La
mañana y tarde del lunes transcurrieron sin mayor novedad. Amanda
esperó intencionalmente que sean las once de la noche para llamar a Gabriel. No sabía por qué, pero
el hecho de que su hijo estuviera dormido mientras ella conversaba la proveía
de una especie de alivio de conciencia.
Hablaron cerca de cincuenta minutos, que se pasaron volando. Estaban tan
entretenidos que cuando repararon en la hora los dos se asombraron. “Qué
bestia, mi celular está caliente”, se rió Gabriel. Antes de despedirse Amanda
accedió a verlo el fin de semana. “Vamos el viernes a La Dalmacia y nos
tomamos un vino, qué dices”, propuso él, cruzando los dedos y rogándole a todos los santos (todos los
santos en los que no creía) que por esta vez acomodaran el panorama a su favor.
“Ya pues”, respondió ella, con automática docilidad. Al otro lado del móvil,
Gabriel reaccionó como si acabaran de informarle que se había hecho acreedor a
un premio de lotería: pegó un saltito mínimo, cerró el puño y lo agitó igual
que los futbolistas cuando anotan un gol decisivo.
Los días siguientes (martes, miércoles y jueves –siempre por la noche, con
Emilio dormido–) se encontraron en el Messenger. Gastaban un promedio de
hora y media conversando, riendo, admirándose de lo mucho que aún congeniaban.
Tan sincronizados estaban que, muchas veces, cuando uno estaba por escribir una
frase en el chat, el otro se adelantaba y, pum, la escribía. Era como si
pudieran aguaitar sus pensamientos, como si uno tuviera acceso al pizarrón
mental del otro, a ese muro privado e invisible donde se escriben las palabras
milésimas de segundo antes de ser pronunciadas.
Entre líneas, ambos se deslizaban piropos que no hacían sino incrementar la
innegable sensación de correspondencia. Amanda –que flojeaba en la lucha
por no perder el dominio de sus convicciones maritales– intentaba frenar con
cortesía las arremetidas amorosas de Gabriel, que con el paso de los días se
hacían más abiertas y explícitas.
–Hoy me dijeron en la agencia que vienen Los
Cadillacs. Nos han encargado la campaña de promoción del concierto.
–¿Vienen? ¿En serio? Me muero por ir
a verlos.
–Vamos, pues. Te invito.
– Pucha, sería bravazo, pero no sé, todavía
falta mucho para eso
–Un mes y diecinueve días,
exactamente
–Ja. Los tienes contaditos…
–Sí, es que es la primera chamba
fuerte que voy a hacer. Pero me gustaría mucho ir contigo.
Ya, mira, si quieres hasta te llevo a
VIP…
–Ja, ja. ¿Perdón? ¿Cómo que si
quiero? Pensé que eso estaba sobrentendido ¿no?
–¿Eso significa que aceptas?
–No. Eso significa que quiero verlos
en primera fila
–Ya, pues, tú puedes estar en primera
fila y yo puedo estar a tu costado…
–Ja, ja. Bien terco eres ¿no?
–Insistente me gusta más
–Sería lindo, pero no quiero
prometerte nada, Gabo
–¿Gabo? Asu, qué tal remember. No me decían así hace años. Es más, creo que tú
eras la única que me decía así en el colegio ¿no?…
–Verdad. Qué loco. Se me salió. Me
gustaba decirte así, porque un día en una clase de Literatura…
–…leímos un cuento de García Márquez y cuando el profesor se refirió a él como Gabo tú volteaste y me señalaste desde tu carpeta…
–Sí, ja, ja, qué buena. Había borrado
esa escena de mi cabeza por completo…
–Gracias, ah. Siempre tú tan dulce…
–No, pues, me refiero a que tenía
esas imágenes como difusas, pero ahorita las he recordado
nítidamente. ¿Te acuerdas cómo se
llamaba el cuentito que leímos ese día?
