miércoles, agosto 08, 2012

08 LA HORA DE LOS DEBILES

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Lo único que se le ocurrió a Amanda aquel miércoles –un día después de parir el kilométrico mensaje que envió a Gabriel– fue escapar a Chaclacayo. A la casa de su tía Irene, en Los Cóndores. Sí, la misma casa en cuyos amplísimos jardines se había celebrado, siete años atrás, la estruendosa recepción de su matrimonio con Jaime. Había algo un poco mórbido en elegir como escenario de retiro y reflexión el mismo lugar en donde había festejado aquella unión matrimonial que ahora, precisamente, le suscitaba tantos cuestionamientos. Sin embargo, no encontró mejor opción.
Su desaparición duró tres días. Cuando llamó a su Tía Irene a preguntarle si podía quedarse un tiempito, ella le dio la más calurosa de las respuestas. No sabes lo lindo que sería para mí y para tu tío Roberto tenerte aquí en la casa, Amandita, le había dicho.
En términos precisos, no era una casa, sino un caserón. Algunos visitantes primerizos hasta la confundían con un club. No era para menos. Había una piscina con tobogán, una extensa área de parrilla (llamada barbiquiu), una cancha de fútbol reducida, una pileta de piedra que paraba malograda, y hasta una pequeña laguna, adonde los sobrinos y nietos siempre se acercaban para cazar renacuajos con bolsas transparentes que durante horas se improvisaban como endebles peceras de plástico. Había también animales por todos lados: perros de dos y tres razas, conejos, gallinas y un engreído par de tortugas viejas que pocas veces se dejaban ver.
La Tía Irene –hermana de la mamá de Amanda– y su esposo, Roberto Gervasi, vivían solos en esa especie de búnker campestre, como si fuesen dos reyes ancianos encerrados en un castillo deshabitado. Sus tres hijos se habían casado e independizado casi de golpe, y solo regresaban a Los Cóndores algunos fines de semana, con ocasión de esos almuerzos pantagruélicos que a la Tía Irene le entretenía organizar.
A sus papás, a sus hermanas, a Jaime y hasta a su hijo, Emilio, Amanda les dio una falsa versión de su repentino viajecito a Chaclacayo. Mi Tía Irene me ha invitado a pasar juntas unos días, les inventó. Nadie lo encontró muy raro: después de todo Irene era su madrina y sonaba perfectamente normal que, para no sentirse tan sola en esa bucólica residencia, recurriera a la compañía de su sobrina predilecta. De chica, además, Amanda lo había hecho muchas veces: en una época era típico para ella quedarse a dormir fines de semana enteros en la casa de los Gervasi. A sus papás no les gustaba mucho ese plan, porque Giacomo, el hijo mayor de Irene y Roberto, tenía una extendida fama de drogadicto debido a su afición por la marihuana (por algo en la Universidad lo apodaban Hierbasi). Ahora todo era muy distinto.
Desde un inicio, la tía le ofreció a Amanda toda su complicidad, fraguando así la mentira y librándola de cualquier interrogatorio. Yo no me meto: tú eres una chica inteligente y sabes lo que haces, fue el único juicio que emitió a su llegada.
Para Amanda era importantísimo estar sola. Emilio berreó un poco cuando ella le contó sus planes, pero no le quedó otra salida: llevar al niño habría significado sacrificar el silencio y la independencia que necesitaba para despejar los densos nubarrones que le impedían ver la solución a los jeroglíficos de su futuro sentimental. Le urgía exiliarse de modo temporal, hacer pause, dejar atrás –siquiera por un puñado de horas– su papel de abotagada ama de casa, de mamá consentidora, de esposa desatendida, de disciplinada usuaria del gimnasio. Era mucho, demasiado estrés. Necesitaba ser absorbida por el espacio exterior para distraerse de todas las mujeres que interpretaba a diario, para guarecerse de las identidades que se revolvían bajo su pecho, como una maraña de fantasmas.
La tarde del jueves (casi a la misma hora en que Gabriel compraba el terno y la corbata que vestiría el sábado, en el matrimonio de Juan Pablo), Amanda se sintió tentada de llamarlo. Fue un instante de conexión psicológica a larga distancia. Mientras en una tienda del Jockey Plaza Gabriel pensaba qué corbata elegiría Amanda si estuviera allí con él, ella –flotando en una colchoneta amarilla sobre el agua celeste de la piscina– evaluaba la conveniencia de marcar su número. Sus cuerpos estaban físicamente alejados pero en sus espíritus nuevamente coincidía el golpe de la nostalgia.
