Lo único que se le ocurrió a Amanda
aquel miércoles –un día después de parir el kilométrico mensaje que envió a
Gabriel– fue escapar a Chaclacayo. A la casa de su tía Irene, en Los Cóndores. Sí, la misma casa en cuyos amplísimos jardines se había
celebrado, siete años atrás, la estruendosa recepción de su matrimonio con
Jaime. Había algo un poco mórbido en elegir como escenario de retiro y
reflexión el mismo lugar en donde había festejado aquella unión matrimonial que
ahora, precisamente, le suscitaba tantos cuestionamientos. Sin embargo, no
encontró mejor opción.
Su desaparición duró tres días. Cuando llamó a su Tía Irene a preguntarle
si podía quedarse un tiempito, ella le dio la más calurosa de las
respuestas. No sabes lo lindo que sería para mí y para tu tío Roberto tenerte
aquí en la casa, Amandita, le había dicho.
En términos precisos, no era una casa, sino un caserón. Algunos visitantes
primerizos hasta la confundían con un club. No era para menos. Había una
piscina con tobogán, una extensa área de parrilla (llamada barbiquiu),
una cancha de fútbol reducida, una pileta de piedra que paraba malograda, y
hasta una pequeña laguna, adonde los sobrinos y nietos siempre se acercaban
para cazar renacuajos con bolsas transparentes que durante horas se improvisaban
como endebles peceras de plástico. Había también animales por todos lados:
perros de dos y tres razas, conejos, gallinas y un engreído par de tortugas
viejas que pocas veces se dejaban ver.
La Tía Irene –hermana de la mamá de Amanda– y su esposo, Roberto Gervasi,
vivían solos en esa especie de búnker campestre, como si fuesen dos reyes
ancianos encerrados en un castillo deshabitado. Sus tres hijos se habían casado
e independizado casi de golpe, y solo regresaban a Los Cóndores algunos fines
de semana, con ocasión de esos almuerzos pantagruélicos que a la Tía Irene le
entretenía organizar.
A sus papás, a sus hermanas, a Jaime y hasta a su hijo, Emilio, Amanda les
dio una falsa versión de su repentino viajecito a Chaclacayo. Mi Tía Irene me
ha invitado a pasar juntas unos días, les inventó. Nadie lo encontró muy raro:
después de todo Irene era su madrina y sonaba perfectamente normal que, para no
sentirse tan sola en esa bucólica residencia, recurriera a la compañía de su
sobrina predilecta. De chica, además, Amanda lo había hecho muchas veces: en
una época era típico para ella quedarse a dormir fines de semana enteros en la
casa de los Gervasi. A sus papás no les gustaba mucho ese plan, porque Giacomo,
el hijo mayor de Irene y Roberto, tenía una extendida fama de drogadicto debido
a su afición por la marihuana (por algo en la Universidad lo apodaban Hierbasi).
Ahora todo era muy distinto.
Desde un inicio, la tía le ofreció a Amanda toda su complicidad, fraguando
así la mentira y librándola de cualquier interrogatorio. Yo no me meto: tú eres una chica inteligente y sabes lo
que haces, fue el único juicio que emitió a su llegada.
Para Amanda era importantísimo estar sola. Emilio berreó
un poco cuando ella le contó sus planes, pero no le quedó otra salida: llevar
al niño habría significado sacrificar el silencio y la independencia que
necesitaba para despejar los densos nubarrones que le impedían ver la solución
a los jeroglíficos de su futuro sentimental. Le urgía
exiliarse de modo temporal, hacer pause, dejar atrás –siquiera por
un puñado de horas– su papel de abotagada
ama de casa, de mamá consentidora, de esposa desatendida, de disciplinada
usuaria del gimnasio. Era mucho, demasiado estrés. Necesitaba ser
absorbida por el espacio exterior para distraerse de todas las mujeres que
interpretaba a diario, para guarecerse de las identidades que se revolvían bajo
su pecho, como una maraña de fantasmas.
La tarde del jueves (casi a la misma hora en que Gabriel compraba el terno
y la corbata que vestiría el sábado, en el matrimonio de Juan Pablo), Amanda se
sintió tentada de llamarlo. Fue un instante de
conexión psicológica a larga distancia. Mientras en una tienda del Jockey
Plaza Gabriel pensaba qué corbata elegiría Amanda si estuviera allí
con él, ella –flotando en una colchoneta amarilla sobre el agua celeste de la
piscina– evaluaba la conveniencia de marcar su número. Sus cuerpos estaban
físicamente alejados pero en sus espíritus nuevamente coincidía el golpe de la
nostalgia.
