miércoles, octubre 19, 2011

04 LA NOCHE DE LAS DALMACIAS


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La mañana y tarde del lunes transcurrieron sin mayor novedad. Amanda esperó intencionalmente que sean las once de la noche para llamar a Gabriel. No sabía por qué, pero el hecho de que su hijo estuviera dormido mientras ella conversaba la proveía de una especie de alivio de conciencia. 

Hablaron cerca de cincuenta minutos, que se pasaron volando. Estaban tan entretenidos que cuando repararon en la hora los dos se asombraron. “Qué bestia, mi celular está caliente”, se rió Gabriel. Antes de despedirse Amanda accedió a verlo el fin de semana.
“Vamos el viernes a La Dalmacia y nos tomamos un vino, qué dices”, propuso él, cruzando los dedos y rogándole a todos los santos (todos los santos en los que no creía) que por esta vez acomodaran el panorama a su favor. “Ya pues”, respondió ella, con automática docilidad. Al otro lado del móvil, Gabriel reaccionó como si acabaran de informarle que se había hecho acreedor a un premio de lotería: pegó un saltito mínimo, cerró el puño y lo agitó igual que los futbolistas cuando anotan un gol decisivo.
Los días siguientes (martes, miércoles y jueves –siempre por la noche, con Emilio dormido–) se encontraron en el Messenger. Gastaban un promedio de hora y media conversando, riendo, admirándose de lo mucho que aún congeniaban. Tan sincronizados estaban que, muchas veces, cuando uno estaba por escribir una frase en el chat, el otro se adelantaba y, pum, la escribía. Era como si pudieran aguaitar sus pensamientos, como si uno tuviera acceso al pizarrón mental del otro, a ese muro privado e invisible donde se escriben las palabras milésimas de segundo antes de ser pronunciadas. 
Entre líneas, ambos se deslizaban piropos que no hacían sino incrementar la innegable sensación de correspondencia. Amanda –que flojeaba en la lucha por no perder el dominio de sus convicciones maritales– intentaba frenar con cortesía las arremetidas amorosas de Gabriel, que con el paso de los días se hacían más abiertas y explícitas.