Amanda había visto el mensaje de texto de Gabriel y quería avisarle que todo estaba bien, que lo quería y necesitaba, que solo precisaba de unos días para superar la claustrofobia emocional que había comenzado a padecer. Sin embargo se contuvo.
Parte de su propósito de aislamiento consistía en interrumpir la comunicación con el resto de la humanidad y entablar únicos y episódicos diálogos con las tumultuosas voces de su interior, que –para hacerle la chamba regenerativa más difícil– gritaban mensajes contradictorios desde distintos lugares de su cerebro. Déjalo. No lo dejes. Olvídalo. No lo pierdas. Evítalo. No te vayas de su lado. Lo que tenía entre los sesos era una auténtica chanfaina.
Si por ella hubiera sido, hasta habría apagado el celular, pero eso podía empujar a Jaime y a sus hermanas hacia las sospechas más encarnizadas. Por eso, para evitar intrigas, cada vez que hablaba con ellos impostaba la voz, diciendo algo así como “el clima está riquísimo” o “la estoy pasando regio”, y así les hacía creer que se hallaba con el mejor ánimo del mundo.
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Paseando por los jardines de la casa de Los Cóndores, Amanda no podía dejar de traer a su memoria escenas del día de su matrimonio. La entrenada ejecución del Danubio Azul, la ovación de los invitados, las fotos, los divertidos saludos de los amigos en la cámara de video, la despedida lacrimógena con sus papás. Todo había salido tan perfecto esa noche, se había sentido tan dichosa, y tan invadida por la certeza de que esa dicha le duraría hasta la ancianidad, que ahora le parecía mentira pensar en separarse. El único motivo por el cual se negaba a considerar que había fracasado era la existencia de Emilio.
Probablemente no sería exclusiva culpa suya, quizá Jaime era tan responsable como ella de todo el desaguisado, pero esas excusas de perogrullo no bastaban para librarla de la convicción de que su matrimonio había acabado siendo una enorme interrogante.
¿Cuántas parejas casadas –pensaba, balanceándose en el rústico columpio que colgaba de un árbol Ponciana– continúan unidas por fuera aunque quebradas por dentro? ¿Cuántas mujeres se quedan atrapadas en relaciones que las hacen infelices solo porque les parece más aterradora la idea de quedarse solas para siempre? ¿Cuántas personas soportan la cobarde mediocridad de una doble vida? ¿Cuánta gente jura, a ojos cerrados, fidelidad irrestricta a una persona, sin saber a ciencia cierta si esa persona merecerá su lealtad un lustro más tarde?
Amanda encendió un cigarro y pensó en sus amigas, en sus expedientes afectivos. Todas tenían historias muy distintas. Empezó por Macarena y Sandra, a quienes conocía desde el colegio y que continuaban solteras a los 30 años.
Macarena –más independiente y liberada– se tomaba bien su soltería. Era fuerte, tenía temple y una soberbia conchudez a la que ella prefería llamar personalidad. Había tenido cuatro novios pasajeros, y había terminado con los cuatro. De los tres primeros nunca acabó de engancharse y los cortó antes de cumplir los seis meses (que era el tiempo de prueba que ella acostumbraba imponerse). Del último, en cambio, sí estuvo enamorada en serio (es decir, de ese modo sufrido, desgarrado y bolerístico en que se enamoran algunas chicas), pero era tan orgullosa que –para no malograr su favorable récord de nocauts– lo cortó el mismo día que presintió que él iba a romper con ella. Macarena era fotógrafa y le encantaba vivir sola, sin roommates, en su bonito departamento de la calle Alcanfores. Sus amigas siempre la asociaban con cuatro objetos a partir de los cuales su vida adquiría una prosaica trascendencia: su computadora, su cámara, su camioneta y su taza de café. Los cuatro, coincidentemente, comenzaban con la letra C.