Amanda había visto el mensaje de texto de Gabriel y quería avisarle que
todo estaba bien, que lo quería y necesitaba, que solo precisaba de unos días
para superar la claustrofobia emocional que había comenzado a padecer. Sin
embargo se contuvo.
Parte de su propósito de aislamiento consistía en interrumpir la
comunicación con el resto de la humanidad y entablar únicos y episódicos
diálogos con las tumultuosas voces de su interior, que –para hacerle la chamba
regenerativa más difícil– gritaban mensajes contradictorios desde distintos
lugares de su cerebro. Déjalo. No lo dejes. Olvídalo. No lo pierdas. Evítalo.
No te vayas de su lado. Lo que tenía entre los sesos era una auténtica
chanfaina.
Si por ella hubiera sido, hasta habría apagado el celular, pero eso podía
empujar a Jaime y a sus hermanas hacia las sospechas más encarnizadas. Por eso,
para evitar intrigas, cada vez que hablaba con ellos impostaba la voz, diciendo
algo así como “el clima está riquísimo” o “la estoy pasando regio”, y así les
hacía creer que se hallaba con el mejor ánimo del mundo.
Paseando por los jardines de la casa de Los Cóndores, Amanda no podía dejar
de traer a su memoria escenas del día de su matrimonio. La entrenada ejecución
del Danubio Azul, la ovación de los invitados, las fotos, los divertidos
saludos de los amigos en la cámara de video, la despedida lacrimógena con sus
papás. Todo había salido tan perfecto esa noche, se
había sentido tan dichosa, y tan invadida por la certeza de que esa dicha le
duraría hasta la ancianidad, que ahora le parecía mentira pensar en separarse.
El único motivo por el cual se negaba a considerar que había fracasado era la
existencia de Emilio.
Probablemente no sería exclusiva culpa suya, quizá Jaime era tan
responsable como ella de todo el desaguisado, pero esas excusas de perogrullo
no bastaban para librarla de la convicción de que su matrimonio había acabado
siendo una enorme interrogante.
¿Cuántas parejas casadas –pensaba, balanceándose en el rústico columpio que
colgaba de un árbol Ponciana– continúan unidas por fuera aunque quebradas por
dentro? ¿Cuántas mujeres se quedan
atrapadas en relaciones que las hacen infelices solo porque les parece más
aterradora la idea de quedarse solas para siempre? ¿Cuántas personas
soportan la cobarde mediocridad de una doble vida? ¿Cuánta gente jura, a ojos
cerrados, fidelidad irrestricta a una persona, sin saber a ciencia cierta si
esa persona merecerá su lealtad un lustro más tarde?
Amanda encendió un cigarro y pensó en sus amigas, en sus expedientes
afectivos. Todas tenían historias muy distintas. Empezó por Macarena y Sandra,
a quienes conocía desde el colegio y que continuaban solteras a los 30 años.
Macarena –más independiente y liberada– se tomaba bien su soltería. Era fuerte, tenía temple y una soberbia
conchudez a la que ella prefería llamar personalidad. Había tenido cuatro novios pasajeros, y había
terminado con los cuatro. De los tres primeros nunca acabó de engancharse y los
cortó antes de cumplir los seis meses (que era el tiempo de prueba que ella
acostumbraba imponerse). Del último, en cambio, sí estuvo enamorada en
serio (es decir, de ese modo
sufrido, desgarrado y bolerístico en que se enamoran algunas chicas), pero
era tan orgullosa que –para no malograr su favorable récord de nocauts–
lo cortó el mismo día que presintió que él iba a romper con ella. Macarena era
fotógrafa y le encantaba vivir sola, sin roommates, en su bonito
departamento de la calle Alcanfores. Sus amigas siempre la asociaban con cuatro
objetos a partir de los cuales su vida adquiría una prosaica trascendencia: su computadora,
su cámara, su camioneta y su taza de café. Los cuatro, coincidentemente,
comenzaban con la letra C.