–Hoy me dijeron en la agencia que vienen
Los Cadillacs. Nos han encargado la campaña de promoción del concierto. 
–¿Vienen? ¿En serio? Me muero por ir a verlos.
–Vamos, pues. Te invito. 
– Pucha, sería bravazo, pero no sé, todavía falta mucho para eso
–Un mes y diecinueve días, exactamente
–Ja. Los tienes contaditos…
–Sí, es que es la primera chamba fuerte que voy a hacer. Pero me gustaría mucho ir contigo.
Ya, mira, si quieres hasta te llevo a VIP…
–Ja, ja. ¿Perdón? ¿Cómo que si quiero? Pensé que eso estaba sobrentendido ¿no?
–¿Eso significa que aceptas? 
–No. Eso significa que quiero verlos en primera fila
–Ya, pues, tú puedes estar en primera fila y yo puedo estar a tu costado… 
–Ja, ja. Bien terco eres ¿no?
Insistente me gusta más 
–Sería lindo, pero no quiero prometerte nada, Gabo 
–¿Gabo? Asu, qué tal remember. No me decían así hace años. Es más, creo que tú eras la única que me decía así en el colegio ¿no?…
–Verdad. Qué loco. Se me salió. Me gustaba decirte así, porque un día en una clase de Literatura…
–…leímos un cuento de García Márquez y cuando el profesor se refirió a él como
 Gabo tú volteaste y me señalaste desde tu carpeta…
–Sí, ja, ja, qué buena. Había borrado esa escena de mi cabeza por completo…
–Gracias, ah. Siempre tú tan dulce…
–No, pues, me refiero a que tenía esas imágenes como difusas, pero ahorita las he recordado
nítidamente. ¿Te acuerdas cómo se llamaba el cuentito que leímos ese día?
–“El ahogado más hermoso del mundo”…
–Ese era. Años después, creo que en primer ciclo de la Universidad, lo releí para una tarea y me acordé de ti, alucina
–Por lo de hermoso, supongo…
–Más bien por lo de ahogado. Ja, ja. 
–Estás bien cariñosa conmigo hoy, por lo visto…
–Qué querías, pues. Te acababas de desaparecer del mundo, era como si te hubiera tragado el mar. 
–Ya te conté que fue una medida de emergencia. Estaba templado de ti, tú estabas con Braulio, no quería destrozarme la cabeza…
–¿Y resultó la táctica?
–Pensaba que sí, pero ya ves: quince años más tarde, me la estoy destrozando igual. 
–No digas eso. Me haces sentir mal. 
–¿Por qué? Romperse la cabeza puede ser un buen ejercicio
–¿Te parece? A mí me suena a que te puedes volver loco…
–Bueno, pero si esa locura incipiente te obliga a pensar, a definirte, a ver de qué material estás hecho, me parece positiva 
–¿Y de qué material estás hecho tú?
–Lo más probable es que de aserrín
–¡Ya, pues!
–Eso es lo que estoy averiguando, Amanda. Estoy en base tres, pero todavía no lo sé con seguridad. 
–Me parece un signo de madurez
–Qué curioso, la mayoría piensa lo contrario
–No. Yo prefiero desconfiar de la gente que cree saberlo todo de sí mismo…
– ¿Y tú? ¿Cómo tienes la cabeza? Y no me salgas con que “aquí, entre mis dos orejas”
–Ja. Para serte sincera, un poco intranquila 
–Está bien. Que eso no te angustie. La tranquilidad puede ser aburrida, porque te estanca y, ya te dije, hasta donde recuerdo (y recuerdo bastante) tú nunca tuviste vocación de planta… 
–No sé, a mí me gusta mi tranquilidad, pero sí, también es cierto que me gustaría hacer más cosas útiles para romper la monotonía 
–Yo tengo la solución
–¿Cuál?
–¡Vente conmigo al concierto!
–Ja, ja. ¡Tarado!
–¿Tarado? No te digo que hoy estás particularmente afectuosa…
Cada vez que hablaba con Gabriel, Amanda escapaba de la realidad. Se distraía de su lugar en el mundo y –azuzada por los sentimientos todavía ambiguos que él le despertaba– se permitía actuar con intensidad, desparpajo y atrevimiento, tres viejos rasgos suyos que habían languidecido con el matrimonio. Durante esas conversaciones no sentía ser la mujer casada, la madre de un niño de 4 años, la señora joven que se agobiaba con la improductividad de sus quehaceres diarios, que iba al gimnasio para no sentirse encarcelada, y que había aprendido a fingir espléndidamente su felicidad ante los demás. Cuando hablaba con Gabriel, por el chat o el teléfono, ella recuperaba partículas de su identidad anterior y volvía a ser la chica astuta, guapa, creativa y multifacética del pasado. Le encantaba que él lograra reconciliarla con ese olvidado retrato de sí misma, y que la condujera, como de la mano, por algunos entrañables pasadizos de su memoria. 
Un par de veces Gabriel le dijo que debería pensar más en ella misma, que la notaba muy preocupada por colmar de atenciones a los demás, pero que todo eso era nefasto y contraproducente si lo hacía a costa de sus sueños, deseos y apetitos. Esas cuadradas, esas sacadas al fresco, la sorprendían primero (¿cómo es posible que este chico me conozca tanto?, se preguntaba en silencio) y luego la llevaban a tener súbitos arranques de egoísmo que la hacían sentirse un poco despreciable.
Había momentos en que le excitaba imaginarse soltera nuevamente. Soltera, sin ataduras, libre. Igual de libre que en Barcelona, donde ejerció con plenitud su independencia y donde era capaz de hacer lo que le diera la gana, la chucha gana, como le gustaba decir cuando se arrebataba. Allá podía irse a un museo sin avisarle a nadie, o a la playa, o podía tomar el tren, detenerse en alguna ciudad vecina y alojarse en un albergue. O podía salir con sus amigas, alcoholizarse en una taberna, coquetear con un fulano, besarlo y, si se le antojaba, llevarlo a su pieza, tirárselo hasta quedar satisfecha y despedirlo a la mañana siguiente. Al casarse pensó que aquel espíritu travieso sería reemplazado poco a poco por el sosiego. Sin embargo, en arranques como este, comprobaba que su genio rebelde no había sido del todo erradicado. Cuando acababan esos trances, Amanda se horrorizaba de haber pensado de esa manera, pero esos pensamientos –según ella pecaminosos si quien los consiente es una ama de casa– acostumbraban ser más fuertes que el horror moral que eventualmente producían. 