Pero lo que para Macarena era soltería, para Sandra era soledad. Allí donde la primera veía una explanada, una planicie, la segunda distinguía una jaula. Estar sola para Sandra era algo así como un demérito, una falla, un error, un defecto social que debía corregirse. Su técnica más pulida para disimular ese disgusto era hablar mal de todos sus ex enamorados. Siempre que se lo preguntaban decía que ninguno valía la pena, que estar con ellos había sido producto de un lapsus, y que no entendía por qué se había demorado tanto en terminar con esos imbéciles (esos pobres imbéciles era la correcta manera de referirse a ellos). Los criticaba en público, pero, curiosamente, no perdía oportunidad de espiarlos a través del Facebook. Se pasaba horas de horas mirando las fotos de los chicos a los que había querido: se comparaba con sus nuevas novias, se fijaba en los países a los que viajaban, y medía cuánto habían evolucionado con respecto a ella. “No sé por qué pierdo el tiempo con estas cojudeces”, se amonestaba a sí misma cada vez que navegaba en esas páginas. “No sé por qué lo hago”, insistía, arrugando la nariz en una mueca de desprecio anónimo.
La tercera de sus mejores amigas, Ximena, estaba divorciada. Por su forma de ser, se ubicaba a una distancia equidistante de Macarena y Sandra. No era tan egoísta como la una, ni tan cínica como la otra. Era, en todo caso, una mezcla de ambas, una criatura mansa y bipolar: así como había días en que aseguraba haberse quitado un peso de encima con el divorcio, había otros en que decía estar estudiando la posibilidad de darle una segunda oportunidad a su ex marido. Los practicantes que trabajaban con ella en el estudio Muñiz –donde era abogada principal– solían comentar a la hora del almuerzo que Ximena era una mujer guapa y culta, pero muy difícil. Ningún hombre soportaría sus excesos de autoritarismo y prepotencia, concluían. Con razón la dejaron, decían a sus espaldas los más chismosos. Luego, por supuesto, le sonreían y hacían todo tipo de favores para ganar su simpatía. Más que respetarla, le temían.
Aunque salía muy poco de su casa, Amanda tenía claro para qué tipo de actividades podía contar con cada cual. Si se trataba de salir a tomar unos tragos o a visitar una galería, seguramente buscaría a Macarena, que conocía al dedillo la vida nocturna de Lima. Si le apetecía ir al cine o al teatro, Sandra era la acompañante ideal: siempre estaba al tanto de los estrenos y presumía de una intelectualidad que no poseía. Si solo quería conversar, ninguna como Ximena.
Las últimas horas de su retiro campestre las pasó con sus tíos Irene y Roberto. La noche del viernes disfrutaron juntos de una paella, se entonaron con unos vinos tintos, repasaron anécdotas de la familia, revisaron unos álbumes con fotos de hacía años que Amanda no recordaba haber visto, y a la una de la madrugada se retiraron a dormir. Al día siguiente, sábado, Amanda partió temprano hacia Lima.
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Apenas regresó de Chaclacayo, tomó un largo baño y salió a almorzar con sus hermanas. Así lo había coordinado por teléfono con Jaime, quien se había llevado a Emilito a una competencia de veleros al Regatas de La Punta.
Les dio el encuentro a Ana Cecilia y Alejandra en el Segundo Muelle de Conquistadores. El local estaba atiborrado de gente, y en la puerta se formaba una larga cola de espera. Amanda entró y encontró a sus hermanas en una mesa de la terraza, justo cuando el mozo les servía unos tiraditos de entrada y dos pisco sours. Ni bien se sentó pidió uno para ella también. “Bien cargadito, por favor”, especificó. Estaba de buen humor.
En el cielo, una resolana le proporcionaba al día un vago pero efectista color veraniego.
Cuatro horas después, las tres estaban de lo más alegres y empachadas. No se dieron cuenta de que habían bebido demasiado hasta que se descubrieron hablando muy didácticamente sobre sus vidas sexuales: la frecuencia, los lugares, las duraciones, los orgasmos fingidos, los antojos pervertidos de sus esposos en la cama. Era la primera vez que tocaban el tema entre ellas con tanta libertad. Más que hermanas en un restaurante, se las veía como amigas en un shower.