Pero lo que para Macarena era
soltería, para Sandra era soledad. Allí donde la
primera veía una explanada, una planicie, la segunda distinguía una jaula. Estar sola para Sandra era algo así como un
demérito, una falla, un error, un defecto social que debía corregirse. Su técnica más pulida para disimular ese
disgusto era hablar mal de todos sus ex enamorados. Siempre que se lo
preguntaban decía que ninguno valía la pena, que estar con ellos había sido
producto de un lapsus, y
que no entendía por qué se había demorado tanto en terminar con esos imbéciles
(esos pobres imbéciles era
la correcta manera de referirse a ellos). Los criticaba en público, pero,
curiosamente, no perdía oportunidad de espiarlos a través del Facebook.
Se pasaba horas de horas mirando las fotos de los chicos a los que había
querido: se comparaba con sus nuevas novias, se fijaba en los países a los que
viajaban, y medía cuánto habían evolucionado con respecto a ella. “No sé por
qué pierdo el tiempo con estas cojudeces”, se amonestaba a sí misma cada vez
que navegaba en esas páginas. “No sé por qué lo hago”, insistía, arrugando la
nariz en una mueca de desprecio anónimo.
La tercera de sus mejores amigas, Ximena, estaba divorciada. Por su forma
de ser, se ubicaba a una distancia equidistante de Macarena y Sandra. No era
tan egoísta como la una, ni tan cínica como la otra. Era, en todo caso, una
mezcla de ambas, una criatura mansa y bipolar: así como había días en que
aseguraba haberse quitado un peso de encima con el divorcio, había otros en que
decía estar estudiando la posibilidad de darle una segunda oportunidad a su ex
marido. Los practicantes que trabajaban con ella en el estudio Muñiz –donde
era abogada principal– solían comentar a la hora del almuerzo que Ximena era
una mujer guapa y culta, pero muy difícil. Ningún
hombre soportaría sus excesos de autoritarismo y prepotencia, concluían.
Con razón la dejaron, decían a sus espaldas los más chismosos. Luego, por
supuesto, le sonreían y hacían todo tipo de favores para ganar su simpatía. Más
que respetarla, le temían.
Aunque salía muy poco de su casa, Amanda tenía claro para qué tipo de
actividades podía contar con cada cual. Si se trataba de salir a tomar unos
tragos o a visitar una galería, seguramente buscaría a Macarena, que conocía al
dedillo la vida nocturna de Lima. Si le apetecía ir al cine o al teatro, Sandra
era la acompañante ideal: siempre estaba al tanto de los estrenos y presumía de
una intelectualidad que no poseía. Si solo quería conversar, ninguna como
Ximena.
Las últimas horas de su retiro campestre las pasó con sus tíos Irene y
Roberto. La noche del viernes disfrutaron juntos de una paella, se entonaron
con unos vinos tintos, repasaron anécdotas de la familia, revisaron unos
álbumes con fotos de hacía años que Amanda no recordaba haber visto, y a la una
de la madrugada se retiraron a dormir. Al día siguiente, sábado, Amanda partió
temprano hacia Lima.
A
penas regresó de Chaclacayo, tomó un largo baño y salió a almorzar con sus
hermanas. Así lo había coordinado por teléfono con Jaime, quien se había
llevado a Emilito a una competencia de veleros al Regatas de La Punta.
Les dio el encuentro a Ana Cecilia y Alejandra en el Segundo Muelle
de Conquistadores. El local estaba atiborrado de gente, y en la puerta se
formaba una larga cola de espera. Amanda entró y encontró a sus hermanas en una
mesa de la terraza, justo cuando el mozo les servía unos tiraditos de entrada y
dos pisco sours. Ni bien se sentó pidió uno para ella también.
“Bien cargadito, por favor”, especificó. Estaba de buen humor.
En el cielo, una resolana le proporcionaba al día un vago pero efectista
color veraniego.
Cuatro horas después, las tres estaban de lo más alegres y empachadas. No
se dieron cuenta de que habían bebido demasiado hasta que se descubrieron
hablando muy didácticamente sobre sus vidas sexuales: la frecuencia, los lugares, las duraciones, los orgasmos fingidos, los
antojos pervertidos de sus esposos en la cama. Era la primera vez que
tocaban el tema entre ellas con tanta libertad. Más que hermanas en un
restaurante, se las veía como amigas en un shower.