Ahora mismo, mientras se despedía de Gabriel a través del Messenger, imaginaba cómo sería besarlo, cómo sería acostarse con él y tenerlo dentro de su cuerpo caliente. Lo visualizaba, se estremecía, pero de inmediato, sonriendo, se llevaba una mano a la boca, en un divertido gesto de autocensura con el que parecía decir “pero qué cosas estoy pensando, por Dios”. 
Y aunque Amanda se cuidaba en extremo de insinuar cualquier atisbo de ansia sexual a través del chat, lo cierto es que durante esas largas noches, cuando estaba sola en la cama, se tocaba pensando en Gabriel. Su esposo, Jaime, tan lejos, tan ensimismado, ya no solo estaba ausente ahí, bajo las sábanas: ahora también había empezado a ausentarse de su mente, una mente revuelta por la confusión, erosionada por las dudas. 

(...)

Llegó por fin el viernes. Gabriel salió de la oficina hacia las 5 de la tarde y se fue a la peluquería Dandy, en Chacarilla. Como siempre, lo atendió Wilber. Ni bien se acomodó en la butaca, Wilber le facilitó una revista Cosas para que se distrajera mientras él le amputaba los mechones y le recortaba la barba. Era una edición antigua, de hacía unos cuatro meses. Gabriel empezó a hojearla con desinterés, pero cuando llegó a las páginas de Sociales una imagen reclamó toda su concentración. Era una foto de Amanda y su esposo. Aparecían vestidos de blanco sobre una explanada verde, en lo que parecía ser la celebración de un concurso de golf en el club Los Inkas. La leyenda decía:Amanda y Jaime Tudela, campeón de la copa Cable Mágico. A Gabriel le chocó un tanto que no pusieran el apellido de soltera. Para él, Amanda no era Tudela, sino Di Lorenzi y esa omisión nominal le llamó la atención. Sintió de repente que la Amanda que existía para los demás era completamente diferente a la Amanda que él conocía. ¿No estaré templado de un fantasma?, se preguntó hacia adentro. 

Mientras la tijera de Wilber trabajaba –chuik, chuik, chuik– y los pelos caían como motas sobre la tela blanca que cubría su pecho, Gabriel examinó la fotografía, deteniéndose en los gesto de cada uno. Salían sonrientes, pero era obvio que se trataba de sonrisas de utilería. Si las cosas en ese matrimonio estaban tan deterioradas como ella le había contado, esa foto era una postal de la hipocresía, un simulacro, el réquiem de una complicidad ya muerta. Detrás de esas máscaras alegres no había una pareja: había un hombre egocéntrico, ambicioso, distraído con su trabajo, y una mujer que comenzaba a sucumbir ante una montaña de frustraciones. De pronto, Gabriel se olvidó de Amanda y se quedó pensando en Jaime. No sabía qué sentir por él, ni siquiera sabía si le correspondía sentir algo. Por un lado, le tenía coraje, pero también algo de condescendencia:
 tú ahí en la foto, sonriendo como pelotudo por haber ganado una copa de golf y yo aquí, preparándome para salir con tu esposa. 

Gabriel miró las demás imágenes y no pudo evitar extender sus conclusiones hacia los hombres y mujeres, adultos y jóvenes, que allí figuraban. “Todos mienten”, sentenció sin hablar.
“Todos posan y muestran los dientes, pero vaya uno a saber qué líos irremediables se cocinan en el alma de cada quien. La gente busca salir en estas revistas para engañar a los lectores y convencerlos de que en su vida no hay ningún lugar para la miseria humana, pero una vez que regresan a sus casas se topan con la mugre y en lugar de sonreír se ponen a llorar”. 

