaba clavado en la barra, los amigos se retiraron, tambaleándose.
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A pedido de Martín, David lo acompañó unas tres veces en las siguientes dos semanas. Una vez que aprendió a ir por su cuenta ya no lo llamó más. Era como esos niños independientes que, una vez que aprenden a montar bicicleta por sí mismos, ya no quieren que nadie los vigile ni les coja el manubrio.
A Martín se le daba por ir a golpe de cuatro de la mañana, regularmente ebrio, proveniente de algún bar, fiesta o discoteca. Por lo general, iba en taxi, aunque a veces llevaba su propio auto. Y, aunque al inicio solo veía el espectáculo desde un banquito, entablaba cariñosas conversaciones y canjeaba caricias con las bailarinas, la curiosidad –en franca sociedad con la arrechura– lo llevó a dar el siguiente gran paso: salir con una de ellas.
La primera vez lo hizo con Katty. La eligió por su hinchado trasero de vedette. Bajo las sombras rojizas del establecimiento, mientras se contorneaba al son de Lets Get Loud, le notó un cierto aire a Jeniffer López. Desde la barra, en medio de su coreografía, ella le guiñó el ojo y giró sobre su eje, tentándolo con su culo matador. Cuando terminó de bailar, él la mandó llamar con el mozo.
Katty lo saludó con un piquito, se sentó en sus rodillas y le pidió un whisky al mozo sin consultarle nada a Martín. Así funcionaba el negocio: rentabas la compañía de una chica pagándole el trago que ella quisiera. Como ya eran casi las cinco, no demoraron en acordar el precio de la transacción. Ciento veinte soles. Además, Martín debía abonar cincuenta para el local por concepto de salida. Ella se fue a cambiar. Minutos después ambos se dirigían hacia la puerta.
Cuando la vio caminar en la calle, notó que arrastraba una leve cojera, pero no le importó. Tenía tan buen cuerpo y facciones tan agradables que lo demás quedaba de lado. Además, pensó, para qué la quiero: ¿para cachar o para bailar salsa?
Fueron al motel de Lince que Katty sugirió: el Ambassador. Tomaron la habitación 505, que tenía cable y jacuzzi. Él sabía perfectamente que no utilizaría ninguna de las dos cosas, pero le pareció que su primera vez con una puta merecía la mejor escenografía posible.
Una vez adentro, Martín paseó su mirada por los muros. Sobre la cama, en una pared color verde albahaca, destacaba el cuadro de un recargado paisaje marino que tenía a una maltrecha gaviota y a un dubitativo cangrejo por protagonistas. En la mesa de noche, encima de un rollo de papel higiénico rosado, observó un blanco y diminuto rectángulo de jabón. Por ahí, en una mesa, había también un florero vacío, un teléfono y dos vasos puestos boca abajo. Las cortinas ralas dejaban entrar el sucio resplandor del alumbrado público. Desde el techo, un inmenso espejo duplicaba su cara borrachosa. No había alfombra.
Martín se quedó en calzoncillos y se extendió de golpe en el colchón, probando su resistencia. Katty entró y salió del baño. Bajo los 80 watts de la lámpara central, desprovista de sus apretujadas tangas y con el maquillaje descorrido por el cansancio, Katty ya no se parecía tanto a Jeniffer López. Martín apagó la luz para devolverle su belleza.
En ese momento, mientras ella se metía desnuda a la cama, él tuvo la impresión de estar en un lugar remoto, corriente, desaseado. Un cuartucho que nada tenía que ver con la asepsia de los hoteles que había pisado antes, ni con los límpidos recintos por los que su vida social discurría. La situación –él, borracho, en ese escondrijo de Lince, acostándose con una puta coja– le pareció desagradable, decadente y le hizo albergar dudas respecto de lo que estaba a punto de consumar.
Necesito un trago, dijo.
Todo su fastidio disticoso se acabó una vez que Katty desapareció debajo de las sábanas y empezó a succionar su pene con magistral técnica. Los ojos casi se le saltan. La respiración se le entrecortó. Martín no tenía cómo saberlo en ese instante, pero en el futuro –una vez que estas escapadas se le hiciesen rutinarias– hasta se encariñaría con toda aquella estética que ahora hallaba sórdida y pringosa.
Katty lo besó en zonas que nunca habían sido visitadas por ningún par de labios. Luego le colocó el condón con la boca y continuó mamándole el pito hasta ponérselo del todo firme, erecto. Él –que siempre presumía de saber besar– quiso premiar esa primera parte de la faena con uno de sus chapes con lengua. Ella lo atajó. “Yo no beso en la boca”, le advirtió. Con los meses comprendería que se trataba de un código. Las putas no dan besos a sus clientes. Los reservan para los hombres de los que se enamoran. Con los meses, también, constató que él podía ser uno de esos hombres.
Esa primera noche, Katty lo hizo venirse más o menos rápido. Después de alojarlo en la pose del misionero, se le puso encima, dándole la espalda. Una vez sentada sobre él, batió las caderas sin freno. Treinta segundos después, Martín gimió, extasiado.
–“Uf. ¿Qué me hiciste, maldita?”, la reprendió, con cariño. 
–“Nada, papi. Se llama La licuadora. ¿No la conocías?”, le preguntó.
 
–Eres una maestra
–Y tú un buen alumno
Martín estaba exangüe. Acababa de vivir un auténtico hallazgo sexual.
Desde ese minuto echó por tierra su monga teoría de que eran los hombres los únicos que debían tener destreza para hacer el amor. Tantos años pensándolo, creyendo estúpidamente que solo las chicas podían darse el lujo de calificar a sus parejas, diferenciando a los acróbatas sexuales de los que eran torpes en la cama. Pero no. No era así. Nada que ver. Qué ciego había estado. Ahora –tendido en ese lecho, con una sonrisa atravesándole el rostro– reparaba en que existían mujeres que habían sido dotadas de un especial talento para el sexo. Las incansables caderas de Katty se lo acababan de demostrar.
Ninguna de las chicas con las que había dormido antes pudo ofrecerle nunca ese grado de saciedad. No puedo creerlo, pensó. He llevado casi 25 años de sexo mediocre.
Mientras Katty se abotonaba la blusa y se alisaba el pelo, él se fundía en una larga exhalación. Del mismo centro del pecho, como si fuese una flor, le brotó una certeza: acababa de olvidarse de Daniela Rabines.
RENATO CISNEROS

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