La más afanosa y deslenguada era Anacé, quien ventiló detalles tan
ilustrativos como que a Felipe, su esposo, le gustaba más la pose de la
cucharita, porque se demoraba más. “En cambio, con la del misionero y la del
perrito, que a mí me parece horrible, el pobre se viene al toque”. También
contó que Felipe llamaba a su pene Chiquitín y que se refería a él
en tercera persona. “¿Ya quieres que Chiqutín entre?”, le
preguntaba religiosamente, como pidiendo permiso antes de la penetración
inicial.
–¿Y en verdad es Chiquitín?, indagó Alejandra, mientras pensaba
en los escasos centímetros de pene que poseía su esposo, Jorge.
–Eso es lo peor, de Chiquitín no tiene nada. ¡Es una
guaraca!
Amanda soltó una carcajada.
Unos cuarentones las observaban desde una mesa cercana. Al verlas tan
parlanchinas y despabiladas, uno de ellos gritó salud, chicas,
animándolas a que prosiguieran con una nueva ronda de piscos. Yo invito,
ofreció el hombre. Los demás tíos celebraron la iniciativa con una risotada.
Amanda y Anacé no supieron negarse, pero Alejandra –en un preciso tic de
probidad– respondió en nombre de todas diciendo no, gracias, ya nos
estamos yendo.
Lo primero que hizo Amanda al llegar a su casa fue encender la computadora.
Eran las 7 y 30 de la noche. Jaime y Emilio todavía no llegaban. Aprovechó que
no había nadie para ingresar a su correo, prender un cigarro y escribirle un
mail a Gabriel, contándole sucintamente acerca de su descanso en Los Cóndores.
A pesar de ser un mail de corte informativo, no se reservaba ni un ápice de
fervor.
Todo está muy bien, mi amor. Quiero verte cuanto antes. Te mando un beso
grande.
En ese momento Amanda no tenía cómo saberlo, pero mientras escribía esa última
línea con tantas expectativas y esperanzas sobre la presencia de Gabriel en su
vida, él caminaba junto con María Pía rumbo a la pista de baile, en la
recepción del matrimonio de Juan Pablo.
Horas más tarde, mientras Gabriel y María Pía se trenzaban en ese beso
subrepticio en la madrugada, Amanda dormía al lado de Jaime, pero soñando con
él.
(…)
A las cuatro de la tarde del domingo, Gabriel recibió una llamada. Era
Martín.
–Alucina que acabo de levantarme. Qué tal tranca, carajo…
–Resucitaste, chivo. Puta qué feo borracho eres…
–No me acuerdo de nada, huevón. Cuéntame, por favor, a qué hora terminó el
matrimonio, qué pasó con María Pía. La última imagen que tengo es la de ella
diciéndome que iba a bailar contigo. ¿Bailaron?
–Sí, pero un par de canciones nada más…
–¿Y luego?
–Nada, pues, tú moriste en la mesa. Me despedí de Juan Pablo, te trepé al
carro, la jalé a María Pía y te llevé a tu casa. Hasta una colcha te puse.
Estabas hecho una porquería
–Puta madre. ¿Muy rochoso?
–Recontra rochoso
–¿La cagué con la flaca? ¿Se enojó? ¿Qué te dijo?
–Nada. No se enojó. Se río nomás…
–Tengo que reivindicarme. Mañana en la chamba le pido disculpas y le digo
para salir…
–No sé, Martín. Yo que tú me olvido de ella
–¿Por?
–Tú la escuchaste: se quiere ir a Nueva York en un año. Está en la fábrica
haciendo tiempo. Ni siquiera le interesa el márketing. Imagínate que te
enamoras. ¿Qué chucha vas a hacer cuando se vaya?
–¿Y qué pasa si la que se enamora es ella y no se va a ningún lado?
–No sé. Yo solo te doy mi opinión, pero me pareció que la flaca no está
pensando en tener nada serio…
–Bueno, yo tampoco
–¿Seguro? Ayer te querías casar. O de eso tampoco te acuerdas…
–Ja, ja. Franco.
–Ya ves…
–Mira, no te voy a mentir. Sí me gustaría que pase algo chévere con María
Pía. Y si me va mal, qué mierda pues, me fue mal. Creo que vale la pena
intentarlo.
Una chica así no aparece todos los días.