–¿La barba igual que siempre, Gabriel?, lo interrumpió Wilber, sacándolo de sus reflexiones de
filósofo ambulante.
–Sí, cortita, pero marcada 
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Cuando salió de Dandy, se fue a comprar una camisa y un pantalón. En la semana no había tenido tiempo de llevar su ropa a la lavandería (o sea, la casa de su mamá), y sus otras camisas estaban limpias pero arrugadas. No se iba a poner a planchar a esas alturas del día. Con el apuro y su natural torpeza para esas tareas, era capaz de quemar una prenda y achicharrarse una mano. 

Finalmente voló a su departamento para bañarse y cambiarse. Aunque no tenía ninguna expectativa respecto de lo que pudiera ocurrir en su cita, desechó la idea de ponerse uno de sus típicos calzoncillos
 Boston de tipo bikini y eligió un bóxer Calvin Klein. “Uno nunca sabe”, pensó. Con la misma lógica echó en sus zapatos más polvo de talco de lo usual. Media hora después –impecable y perfumado en exceso– arrancó el auto con dirección a San Isidro, rumbo a la casa de Amanda.
Durante el trayecto (mientras oía un disco de The Outfield) se preguntó qué era verdaderamente lo que esperaba del encuentro, pero no supo respondérselo. Amanda –no podía olvidarlo– era una mujer casada y creyente, combinación que en teoría arruinaba la posibilidad de una circunstancial aventura. Pero eso no lo deprimía en absoluto. Al revés, le alegraba, pues era un detalle que hablaba bien de la coherencia de Amanda. Podía estar intranquila (esa fue la palabra que ella usó en el chat), pero eso no quería decir que fuera a sacar los pies del plato alegremente. Además, él no quería propiciar eso. No estaba saliendo en busca de un ligue o un affaire: estaba yendo a encontrarse con la mujer de la que se sentía enamorado, acaso la única mujer con la que –obstáculos aparte– podía realmente imaginarse en el futuro. Por eso, más allá de sus obvias intenciones de divertirse, no quería depositar muchas esperanzas en el desenlace de la noche. Si el azar lo había colocado en esa situación tan increíble y cinematográfica, pues había que olvidarse de las expectativas y dejar que el azar continuara actuando según su disperso antojo. 

(…) 

A ella el día se le pasó larguísimo, tratando de resolver asuntos domésticos
. Además, tenía que ver con quién dejar a su hijo, porque su mamá (que era quien oficialmente cuidaba a Emilio cuando Jaime y ella tenían una comida, reunión o fiesta) estaba resfriada y no quería contagiar al niño; y la otra posible nana por una noche, su suegra, estaba fuera de Lima. Al final, no le quedó más remedio que enviar a Emilio con sus hermanas, Alejandra y Ana Cecilia, que salían por la tarde hacia La Cantuta con todo su ejército de hijos. A Emilio no le apetecía mucho ir con sus primos porque eran mayores y, cada vez que jugaban, lo relegaban o lo trataban mal. Y aunque hizo algún berrinche como protesta, acabó metido en el pelotón campestre. 

–¿Y tú por qué te quedas en Lima? ¿Por qué no vienes con nosotras?, le preguntó Alejandra por teléfono
–Es que me voy a juntar con Macarena y las demás chicas. Habíamos quedado desde días en ir a un Karaoke, mintió Amanda
–Desde que tu marido está de viaje andas hecho una veleta…
–Cómo hablas, Alejandra. Solo quiero salir con mis amigas. No te metas.
–Es una pena. La vamos a pasar lindo con todos los enanos. Hoy vamos a hacer parrilla, mañana todo el día en la piscina y en las noches nos tomamos unos traguitos. Además, Jorge ha organizado una excursión al cerro y una búsqueda del tesoro para los chicos el domingo. Vente, Amanda, no seas monga…
–Suena excelente, pero es que… ya quedé. 
–Bueno, hermanita, tú sabrás. Nosotros salimos ahora a las tres de la tarde. A qué hora quieres que pase por Emilito. 
–¿A las dos puede ser? 
–Ya, pues. Paso a las dos. Un beso. Cuídate mucho y pórtate bien. 
–Chau, Ale. Gracias. Te adoro. Te debo una. 