La más afanosa y deslenguada era Anacé, quien ventiló detalles tan ilustrativos como que a Felipe, su esposo, le gustaba más la pose de la cucharita, porque se demoraba más. “En cambio, con la del misionero y la del perrito, que a mí me parece horrible, el pobre se viene al toque”. También contó que Felipe llamaba a su pene Chiquitín y que se refería a él en tercera persona. “¿Ya quieres que Chiqutín entre?”, le preguntaba religiosamente, como pidiendo permiso antes de la penetración inicial.
–¿Y en verdad es Chiquitín?, indagó Alejandra, mientras pensaba en los escasos centímetros de pene que poseía su esposo, Jorge.
–Eso es lo peor, de Chiquitín no tiene nada. ¡Es una guaraca!
Amanda soltó una carcajada.
Unos cuarentones las observaban desde una mesa cercana. Al verlas tan parlanchinas y despabiladas, uno de ellos gritó salud, chicas, animándolas a que prosiguieran con una nueva ronda de piscos. Yo invito, ofreció el hombre. Los demás tíos celebraron la iniciativa con una risotada. Amanda y Anacé no supieron negarse, pero Alejandra –en un preciso tic de probidad– respondió en nombre de todas diciendo no, gracias, ya nos estamos yendo.
Lo primero que hizo Amanda al llegar a su casa fue encender la computadora. Eran las 7 y 30 de la noche. Jaime y Emilio todavía no llegaban. Aprovechó que no había nadie para ingresar a su correo, prender un cigarro y escribirle un mail a Gabriel, contándole sucintamente acerca de su descanso en Los Cóndores. A pesar de ser un mail de corte informativo, no se reservaba ni un ápice de fervor.
Todo está muy bien, mi amor. Quiero verte cuanto antes. Te mando un beso grande.

En ese momento Amanda no tenía cómo saberlo, pero mientras escribía esa última línea con tantas expectativas y esperanzas sobre la presencia de Gabriel en su vida, él caminaba junto con María Pía rumbo a la pista de baile, en la recepción del matrimonio de Juan Pablo.
Horas más tarde, mientras Gabriel y María Pía se trenzaban en ese beso subrepticio en la madrugada, Amanda dormía al lado de Jaime, pero soñando con él.
(…)
A las cuatro de la tarde del domingo, Gabriel recibió una llamada. Era Martín.
–Alucina que acabo de levantarme. Qué tal tranca, carajo…
–Resucitaste, chivo. Puta qué feo borracho eres…
–No me acuerdo de nada, huevón. Cuéntame, por favor, a qué hora terminó el matrimonio, qué pasó con María Pía. La última imagen que tengo es la de ella diciéndome que iba a bailar contigo. ¿Bailaron?
–Sí, pero un par de canciones nada más… 
–¿Y luego?
–Nada, pues, tú moriste en la mesa. Me despedí de Juan Pablo, te trepé al carro, la jalé a María Pía y te llevé a tu casa. Hasta una colcha te puse. Estabas hecho una porquería 
–Puta madre. ¿Muy rochoso?
–Recontra rochoso
–¿La cagué con la flaca? ¿Se enojó? ¿Qué te dijo?
–Nada. No se enojó. Se río nomás…
–Tengo que reivindicarme. Mañana en la chamba le pido disculpas y le digo para salir…
–No sé, Martín. Yo que tú me olvido de ella
–¿Por?
–Tú la escuchaste: se quiere ir a Nueva York en un año. Está en la fábrica haciendo tiempo. Ni siquiera le interesa el márketing. Imagínate que te enamoras. ¿Qué chucha vas a hacer cuando se vaya?
–¿Y qué pasa si la que se enamora es ella y no se va a ningún lado? 
–No sé. Yo solo te doy mi opinión, pero me pareció que la flaca no está pensando en tener nada serio…
–Bueno, yo tampoco
–¿Seguro? Ayer te querías casar. O de eso tampoco te acuerdas…
–Ja, ja. Franco. 
–Ya ves…
–Mira, no te voy a mentir. Sí me gustaría que pase algo chévere con María Pía. Y si me va mal, qué mierda pues, me fue mal. Creo que vale la pena intentarlo.
Una chica así no aparece todos los días. 