–No la idealices, tampoco
–¿Qué te pasa, ah? Estás todo negativo. Ayer coincidíamos en que era una
chica para estar en serio, es más, me alentaste a que no me desesperara, a que
caminara despacio, y ahora vienes y –juá– me pinchas el globo…
–Es que no la conocí tanto tampoco, por eso te lo digo, nada más…
–Apuesto a que no te escribe todavía Amanda y por eso estás más Don Pésimo
que nunca…
–Al contrario: ya me escribió
–¿Y qué te puso?
–Que todo está bien y que quiere verme. Eso.
–¿Y por qué me lo dices así, con voz de muerto fresco? ¿No era lo que
querías? Se supone que deberías estar saltando en una pata. Yo que tú estaría
recontra happy. Estaría más contento que guachimán con cable…
–Sí, de hecho me pone bien…
–A ti te pasa algo, idiota
–Nada que ver.
–Ya, sabes qué, chochera, me das flojera, mejor hablamos mañana, cuando se
te pase la regla…
–¿Te has asado?
–Chau, chau, déjalo allí
–Ya, bueno, está bien, chau
–Chau
Gabriel estaba muy contento por el mail de Amanda, pero los residuos de la
noche anterior neutralizaban su alegría, haciendo estragos en su seguridad. Por
eso actuaba así, como a la defensiva. Sentía que, al besar a María Pía, había
sido un tanto desleal con Amanda y con Martín. Esa sensación le ocupó el
cerebro y prefirió quedarse el domingo encerrado, leyendo, haciendo zapping,
cocinando. Abandonarse a las actividades mundanas le ayudó a exterminar de su
conciencia las manchas de la supuesta falta cometida.
Por la noche, mientras veía el programa de Jaime Bayly, un pensamiento
liberador –producto de todas las deducciones calibradas a lo largo del día–
atravesó su mente como un flechazo. Si Martín no tenía mayor relación sentimental
con María Pía, es decir, si ella era una mujer completamente libre, y Martín
era solo un aspirante a su cariño, qué tan infame podía resultar ese beso
travieso que había durado menos que un relámpago. Además, había sido María Pía,
y no él, quien preparó el terreno para el chupetazo. De haber sido más
avispado, hasta podría haber pasado la noche con ella. Pero si no lo hizo fue,
precisamente, porque su nobleza amical lo llevó a desistir.
Después, tras analizar su otra deuda ética, coligió que con Amanda tampoco
se había portado mal. Estaban enamorados, sí, pero el suyo era, por definición,
un enamoramiento sui géneris, en el que el teórico y recíproco pacto de exclusividad estaba completamente
trastocado. Amanda lo amaba, pero dormía con Jaime y de vez en cuando
incluso follaba con él. Ella juraba no sentir nada cuando hacía el amor con su
marido, y Gabriel le creía, tenía que creerle, porque sabía que el amor es
finalmente una superstición, un permanente ejercicio de la fe. Pero entonces,
si Gabriel podía aceptar esa incomodidad en nombre de la relación a escondidas,
entonces, por qué Amanda no podría mostrarse un poquito tolerante si él una
noche –en un segundo de flaqueza– decidía calentarse en los brazos de otra
mujer.
Además, por último, si Amanda le era infiel a su esposo, y si Gabriel le
era infiel a Amanda, ¿no estaban ambos infieles en un
clamoroso empate técnico?
Finalmente, para acabar de limpiarse los últimos microscópicos restos de
culpabilidad, Gabriel invocó uno de los clásicos enunciados con que Martín
afrontaba estas disyuntivas: “solo eres
infiel cuando metes la pichula, antes no”. Según ese conveniente teorema,
los besos no contaban, eran mantequilla.
Todos eran argumentos fríos y recubiertos por una innegable majadería, pero
resultaron sumamente útiles en ese largo acto de tortuosa contrición.
Solo una vez que quedó en paz consigo mismo, Gabriel tuvo ganas de
contestar el mail de Amanda con renovada ilusión. Le escribió y contó pasajes
escogidos del matrimonio en Cieneguilla, se mostró comprensivo con la decisión
que ella tomó de irse sorpresivamente a Chaclacayo, y le dijo que también
quería verla. Su correo terminaba así:
Encontrémonos el martes por la mañana en el Café Gianfranco de Angamos. A
las 9 a.m. Qué dices. Sabías que eres una maestra para hacerte extrañar.