Mientras Amanda se duchaba y cambiaba la asaltó el remordimiento y empezó a avasallarse de preguntas culposas. ¿Estaría haciendo bien en salir clandestinamente con Gabriel? ¿No debía haberse ido al campo con sus hermanas, su hijo y sus sobrinos? ¿En qué momento aprendió a mentir con tanta dosis de realismo? ¿Por qué se complicaba la vida de esta manera? ¿Por qué le gustaba tanto la adrenalina de ese riesgo? Para acallar esas molestas vocecillas internas, Amanda tomó una decisión tajante: le diría a Gabriel que todo era una locura innecesaria, que debían ser solo amigos, que no era responsable ni adulto actuar así, como los chiquillos malcriados que ya no eran. 

El timbre sonó, Amanda se contempló una vez más en el espejo de pie de su
walking closet, se arrepintió un instante de haberse puesto ese vestido negro tan corto, apagó las luces y salió. 

–¿Por favor, se encuentra Amanda Di Lorenzi? bromeó Gabriel apenas la vio cruzar la puerta de la entrada del edificio, simulando no haberla reconocido
–Ja, ja, soy yo, no te hagas el tonto
–¿Amanda? ¿Por qué no me contaste que eras Miss Universo? ¡Felicitaciones! 
–Ay, Gabriel, si quieres entro y me cambio ah…
–Ya, no te piques. Estás preciosa. Solo quería decirte eso
–Gracias, Gabo. Hola. Qué rico hueles. ¿Qué colonia te has echado?
–Es una francesa. Se llama pichí du gató. O sea, pichi de gato
–Ja, ja. Ya pues..
–No sé, es una Hugo Boss creo…
–Está bien rica. 
–Cómo tú…
–¿Quéeee?
–Como tú comprenderás, quiero decir…
–Ja, ja. ¿No puedes hablar en serio no?
–Ya, te voy a decir algo bien en serio: estás preciosa
Gabriel metió la llave al contacto y encendió el auto. Volteó para mirar velozmente a Amanda y se maravilló de estar saliendo con ella. Qué hago en este carro con este mujerón, o mejor dicho, qué hace ella conmigo, pensó, ufanándose de su suerte, sin terminar de creérsela. Se colocó el cinturón de seguridad, se cercioró de que ella lo tuviera puesto y pisó el acelerador.

En el disco de The Outfield sonaba el track cuatro, Your Love. 

–Qué buena canción, comentó Amanda
–Esta era clave en cualquier tono de chibolos, ¿no?
–La fija en que te sacaban a bailar
–¿Alguna vez le mentiste a un chico, diciéndole que no querías bailar porque estabas “cansada” o porque estabas “acompañando a tu amiga”? 
–Ja, ja. Sí, esa era básica para sacarte de encima a los feos
–¿Ves? Las mujeres se acostumbran a mentir desde chiquitas, carajo. ¿No es mejor decirle al patín: “oye, feíto, no me gustas, arráncate”?
–Ja, ja. Cómo vas a decir eso pues…
–Yo prefiero que una chica me diga la verdad en mi cara pelada en vez de decirme que no quiere bailar, porque le duelen los pies y después la vea zarandeándose con un huevón más grande y pintón…
–Uy, veo que a ti te chotearon varias veces ah… 
–Ja. Por lo menos no me chotearon hoy día. 
–Todavía…
–Ja. Ja.
 

Gabriel aceleró apenas entró al malecón, bordeó
 Larcomar, dobló en el primer semáforo a la izquierda, avanzó una cuadra y estacionó frente a La Dalmacia. Un vigilante se acercó, le abrió la puerta a Amanda y saludó a los dos. Entraron al restaurante, la anfitriona los llevó a una mesa pegada a la ventana y les dio la bienvenida. Minutos después, Gabriel pidió una botella de vino (Marqués de Cáceres) y unas hojas de parra para picar. “¿Su novia desea algo”?, preguntó el mozo, indiscreto. Los dos se miraron, sonrieron por la equivocación, pero nadie hizo aclaración alguna. “Por ahora no, gracias”, contestó él.