–No la idealices, tampoco
–¿Qué te pasa, ah? Estás todo negativo. Ayer coincidíamos en que era una chica para estar en serio, es más, me alentaste a que no me desesperara, a que caminara despacio, y ahora vienes y –juá– me pinchas el globo… 
–Es que no la conocí tanto tampoco, por eso te lo digo, nada más…
–Apuesto a que no te escribe todavía Amanda y por eso estás más Don Pésimo que nunca…
–Al contrario: ya me escribió
–¿Y qué te puso? 
–Que todo está bien y que quiere verme. Eso.
–¿Y por qué me lo dices así, con voz de muerto fresco? ¿No era lo que querías? Se supone que deberías estar saltando en una pata. Yo que tú estaría recontra happy. Estaría más contento que guachimán con cable…
–Sí, de hecho me pone bien…
–A ti te pasa algo, idiota 
–Nada que ver. 
–Ya, sabes qué, chochera, me das flojera, mejor hablamos mañana, cuando se te pase la regla… 
–¿Te has asado?
–Chau, chau, déjalo allí
–Ya, bueno, está bien, chau
–Chau
Gabriel estaba muy contento por el mail de Amanda, pero los residuos de la noche anterior neutralizaban su alegría, haciendo estragos en su seguridad. Por eso actuaba así, como a la defensiva. Sentía que, al besar a María Pía, había sido un tanto desleal con Amanda y con Martín. Esa sensación le ocupó el cerebro y prefirió quedarse el domingo encerrado, leyendo, haciendo zapping, cocinando. Abandonarse a las actividades mundanas le ayudó a exterminar de su conciencia las manchas de la supuesta falta cometida.
Por la noche, mientras veía el programa de Jaime Bayly, un pensamiento liberador –producto de todas las deducciones calibradas a lo largo del día– atravesó su mente como un flechazo. Si Martín no tenía mayor relación sentimental con María Pía, es decir, si ella era una mujer completamente libre, y Martín era solo un aspirante a su cariño, qué tan infame podía resultar ese beso travieso que había durado menos que un relámpago. Además, había sido María Pía, y no él, quien preparó el terreno para el chupetazo. De haber sido más avispado, hasta podría haber pasado la noche con ella. Pero si no lo hizo fue, precisamente, porque su nobleza amical lo llevó a desistir.
Después, tras analizar su otra deuda ética, coligió que con Amanda tampoco se había portado mal. Estaban enamorados, sí, pero el suyo era, por definición, un enamoramiento sui géneris, en el que el teórico y recíproco pacto de exclusividad estaba completamente trastocado. Amanda lo amaba, pero dormía con Jaime y de vez en cuando incluso follaba con él. Ella juraba no sentir nada cuando hacía el amor con su marido, y Gabriel le creía, tenía que creerle, porque sabía que el amor es finalmente una superstición, un permanente ejercicio de la fe. Pero entonces, si Gabriel podía aceptar esa incomodidad en nombre de la relación a escondidas, entonces, por qué Amanda no podría mostrarse un poquito tolerante si él una noche –en un segundo de flaqueza– decidía calentarse en los brazos de otra mujer.
Además, por último, si Amanda le era infiel a su esposo, y si Gabriel le era infiel a Amanda, ¿no estaban ambos infieles en un clamoroso empate técnico?
Finalmente, para acabar de limpiarse los últimos microscópicos restos de culpabilidad, Gabriel invocó uno de los clásicos enunciados con que Martín afrontaba estas disyuntivas: “solo eres infiel cuando metes la pichula, antes no”. Según ese conveniente teorema, los besos no contaban, eran mantequilla.
Todos eran argumentos fríos y recubiertos por una innegable majadería, pero resultaron sumamente útiles en ese largo acto de tortuosa contrición.
Solo una vez que quedó en paz consigo mismo, Gabriel tuvo ganas de contestar el mail de Amanda con renovada ilusión. Le escribió y contó pasajes escogidos del matrimonio en Cieneguilla, se mostró comprensivo con la decisión que ella tomó de irse sorpresivamente a Chaclacayo, y le dijo que también quería verla. Su correo terminaba así:
Encontrémonos el martes por la mañana en el Café Gianfranco de Angamos. A las 9 a.m. Qué dices. Sabías que eres una maestra para hacerte extrañar.