De regreso de La Punta, con Emilio dormido en el asiento de la derecha,
Jaime pensaba en lo buena que había sido la idea de pasar el sábado en el
Regatas, viendo los veleros. Durante el minuto y medio de la luz roja de cada
semáforo del trayecto contemplaba con una sonrisa a su hijo, cuyo cuerpecito
inanimado se chorreaba detrás del cinturón de protección.
Entre ser buen papá y ser un buen esposo, Jaime prefería lo primero.
Desde chico, había respirado en su casa un aire seco y patriarcal. Su
padre, Ramiro Tudela, le hizo entender que las mujeres (su mamá, su hermana
menor) eran personajes carismáticos, pero escenográficos. “Los hombres hacemos
que las cosas funcionen y que las tradiciones se mantengan”, le decía,
inoculándole un profundo sentido de la subestimación hacia el género femenino.
Para todo efecto, Jaime y su padre eran un equipo. La madre y la hermana
conformaban otro. Siempre había sido así.
El día que su padre se fue de la casa, Jaime se sintió víctima del abandono
y la traición más flagrantes. Tenía 10 años recién cumplidos. Ninguna de las
lecciones que su papá le había dado alcanzó para que Jaime comprendiera su
arbitraria decisión. Fue un golpe durísimo que le costó asimilar. Tras la
separación, se quedó con su madre y su hermana, pero la convivencia fue una
pesadilla: ellas veían en él una extensión del hombrecillo indolente que las
había dejado e, inconscientemente, a través de gritos y comparaciones
desproporcionadas, hicieron de su adolescencia una variada sesión de
humillaciones.
Pasó muchos años alejado emocionalmente de sus padres, y recién en la
adultez pudo iniciar la reconciliación. El día de su matrimonio con Amanda los
dos asistieron y, a pesar de que llevaban tiempo sin verse ni hablarse,
sonrieron a los invitados y actuaron con una diplomacia que Jaime les
agradecería luego en privado. En ninguna de las fotos del casamiento que fueron
publicadas en las revistas se les veía como una pareja de divorciados
distantes. Al contrario: en algunas imágenes hasta parecía que se adoraban.
Era por todo eso que Jaime quería que Emilio tuviera lo que a él le faltó:
una familia permanente, visible. Él sabía que las cosas con Amanda no marchaban
bien y hasta intuía que no tenían arreglo. No era ningún tonto. Sin embargo,
estaba dispuesto a soportar ese deterioro como precio a que su hijo los viera
juntos, siempre, bajo el mismo techo. Darle a Amanda todas las comodidades y
libertades era un tácito modo de convencerla de que permanezca allí, a su lado,
obediente. Guardaba por ella un cariño inmenso, pero no la amaba. Difícilmente
podía llegar a amar a una mujer. Todo su amor estaba destinado a su hijo y por
él era capaz de defender la estabilidad de su hogar, aunque al hacerlo éste
quedara convertido en una forzada caricatura de la felicidad que de niño nunca
tuvo.
Tener otro hijo e irse a vivir al extranjero con Amanda podía significar para
Jaime un importantísimo triunfo respecto de los magros antecedentes de su
biografía familiar. Si él tomaba la decisión de irse de su casa, no lo haría
como lo hizo su papá: solo, en puntas de pie, sin dar la cara. No. Él se
llevaría a todos y cada uno de los miembros de su rebaño y todo el mundo
apreciaría lo excelente padre que era Jaime Tudela.
Por eso estaba tan decidido en reconquistar a Amanda. Sería una conquista
calculada, con un plan detrás. Igual a cuando le propuso matrimonio. Casi desde
que la conoció él deseaba que Amanda fuera, más que su esposa, la madre de sus
críos.
Jaime avanzó por toda la Javier Prado y dobló a la altura de Camino Real.
No había mucho tráfico. La noche estaba fresca.
Cuando llegó al departamento arropó a Emilio y lo metió en su cama, dándole
un beso en la frente. Enseguida, se metió en la suya. A su lado, Amanda dormía
plácidamente. Como ya se dijo líneas arriba, soñaba con Gabriel.
(…)
–¿Qué tal el matrimonio?, le preguntó Rocío a María Pía
–Bravazo. Fue en Cieneguilla. Bien ficho, en verdad…
–¿Y qué tal con el chico de la chamba? ¿Martín no?
–O sea, bien. Pero al final se la pegó y me quedé bailando con su amigo
–¿Y cómo estaba el amigo?