–“El ahogado más hermoso del mundo”…
–Ese era. Años después, creo que en
primer ciclo de la Universidad, lo releí para una tarea y me acordé de ti,
alucina
–Por lo de hermoso, supongo…
–Más bien por lo de ahogado. Ja, ja.
–Estás bien cariñosa conmigo hoy, por
lo visto…
–Qué querías, pues. Te acababas de
desaparecer del mundo, era como si te hubiera tragado el mar.
–Ya te conté que fue una medida de emergencia. Estaba templado de ti, tú
estabas con Braulio, no quería destrozarme la cabeza…
–¿Y resultó la táctica?
–Pensaba que sí, pero ya ves: quince
años más tarde, me la estoy destrozando igual.
–No digas eso. Me haces sentir mal.
–¿Por qué? Romperse la cabeza puede
ser un buen ejercicio
–¿Te parece? A mí me suena a que te
puedes volver loco…
–Bueno, pero si esa locura incipiente
te obliga a pensar, a definirte, a ver de qué material estás hecho, me parece
positiva
–¿Y de qué material estás hecho tú?
–Lo más probable es que de aserrín
–¡Ya, pues!
–Eso es lo que estoy averiguando,
Amanda. Estoy en base tres, pero todavía no lo sé con seguridad.
–Me parece un signo de madurez
–Qué curioso, la mayoría piensa lo
contrario
–No. Yo prefiero desconfiar de la
gente que cree saberlo todo de sí mismo…
– ¿Y tú? ¿Cómo tienes la cabeza? Y no
me salgas con que “aquí, entre mis dos orejas”
–Ja. Para serte sincera, un poco intranquila
–Está bien. Que eso no te angustie.
La tranquilidad puede ser aburrida, porque te estanca y, ya te dije, hasta
donde recuerdo (y recuerdo bastante) tú nunca tuviste vocación de planta…
–No sé, a mí me gusta mi
tranquilidad, pero sí, también es cierto que me gustaría hacer más cosas útiles
para romper la monotonía
–Yo tengo la solución
–¿Cuál?
–¡Vente conmigo al concierto!
–Ja, ja. ¡Tarado!
–¿Tarado? No te digo que hoy estás
particularmente afectuosa…
Cada vez que hablaba con Gabriel, Amanda escapaba de la realidad. Se distraía de su lugar
en el mundo y –azuzada por los sentimientos todavía ambiguos que él le
despertaba– se permitía actuar con intensidad, desparpajo y atrevimiento, tres
viejos rasgos suyos que habían languidecido con el matrimonio. Durante esas conversaciones
no sentía ser la mujer casada, la madre de un niño de 4 años, la señora joven
que se agobiaba con la improductividad de sus quehaceres diarios, que iba al
gimnasio para no sentirse encarcelada, y que había aprendido a fingir
espléndidamente su felicidad ante los demás. Cuando hablaba con Gabriel, por el chat o el teléfono, ella recuperaba partículas de su
identidad anterior y volvía a ser la chica astuta, guapa, creativa y
multifacética del pasado. Le encantaba que él lograra reconciliarla con ese
olvidado retrato de sí misma, y que la condujera, como de la mano, por algunos
entrañables pasadizos de su memoria.
Un par de veces Gabriel le dijo que
debería pensar más en ella misma, que la notaba muy preocupada por colmar de
atenciones a los demás, pero que todo eso era nefasto y contraproducente si lo
hacía a costa de sus sueños, deseos y apetitos. Esas cuadradas, esas sacadas al fresco, la sorprendían primero (¿cómo es
posible que este chico me conozca tanto?, se
preguntaba en silencio) y luego la llevaban a tener súbitos arranques de
egoísmo que la hacían sentirse un poco despreciable.
