YO ME ARREPIENTO DE ESTE AMOR
¿Quién
no ha hecho el ridículo en su legítimo propósito de enamorar o retener a
alguien?
¿Quién
no ha protagonizado, siquiera una vez, un episodio sentimental entre cómico,
patético y absurdo?
Todos tenemos memorizada nuestra propia colección de huachaferías y
torpezas. Todos sabemos muy internamente de qué bobadas conviene arrepentirse.
Ahora que estoy solo, sin novia, me gusta matar el tiempo
examinando mi pasado, tratando de proyectarlo en mi cabeza como si fuera una
película muda. Me resulta útil verme a mí mismo en cámara lenta, cuadro por
cuadro, porque así puedo detectar cuándo y dónde fue exactamente que metí la
pataza. Cierro los ojos, la película avanza en el ecran ficticio de mi cerebro
y ahí estoy yo –siempre tan pavo, tan apresurado, tan kamikaze– sufriendo los
estragos de mis más geniales estropicios amorosos.
Ese ejercicio puede sonar
medio delirante pero me ha permitido reconocer que hay decenas de cosas de las
que indudablemente me avergüenzo y arrepiento. Quizá
ventilarlas aquí sea una manera de exorcizarlas.
Me arrepiento, por ejemplo, de haber abierto mi bocota para decir
‘te quiero’ tan repetida e indiscriminadamente. Hoy ya sé que es mejor
dosificar esa expresión (pero, claro, la sabiduría –como dice García Márquez–
llega cuando ya no nos sirve para nada).
Me arrepiento también de haber querido ser el enamorado perfecto,
el epítome de Kevin Arnold, el chico Fisher Price que busca a su chica Hello
Kitty.
Me arrepiento de haber
compuesto, cantado, grabado y masterizado baladas francamente horrendas.
Me arrepiento de haber invertido en comidas y regalos infructuosos
un dinero que me habría servido, tranquilamente, para viajar a las playas de
Tailandia.
Me arrepiento de haberme vuelto loco de celos. De haber espiado
desde un árbol a una enamorada que estudiaba con un amigo, y de haber
pernoctado bajo un farol esperando descubrir una infidelidad que jamás se
produciría.
Me arrepiento de haber perdonado traiciones y, desde luego, de
haberlas cometido.
Me arrepiento de haber regalado más peluches que libros, más flores
que discos, más frascos de perfume que botellas de vino.
Me arrepiento de la tarde en que dejé de alquilar ‘Muerte en
Venecia’ y renté ‘Serendipity’ para verla con ella.
Me arrepiento mil veces de haberme dejado arrastrar al concierto de
Shakira y de no haber podido convencerla nunca de ir al estadio un domingo de
Clásico.
Me arrepiento de haber bailado algunas canciones de Chichi Peralta
y haber aprendido de memoria varios temas de Montaner (Dios, lo dije).
Me arrepiento de haber escrito más poemas de los estrictamente
necesarios (y de haber obsequiado el mismo poema a diferentes chicas).
Me arrepiento de haber querido cocinar, cuando bien sé que soy un
desastre delante de las ollas, las hornillas y las tablas de picar.
Me arrepiento –cómo me arrepiento– de no haber hecho caso a algunas
advertencias de mis amigos, cuyos consejos, por no convenirme, sobrestimé.
Me arrepiento de haber querido impresionarla haciendo piruetas en
el carro para, dos horas más tarde, acabar en una comisaría, dando
explicaciones por haber provocado un triple choque (y sin brevete).
Me arrepiento de haberme obsesionado con un par de causas perdidas
y de haber querido forzar al destino a que juegue a mi favor.
Finalmente, me arrepiento de arrepentirme tanto, y sospecho que hay
algo inútil detrás de estas 600 palabras. Uno siempre se repite, siempre vuelve
a embarrarla y nunca –pero nunca– aprende la lección. Te castigas con
grandilocuencia diciendo “pero cómo pude ser tan
idiota de hacer eso”, pero en el fondo sabes
que, tarde o temprano, si te enamoras, volverás a cometer toditas tus
patinadas, una por una. Tu naturaleza así te lo demandará. Creo que arrepentirse no es un mecanismo para expiar
una culpa. Arrepentirse es solo una manera de volver a equivocarse.
Equivocate pero nunca te huevees
Maldito Cupido
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