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De regreso de La Punta, con Emilio dormido en el asiento de la derecha, Jaime pensaba en lo buena que había sido la idea de pasar el sábado en el Regatas, viendo los veleros. Durante el minuto y medio de la luz roja de cada semáforo del trayecto contemplaba con una sonrisa a su hijo, cuyo cuerpecito inanimado se chorreaba detrás del cinturón de protección.
Entre ser buen papá y ser un buen esposo, Jaime prefería lo primero.
Desde chico, había respirado en su casa un aire seco y patriarcal. Su padre, Ramiro Tudela, le hizo entender que las mujeres (su mamá, su hermana menor) eran personajes carismáticos, pero escenográficos. “Los hombres hacemos que las cosas funcionen y que las tradiciones se mantengan”, le decía, inoculándole un profundo sentido de la subestimación hacia el género femenino. Para todo efecto, Jaime y su padre eran un equipo. La madre y la hermana conformaban otro. Siempre había sido así.
El día que su padre se fue de la casa, Jaime se sintió víctima del abandono y la traición más flagrantes. Tenía 10 años recién cumplidos. Ninguna de las lecciones que su papá le había dado alcanzó para que Jaime comprendiera su arbitraria decisión. Fue un golpe durísimo que le costó asimilar. Tras la separación, se quedó con su madre y su hermana, pero la convivencia fue una pesadilla: ellas veían en él una extensión del hombrecillo indolente que las había dejado e, inconscientemente, a través de gritos y comparaciones desproporcionadas, hicieron de su adolescencia una variada sesión de humillaciones.
Pasó muchos años alejado emocionalmente de sus padres, y recién en la adultez pudo iniciar la reconciliación. El día de su matrimonio con Amanda los dos asistieron y, a pesar de que llevaban tiempo sin verse ni hablarse, sonrieron a los invitados y actuaron con una diplomacia que Jaime les agradecería luego en privado. En ninguna de las fotos del casamiento que fueron publicadas en las revistas se les veía como una pareja de divorciados distantes. Al contrario: en algunas imágenes hasta parecía que se adoraban.
Era por todo eso que Jaime quería que Emilio tuviera lo que a él le faltó: una familia permanente, visible. Él sabía que las cosas con Amanda no marchaban bien y hasta intuía que no tenían arreglo. No era ningún tonto. Sin embargo, estaba dispuesto a soportar ese deterioro como precio a que su hijo los viera juntos, siempre, bajo el mismo techo. Darle a Amanda todas las comodidades y libertades era un tácito modo de convencerla de que permanezca allí, a su lado, obediente. Guardaba por ella un cariño inmenso, pero no la amaba. Difícilmente podía llegar a amar a una mujer. Todo su amor estaba destinado a su hijo y por él era capaz de defender la estabilidad de su hogar, aunque al hacerlo éste quedara convertido en una forzada caricatura de la felicidad que de niño nunca tuvo.
Tener otro hijo e irse a vivir al extranjero con Amanda podía significar para Jaime un importantísimo triunfo respecto de los magros antecedentes de su biografía familiar. Si él tomaba la decisión de irse de su casa, no lo haría como lo hizo su papá: solo, en puntas de pie, sin dar la cara. No. Él se llevaría a todos y cada uno de los miembros de su rebaño y todo el mundo apreciaría lo excelente padre que era Jaime Tudela.
Por eso estaba tan decidido en reconquistar a Amanda. Sería una conquista calculada, con un plan detrás. Igual a cuando le propuso matrimonio. Casi desde que la conoció él deseaba que Amanda fuera, más que su esposa, la madre de sus críos.
Jaime avanzó por toda la Javier Prado y dobló a la altura de Camino Real. No había mucho tráfico. La noche estaba fresca.
Cuando llegó al departamento arropó a Emilio y lo metió en su cama, dándole un beso en la frente. Enseguida, se metió en la suya. A su lado, Amanda dormía plácidamente. Como ya se dijo líneas arriba, soñaba con Gabriel.

(…)

–¿Qué tal el matrimonio?, le preguntó Rocío a María Pía
–Bravazo. Fue en Cieneguilla. Bien ficho, en verdad…
–¿Y qué tal con el chico de la chamba? ¿Martín no?
–O sea, bien. Pero al final se la pegó y me quedé bailando con su amigo
–¿Y cómo estaba el amigo?