Había momentos en que le excitaba
imaginarse soltera nuevamente. Soltera, sin ataduras, libre. Igual de libre que
en Barcelona, donde ejerció con plenitud su independencia y donde era capaz de
hacer lo que le diera la gana, la chucha gana, como le gustaba decir cuando se
arrebataba. Allá podía irse a un museo sin avisarle a nadie, o a la playa, o
podía tomar el tren, detenerse en alguna ciudad vecina y alojarse en un
albergue. O podía salir con sus amigas, alcoholizarse en una taberna, coquetear
con un fulano, besarlo y, si se le antojaba, llevarlo a su pieza, tirárselo
hasta quedar satisfecha y despedirlo a la mañana siguiente. Al casarse pensó que
aquel espíritu travieso sería reemplazado poco a poco por el sosiego. Sin
embargo, en arranques como este, comprobaba que su genio rebelde no había sido
del todo erradicado. Cuando acababan esos trances, Amanda se horrorizaba de haber
pensado de esa manera, pero esos pensamientos –según ella pecaminosos si quien
los consiente es una ama de casa– acostumbraban ser más fuertes que el horror
moral que eventualmente producían.
Ahora mismo, mientras se despedía
de Gabriel a través del Messenger, imaginaba
cómo sería besarlo, cómo sería acostarse con él y tenerlo dentro de su cuerpo
caliente. Lo visualizaba, se estremecía, pero de inmediato, sonriendo, se
llevaba una mano a la boca, en un divertido gesto de autocensura con el que
parecía decir “pero qué cosas estoy pensando, por Dios”.
Y aunque Amanda se cuidaba en extremo
de insinuar cualquier atisbo de ansia sexual a través del chat, lo cierto es
que durante esas largas noches, cuando estaba sola en la cama, se tocaba
pensando en Gabriel. Su esposo, Jaime, tan lejos, tan ensimismado, ya no solo
estaba ausente ahí, bajo las sábanas: ahora también había empezado a ausentarse
de su mente, una mente revuelta por la confusión, erosionada por las dudas.
(...)
Llegó por fin el viernes. Gabriel salió de la oficina hacia las 5 de la tarde y se fue a la peluquería Dandy, en Chacarilla. Como siempre, lo atendió Wilber.
Ni bien se acomodó en la butaca, Wilber le facilitó una revista Cosas para que se distrajera mientras él le amputaba
los mechones y le recortaba la barba. Era una edición antigua, de hacía unos
cuatro meses. Gabriel empezó a hojearla con desinterés, pero cuando llegó a las
páginas de Sociales una imagen reclamó toda su concentración. Era una foto de
Amanda y su esposo. Aparecían vestidos de blanco sobre una explanada verde, en
lo que parecía ser la celebración de un concurso de golf en el club Los Inkas.
La leyenda decía:Amanda y Jaime Tudela, campeón de la copa Cable
Mágico. A Gabriel le chocó un tanto que no pusieran el
apellido de soltera. Para él, Amanda no era Tudela, sino Di Lorenzi y esa
omisión nominal le llamó la atención. Sintió de repente que la Amanda que
existía para los demás era completamente diferente a la Amanda que él conocía. ¿No estaré templado de un fantasma?, se preguntó hacia
adentro.
Mientras la tijera de Wilber trabajaba –chuik, chuik, chuik– y los pelos caían
como motas sobre la tela blanca que cubría su pecho, Gabriel examinó la
fotografía, deteniéndose en los gesto de cada uno. Salían sonrientes, pero era
obvio que se trataba de sonrisas de utilería. Si las cosas en ese matrimonio
estaban tan deterioradas como ella le había contado, esa foto era una postal de
la hipocresía, un simulacro, el réquiem de una complicidad ya muerta. Detrás de
esas máscaras alegres no había una pareja: había un hombre egocéntrico,
ambicioso, distraído con su trabajo, y una mujer que comenzaba a sucumbir ante
una montaña de frustraciones. De pronto, Gabriel se olvidó de Amanda y se quedó
pensando en Jaime. No sabía qué sentir por él, ni siquiera sabía si le
correspondía sentir algo. Por un lado, le tenía coraje, pero también algo de
condescendencia: tú ahí en la foto, sonriendo como pelotudo por haber ganado una copa de
golf y yo aquí, preparándome para salir con tu esposa.