–Puta, huevona, me lo chapé
–¿Quéeeee? ¿Frente al otro? ¡Qué pendeja, Pía!
–No, nada que ver. Fue algo recontra impensado. Martín se quedó borracho en
la fiesta y este chico, Gabriel, me sacó a bailar y nos vacilamos y me pareció
súper interesante y, al final, cuando me dejó en mi casa, chapamos…
–Pero qué, ¿pasa algo?
–De hecho hubo su química, pero no sé. El huevón sale con una flaca, así
que tampoco me alucino nada…
–Bueno, y tú sales con Martín, así que están iguales…
–Yo no salgo con Martín. Salimos ayer, porque me invitó, pero cero, no pasa
nada con ese duende…
–¿Te cae mal?
–No, me cae muy bien, pero, no sé cómo explicarlo. ¿Nunca te ha pasado que
un chico te demuestra que se muere por ti y la caga? Como que no deja ningún
espacio para el misterio…
–Sí, claro. El típico gil que pone sus cartas sobre la mesa demasiado rápido
y cree que eso lo hace ganar puntos
–Exacto. Eso pasó con Martín. El huevón es lindo, pero se fue de muelas. Me
reventó todos los cohetes que te puedas imaginar. Al final, la verdad, hasta un
poquito pesado me cayó…
–¿Y qué vas a hacer cuando te llame?
–Quién, ¿Martín o Gabriel?
–Martín, pues…
–Bueno, a él lo voy a ver en la chamba. Supongo que ahí hablaremos. Sin
trámites tampoco, o sea, quiero que todo quede en muy buena onda
–Bueno, reina, te tengo que dejar. Suerte con tus galanes, pues. Un besito
–Un besito, Chío. Cuídate. A ver cuándo nos vemos
–Sí, oye, hace tiempo que estamos con esas. Te llamo el fin, ¿te parece?
–Cerrado. Un beso.
–¡Muac!
Hasta cierto punto, las especulaciones de Gabriel con respecto a María Pía
tenían validez. Ella no quería nada serio con nadie. Pensaba irse a Nueva York
en exactamente 11 meses, así que lo peor que podía ocurrirle era iniciar un
romance que la atara a una ciudad que no quería.
Lamentablemente para ella, Gabriel apareció en su camino y se le metió
entre ceja y ceja.
Le acababa de decir a Rocío –su amiga de siempre– que no se alucinaba nada
con este chico nuevo que la había besado. Pero era mentira. Claro que se
alucinaba cosas. No hacía otra cosa que alucinar. Debajo de esa careta de
perfección y desenvoltura había una chiquilla de 23 años deseosa de vivir una
historia intensa, diferente, con alguien mayor, de quien pudiera aprender y que
la tratara con delicadeza. Un hombre como Gabriel –de 31 años, inteligente, que
vivía solo– parecía ser el candidato ideal. Nada que ver con ese par de mocosos
inútiles que tuvo por enamorados.
Además, en el relato que ella les hizo a Gabriel y Martín, sus papás
aparecían como un par de señores muy responsables y mimadores, pero la verdad
era otra. Sus papás eran el principal motivo por el que María Pía quería
largarse de una vez. Nunca se preocupaban por ella. Es decir, la llevaban a
fastuosos restaurantes vietnamitas en Nueva York para recibir el Año Nuevo,
pero eran incapaces de tocarle la puerta del cuarto y sentarse a conversar con
ella sobre cómo estaba o qué necesitaba. Dinero no le faltaba, afecto sí. El beso que Gabriel le dio había activado en
su cabeza un switch de
turbulentas emociones. Por eso no esperó a que él la llamara. Consiguió el
teléfono de la agencia de publicidad, y ahí le facilitaron el número de su
celular.
Dejó pasar el lunes y lo llamó el martes, para no parecer tan interesada.
Telefonearlo fue lo primero que hizo en la oficina.
Cuando sonó la primera timbrada eran las diez de la mañana.
Justo en ese instante Gabriel le extendía a Amanda un tenedor que simulaba
ser un avioncito que llevaba una carga de huevos revueltos con jamón. La boca
de Amanda era un hangar. Estaban tomando desayuno en el Café Gianfranco.
Amanda probó el bocado y Gabriel contestó. Quién es, curioseó Amanda, con
la boca llena.
RENATO CISNEROS
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