–Puta, huevona, me lo chapé
–¿Quéeeee? ¿Frente al otro? ¡Qué pendeja, Pía! 
–No, nada que ver. Fue algo recontra impensado. Martín se quedó borracho en la fiesta y este chico, Gabriel, me sacó a bailar y nos vacilamos y me pareció súper interesante y, al final, cuando me dejó en mi casa, chapamos… 
–Pero qué, ¿pasa algo?
–De hecho hubo su química, pero no sé. El huevón sale con una flaca, así que tampoco me alucino nada…
–Bueno, y tú sales con Martín, así que están iguales…
–Yo no salgo con Martín. Salimos ayer, porque me invitó, pero cero, no pasa nada con ese duende…
–¿Te cae mal?
–No, me cae muy bien, pero, no sé cómo explicarlo. ¿Nunca te ha pasado que un chico te demuestra que se muere por ti y la caga? Como que no deja ningún espacio para el misterio…
–Sí, claro. El típico gil que pone sus cartas sobre la mesa demasiado rápido y cree que eso lo hace ganar puntos
–Exacto. Eso pasó con Martín. El huevón es lindo, pero se fue de muelas. Me reventó todos los cohetes que te puedas imaginar. Al final, la verdad, hasta un poquito pesado me cayó…
–¿Y qué vas a hacer cuando te llame?
–Quién, ¿Martín o Gabriel?
–Martín, pues…
–Bueno, a él lo voy a ver en la chamba. Supongo que ahí hablaremos. Sin trámites tampoco, o sea, quiero que todo quede en muy buena onda
–Bueno, reina, te tengo que dejar. Suerte con tus galanes, pues. Un besito
–Un besito, Chío. Cuídate. A ver cuándo nos vemos
–Sí, oye, hace tiempo que estamos con esas. Te llamo el fin, ¿te parece?
–Cerrado. Un beso. 
–¡Muac!
Hasta cierto punto, las especulaciones de Gabriel con respecto a María Pía tenían validez. Ella no quería nada serio con nadie. Pensaba irse a Nueva York en exactamente 11 meses, así que lo peor que podía ocurrirle era iniciar un romance que la atara a una ciudad que no quería.
Lamentablemente para ella, Gabriel apareció en su camino y se le metió entre ceja y ceja.
Le acababa de decir a Rocío –su amiga de siempre– que no se alucinaba nada con este chico nuevo que la había besado. Pero era mentira. Claro que se alucinaba cosas. No hacía otra cosa que alucinar. Debajo de esa careta de perfección y desenvoltura había una chiquilla de 23 años deseosa de vivir una historia intensa, diferente, con alguien mayor, de quien pudiera aprender y que la tratara con delicadeza. Un hombre como Gabriel –de 31 años, inteligente, que vivía solo– parecía ser el candidato ideal. Nada que ver con ese par de mocosos inútiles que tuvo por enamorados.
Además, en el relato que ella les hizo a Gabriel y Martín, sus papás aparecían como un par de señores muy responsables y mimadores, pero la verdad era otra. Sus papás eran el principal motivo por el que María Pía quería largarse de una vez. Nunca se preocupaban por ella. Es decir, la llevaban a fastuosos restaurantes vietnamitas en Nueva York para recibir el Año Nuevo, pero eran incapaces de tocarle la puerta del cuarto y sentarse a conversar con ella sobre cómo estaba o qué necesitaba. Dinero no le faltaba, afecto sí. El beso que Gabriel le dio había activado en su cabeza un switch de turbulentas emociones. Por eso no esperó a que él la llamara. Consiguió el teléfono de la agencia de publicidad, y ahí le facilitaron el número de su celular.
Dejó pasar el lunes y lo llamó el martes, para no parecer tan interesada. Telefonearlo fue lo primero que hizo en la oficina.
Cuando sonó la primera timbrada eran las diez de la mañana.
Justo en ese instante Gabriel le extendía a Amanda un tenedor que simulaba ser un avioncito que llevaba una carga de huevos revueltos con jamón. La boca de Amanda era un hangar. Estaban tomando desayuno en el Café Gianfranco.
Amanda probó el bocado y Gabriel contestó. Quién es, curioseó Amanda, con la boca llena. 
RENATO CISNEROS

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