Gabriel miró las demás imágenes y no pudo evitar extender sus conclusiones
hacia los hombres y mujeres, adultos y jóvenes, que allí figuraban. “Todos
mienten”, sentenció sin hablar. “Todos posan y muestran
los dientes, pero vaya uno a saber qué líos irremediables se cocinan en el alma
de cada quien. La gente busca salir en estas revistas para engañar a los
lectores y convencerlos de que en su vida no hay ningún lugar para la miseria
humana, pero una vez que regresan a sus casas se topan con la mugre y en lugar
de sonreír se ponen a llorar”.
–¿La barba igual que siempre, Gabriel?, lo interrumpió Wilber, sacándolo de sus
reflexiones de filósofo
ambulante.
–Sí, cortita, pero marcada
Cuando salió de Dandy, se fue a comprar una camisa y un pantalón. En
la semana no había tenido tiempo de llevar su ropa a la lavandería (o sea, la
casa de su mamá), y sus otras camisas estaban limpias pero arrugadas. No se iba
a poner a planchar a esas alturas del día. Con el apuro y su natural torpeza
para esas tareas, era capaz de quemar una prenda y achicharrarse una mano.
Finalmente voló a su departamento para bañarse y cambiarse. Aunque no tenía
ninguna expectativa respecto de lo que pudiera ocurrir en su cita, desechó la
idea de ponerse uno de sus típicos calzoncillos Boston de tipo bikini y eligió un bóxer Calvin
Klein. “Uno nunca sabe”, pensó. Con la misma lógica
echó en sus zapatos más polvo de talco de lo usual. Media hora después
–impecable y perfumado en exceso– arrancó el auto con dirección a San Isidro,
rumbo a la casa de Amanda.
Durante el trayecto (mientras oía un
disco de The
Outfield) se preguntó qué era verdaderamente lo
que esperaba del encuentro, pero no supo respondérselo. Amanda –no podía olvidarlo– era una mujer
casada y creyente, combinación que en teoría arruinaba la posibilidad de una
circunstancial aventura. Pero eso no lo deprimía en absoluto. Al revés, le
alegraba, pues era un detalle que hablaba bien de la coherencia de Amanda.
Podía estar intranquila (esa fue la palabra que ella usó en el chat), pero
eso no quería decir que fuera a sacar los pies del plato alegremente. Además,
él no quería propiciar eso. No estaba saliendo en busca de un ligue o un affaire: estaba yendo a encontrarse con la mujer de la
que se sentía enamorado, acaso la única mujer con la que –obstáculos aparte–
podía realmente imaginarse en el futuro. Por eso, más allá de sus obvias intenciones de divertirse, no quería depositar
muchas esperanzas en el desenlace de la noche. Si el azar lo había
colocado en esa situación tan increíble y cinematográfica, pues había que
olvidarse de las expectativas y dejar que el azar continuara actuando según su
disperso antojo.
(…)
A ella el día se le pasó larguísimo, tratando de resolver asuntos domésticos. Además, tenía que ver con quién dejar a su hijo, porque su mamá (que era
quien oficialmente cuidaba a Emilio cuando Jaime y ella tenían una comida,
reunión o fiesta) estaba resfriada y no quería contagiar al niño; y la otra
posible nana por una noche, su suegra, estaba fuera de Lima. Al final, no le
quedó más remedio que enviar a Emilio con sus hermanas, Alejandra y Ana
Cecilia, que salían por la tarde hacia La Cantuta con todo su ejército de
hijos. A Emilio no le apetecía mucho ir con sus primos porque eran mayores y,
cada vez que jugaban, lo relegaban o lo trataban mal. Y aunque hizo algún
berrinche como protesta, acabó metido en el pelotón campestre.
–¿Y tú por qué te quedas en Lima? ¿Por qué no vienes con nosotras?, le preguntó
Alejandra por teléfono
–Es que me voy a juntar con Macarena
y las demás chicas. Habíamos quedado desde días en ir a un Karaoke, mintió
Amanda
–Desde que tu marido está de viaje
andas hecho una veleta…
–Cómo hablas, Alejandra. Solo quiero
salir con mis amigas. No te metas.
–Es una pena. La vamos a pasar lindo con
todos los enanos. Hoy vamos a hacer parrilla, mañana todo el día en la piscina
y en las noches nos tomamos unos traguitos. Además, Jorge ha organizado una
excursión al cerro y una búsqueda del tesoro para los chicos el domingo. Vente,
Amanda, no seas monga…
–Suena excelente, pero es que… ya
quedé.
–Bueno, hermanita, tú sabrás.
Nosotros salimos ahora a las tres de la tarde. A qué hora quieres que pase por
Emilito.
–¿A las dos puede ser?
–Ya, pues. Paso a las dos. Un beso.
Cuídate mucho y pórtate bien.
–Chau, Ale. Gracias. Te adoro. Te
debo una.
Mientras Amanda se duchaba y
cambiaba la asaltó el remordimiento y empezó a avasallarse de preguntas
culposas. ¿Estaría
haciendo bien en salir clandestinamente con Gabriel? ¿No debía haberse ido al
campo con sus hermanas, su hijo y sus sobrinos? ¿En qué momento aprendió a
mentir con tanta dosis de realismo? ¿Por qué se complicaba la vida de esta
manera? ¿Por
qué le gustaba tanto la adrenalina de ese riesgo? Para acallar esas
molestas vocecillas internas, Amanda tomó una decisión tajante: le diría a
Gabriel que todo era una locura innecesaria, que debían ser solo amigos, que no
era responsable ni adulto actuar así, como los chiquillos malcriados que ya no
eran.
El timbre sonó, Amanda se contempló una vez más en el espejo de pie de suwalking closet, se arrepintió un
instante de haberse puesto ese vestido negro tan corto, apagó las luces y
salió.
–¿Por favor, se encuentra Amanda Di Lorenzi? bromeó Gabriel apenas la vio
cruzar la puerta de la entrada del edificio, simulando no haberla reconocido
–Ja, ja, soy yo, no te hagas el tonto
–¿Amanda? ¿Por qué no me contaste que
eras Miss
Universo? ¡Felicitaciones!
–Ay, Gabriel, si quieres entro y me
cambio ah…
–Ya, no te piques. Estás preciosa.
Solo quería decirte eso
–Gracias, Gabo. Hola. Qué rico
hueles. ¿Qué colonia te has echado?
–Es una francesa. Se llama pichí du gató. O sea, pichi de gato
–Ja, ja. Ya pues..
–No sé, es una Hugo Boss creo…
–Está bien rica.
–Cómo tú…
–¿Quéeee?
–Como tú comprenderás, quiero decir…
–Ja, ja. ¿No puedes hablar en serio
no?
–Ya, te voy a decir algo bien en
serio: estás preciosa
Gabriel metió la llave al contacto y
encendió el auto. Volteó para mirar velozmente a Amanda y se maravilló de estar
saliendo con ella. Qué
hago en este carro con este mujerón, o mejor dicho, qué hace ella conmigo, pensó, ufanándose de su suerte, sin terminar de
creérsela. Se colocó el cinturón de seguridad, se cercioró de que ella lo
tuviera puesto y pisó el acelerador.
En el disco de The Outfield sonaba el track cuatro, Your Love.
–Qué buena canción, comentó Amanda
–Esta era clave en cualquier tono de
chibolos, ¿no?
–La fija en que te sacaban a bailar
–¿Alguna vez le mentiste a un chico,
diciéndole que no querías bailar porque estabas “cansada” o porque estabas
“acompañando a tu amiga”?
–Ja, ja. Sí, esa era básica para
sacarte de encima a los feos
–¿Ves? Las mujeres se acostumbran a
mentir desde chiquitas, carajo. ¿No es mejor decirle al patín: “oye, feíto, no
me gustas, arráncate”?
–Ja, ja. Cómo vas a decir eso pues…
–Yo prefiero que una chica me diga la
verdad en mi cara pelada en vez de decirme que no quiere bailar, porque le
duelen los pies y después la vea zarandeándose con un huevón más grande y
pintón…
–Uy, veo que a ti te chotearon varias
veces ah…
–Ja. Por lo menos no me chotearon hoy
día.
–Todavía…
–Ja. Ja.
Gabriel aceleró apenas entró al malecón, bordeó Larcomar, dobló en el primer semáforo a la izquierda,
avanzó una cuadra y estacionó frente a La Dalmacia. Un vigilante se acercó, le
abrió la puerta a Amanda y saludó a los dos. Entraron al restaurante, la
anfitriona los llevó a una mesa pegada a la ventana y les dio la bienvenida.
Minutos después, Gabriel pidió una botella de vino (Marqués de Cáceres) y unas
hojas de parra para picar. “¿Su novia desea algo”?, preguntó el mozo,
indiscreto. Los dos se miraron, sonrieron por la equivocación, pero nadie hizo
aclaración alguna. “Por ahora no, gracias”, contestó él.
Desde la primera copa, Amanda se dio cuenta de que su estrategia de mantener la
prudencia no iba a funcionar. Se reía tanto con Gabriel, él ponía tanta
atención en las cosas que ella decía, era tan caballeroso, que pensó que sería
una falta de tacto interrumpir la espontaneidad de la charla para dar su
desubicado speech acerca de lo que era correcto e incorrecto. Con
Gabriel lo pasaba fenomenal: podía decir cualquier tontería y no sentirse
tonta; podía fumar, contar un chiste, hacer un brindis y hablar de su vida sin
prejuicios ni tapujos; podía alternar comentarios banales con razonamientos
profundos; podía rememorar los días en que solía ser ella misma y no andaba tan
perdida.
Gabriel la veía radiante y feliz, y eso contribuía a que se sintiera seguro de
cada cosa que decía. Era algo que había aprendido con el tiempo. Si lograba que
una mujer se riera, se mostrara auténtica y disfrutara de su compañía, él
adquiría un aplomo a prueba de balas, y entonces sus frases, sus bromas
resultaban doblemente ingeniosas y efectivas. Sin embargo, con Amanda ese
talento funcionaba a medias. Como ninguna, ella tenía la capacidad de
mantenerlo nervioso. ¿Cómo no estarlo además? Estaba deliciosa dentro de ese
vestido negro que le dejaba los hombros al descubierto y que combinaba de lo
más bien con su pelo castaño, su pecho pecoso, su austero maquillaje, su
sonrisa total, de fantasía.
Cuando estaban empezando la segunda botella de vino, Gabriel se excusó para
ir al baño. No tenía ganas de mear, pero necesitaba reunir valor para
confesarle a Amanda lo que sentía. Ya no por chat, sino en vivo y en
directo. Ya no con muletillas sonsas como me muero por ti, sino con
expresiones hondas, convincentes. No sabía muy bien qué palabras iría a
emplear, pero algo tenía que decirle. Se encerró en el baño, se miró al espejo,
notó que tenía los dientes un poco morados por el vino, se mojó la cara e hizo
tres veces el brevísimo camino entre el lavatorio y el wáter, trazando algún
plan. “Si hoy no actúo y me
quedo callado, quién sabe si podré salir otra vez con ella. Su esposo está de
viaje, su familia está en el campo y yo aquí en el baño, hecho un pusilánime.
Parece que tuviera dieciséis”.
Mientras tanto, Amanda vigilaba a los demás comensales, verificando que no hubiera
nadie conocido en ninguna mesa. Cuando Gabriel estaba con ella le importaba un
rábano lo que ocurriese a su alrededor, pero apenas se quedó sola adquirió una
postura rígida y bajó la cabeza, como para evitar ser identificada. Me desconozco cuando estoy con este
chico. Me pierdo en sus palabras, en su mirada, en la manera en que me hace
darme cuenta de quién soy. Me excita sentir que me tiene ganas. No quiero cagar a Jaime, pero quién
sabe dónde andará ahorita. No me llama hace dos días.
Gabriel volvió, pidió una tortilla
española para compartir, rellenó las copas de vino y todo comenzó otra vez: las
risas, la telepatía, la narración de viejos episodios que los hacían ponerse
brevemente nostálgicos y las infaltables miradas incitantes. A la mitad de la
segunda botella, cuando estaban hablando de la gente que ya no veían, Gabriel
cambió de tema con radicalidad y dijo:
–La estoy pasando demasiado bien, Amanda
–Yo también
–¿Qué vamos a hacer?
–De qué, no entiendo
–Amanda, es evidente que pasa algo
entre los dos…
–Sí, Gabriel, pero también es
evidente que estoy casada, que tengo un hijo, que tengo una vida real. Todo
esto es perfecto, pero no sé qué tanto pueda manejarlo…
–¿Me estás diciendo que preferirías
que no nos viéramos más, porque es peligroso?
–Te estoy diciendo que tenemos que
ser amigos, como antes…
–Ja. Amigos. No te das cuenta de que
no puedo ser tu amigo. Nunca lo fui en realidad. Siempre estuve enamorado de ti
y ser tu amigo era la única manera que tenía de estar cerca. En todos estos
años no he sentido con nadie esto que siento contigo. Jamás. Y la intuición me dice
que lo mismo te ocurre a ti.
–Me encantas, Gabriel. Me mueves el
piso un montón. Eres todo lo comprensivo y romántico que quisiera que fuera mi
esposo. Qué más quieres que te diga. Me haces sentir distinta, cómoda conmigo,
con mi forma de ser y de pensar, pero no puedo dejar de lado el hecho de tener
una familia, entiende eso por favor…
–O sea que prefieres mantener una
situación estable, aunque eso signifique ser infeliz
–No soy infeliz
–¿Amas a tu esposo?
–No lo sé, pero el amor también se
acaba y luego una tiene que estar dispuesta a soportar cosas difíciles…
–¿Te estás inmolando acaso? ¿Quién
eres? ¿Juana de Arco? Pensé que creías en el destino, en las vueltas de la
vida...
–Sí, sí, creo en el destino…
–¿Y toda esta situación no se parece
acaso a la manifestación del destino? Dos personas que se quieren, que se dejan
de ver y que después de mucho tiempo coinciden y presienten que tienen que
estar juntos. No le pidas al destino que sea más elocuente, Amanda, por favor…
Gabriel la cogió de la mano. Ella no la retiró. Estaban sentados frente a
frente y solo eso impedía más proximidad. Los dos se miraban sin parpadear, y
no se inmutaban ni con la presencia intermitente del mozo, que aparecía de rato
en rato para retirar los platos y rellenar las copas.
–¿Dónde habías estado todo este tiempo, Gabo? ¿Por qué te apareces tan tarde?
–Tal vez no sea tan tarde, Amanda
–No me pidas que te conteste algo
ahora. Mi cabeza es un laberinto
–Todo va a estar bien
–Todo está mal, Gabriel
–¿Qué está mal?
–Esto está mal, ¿no lo crees? Que
deje a mi hijo irse a La Cantuta contra su voluntad, que me haga la loca, que
les mienta a mis hermanas solo para poder verte. Por favor…
–¿Todo eso has hecho?
–Sí, y no me enorgullezco
–Solo te digo una cosa: esta historia
es demasiado bonita, demasiado alucinante como para ser mala. Nadie dice que
tiene que ser fácil para ser bueno…
–Ay, Gabriel. No me des un eslogan,
dame una salida
–No la tengo. Lo único claro que
tengo es lo que siento por ti…
–¿Y qué sientes?
–Siento que no puedo dejar de verte, que mi corazón está
desde hace años conectado con el tuyo, y eso me hace quererte.
–¿Por qué no pasó todo esto hace una
década?
–Probablemente, porque tenía que
pasar ahora.
El mozo se acercó para decirles que pronto cerrarían. Eran la 1:15 de la
mañana. Todas las demás mesas estaban vacías, con las sillas encima, puestas de
cabeza. Gabriel pidió la cuenta, hizo un último brindis con Amanda y firmó el voucher. Se pararon, él la cogió
levemente por la espalda y caminaron hasta el auto. El cuidador se acercó,
abrió la puerta de Amanda y recibió unas monedas de parte de Gabriel.
Una vez adentro, Gabriel abrió el contacto de las llaves pero sin arrancar.
Cambió de disco, colocó uno de Mikel Erentxun y puso su tema
favorito: A un minuto de ti. Amanda lo
miró, se abrochó el cinturón de seguridad, pero al segundo siguiente lo
desabrochó. Él captó el mensaje y acercó su cara al rostro de ella. Los dos,
instintivamente, cerraron los ojos, se abalanzaron uno contra el otro y
comenzaron a besarse con desesperación. No había delicadeza en el
juego de sus lenguas. Había una furia loca y desbocada. Se besaron sin parar,
con fogosidad y contundencia, como si hubiesen tenido que esperar siglos para
hacerlo. Gabriel comenzó a repasar su boca por el cuello de Amanda, que gemía
quedamente y apenas atinaba a decir “bésame más, Gabo”. Él la volvía a besar
con fuerza, mordiéndole los labios, mientras sus manos se extraviaban por todas
las curvas de su cuerpo tembloroso. Excitado, tocó y apretó las tetas de Amanda
por sobre el vestido y bajó una mano que inició una expedición por el interior
de sus piernas. Los dedos de Gabriel recorrieron los muslos, llegaron hasta el
final de las medias de nylon y rozaron la vagina con suavidad. Ella lanzó un
gemido y le mordió la oreja, en feliz venganza. “¿Vamos a tu casa?”, preguntó
él, separando apenas la boca de los labios de Amanda. “Vamos a la tuya”, musitó
ella. Gabriel se separó despacio, se puso delante del timón y arrancó. Amanda
notó su erección bajo el pantalón, se sintió tentada de palparla, pero se
controló y bajó el tapasol para mirarse en el espejo.
A lo largo de los doce minutos que demoraron en llegar no se dijeron nada. Por
ratos se cogían de la mano, se miraban o se frotaban una pierna. Su silencio
era la prueba de que habían perdido el control y estaban dando vueltas en un
remolino sin salida. Ambos ardían en ganas de sentir sus pieles y hacerse el
amor mutuamente.
Llegaron al edificio de Gabriel,
subieron por las escaleras, no sin antes detenerse un momento en el descanso
para besarse de nuevo y sentir por primera vez el contacto y la forma de sus
cuerpos. Gabriel puso su mano derecha detrás de la cabeza de Amanda, como una
almohada, y la empotró contra la pared. Luego frotó su pelvis contra la de
ella, haciéndola gemir de placer.
Fue un movimiento rudo. La
respiración entrecortada de ambos no cesaba. “Hay que entrar Gabriel, rápido”,
suplicó ella. Él abrió la puerta del departamento con dificultad y, sin prender
las luces, la llevó al cuarto. Ambos trastabillaron con una alfombra, se rieron
sin despegar sus bocas y chocaron sus dientes.
Tirados sobre la cama –él arriba– comenzaron a desvestirse con veloz impaciencia.
De pronto, desde el fondo negro de la cartera de Amanda, más inoportuno que
nunca, el celular comenzó a sonar, una, dos, tres veces. “¡Espera!”, gritó
ella, “mi teléfono está sonando”. “¿Estás segura?”, porfió él. “Sí, sí,
segura”. Gabriel recogió el bolso del suelo y se lo pasó. Amanda se incorporó.
Estaba tan nerviosa y agitada que contestó sin siquiera ver el número que
aparecía en la pantalla.
–¿Aló?, dijo. ¿Aló?
Al otro lado del celular se oía una bulla incomprensible.
RENATO CISNEROS
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