Desde la primera copa, Amanda se dio cuenta de que su estrategia de mantener la prudencia no iba a funcionar. Se reía tanto con Gabriel, él ponía tanta atención en las cosas que ella decía, era tan caballeroso, que pensó que sería una falta de tacto interrumpir la espontaneidad de la charla para dar su desubicado
 speech acerca de lo que era correcto e incorrecto. Con Gabriel lo pasaba fenomenal: podía decir cualquier tontería y no sentirse tonta; podía fumar, contar un chiste, hacer un brindis y hablar de su vida sin prejuicios ni tapujos; podía alternar comentarios banales con razonamientos profundos; podía rememorar los días en que solía ser ella misma y no andaba tan perdida. 

Gabriel la veía radiante y feliz, y eso contribuía a que se sintiera seguro de cada cosa que decía. Era algo que había aprendido con el tiempo. Si lograba que una mujer se riera, se mostrara auténtica y disfrutara de su compañía, él adquiría un aplomo a prueba de balas, y entonces sus frases, sus bromas resultaban doblemente ingeniosas y efectivas. Sin embargo, con Amanda ese talento funcionaba a medias. Como ninguna, ella tenía la capacidad de mantenerlo nervioso. ¿Cómo no estarlo además? Estaba deliciosa dentro de ese vestido negro que le dejaba los hombros al descubierto y que combinaba de lo más bien con su pelo castaño, su pecho pecoso, su austero maquillaje, su sonrisa total, de fantasía.
 
Cuando estaban empezando la segunda botella de vino, Gabriel se excusó para ir al baño. No tenía ganas de mear, pero necesitaba reunir valor para confesarle a Amanda lo que sentía. Ya no por chat, sino en vivo y en directo. Ya no con muletillas sonsas como me muero por ti, sino con expresiones hondas, convincentes. No sabía muy bien qué palabras iría a emplear, pero algo tenía que decirle. Se encerró en el baño, se miró al espejo, notó que tenía los dientes un poco morados por el vino, se mojó la cara e hizo tres veces el brevísimo camino entre el lavatorio y el wáter, trazando algún plan. “Si hoy no actúo y me quedo callado, quién sabe si podré salir otra vez con ella. Su esposo está de viaje, su familia está en el campo y yo aquí en el baño, hecho un pusilánime. Parece que tuviera dieciséis”. 

Mientras tanto, Amanda vigilaba a los demás comensales, verificando que no hubiera nadie conocido en ninguna mesa. Cuando Gabriel estaba con ella le importaba un rábano lo que ocurriese a su alrededor, pero apenas se quedó sola adquirió una postura rígida y bajó la cabeza, como para evitar ser identificada.
 Me desconozco cuando estoy con este chico. Me pierdo en sus palabras, en su mirada, en la manera en que me hace darme cuenta de quién soy. Me excita sentir que me tiene ganas. No quiero cagar a Jaime, pero quién sabe dónde andará ahorita. No me llama hace dos días.
Gabriel volvió, pidió una tortilla española para compartir, rellenó las copas de vino y todo comenzó otra vez: las risas, la telepatía, la narración de viejos episodios que los hacían ponerse brevemente nostálgicos y las infaltables miradas incitantes. A la mitad de la segunda botella, cuando estaban hablando de la gente que ya no veían, Gabriel cambió de tema con radicalidad y dijo:

–La estoy pasando demasiado bien, Amanda
–Yo también
–¿Qué vamos a hacer?
–De qué, no entiendo
–Amanda, es evidente que pasa algo entre los dos…
–Sí, Gabriel, pero también es evidente que estoy casada, que tengo un hijo, que tengo una vida real. Todo esto es perfecto, pero no sé qué tanto pueda manejarlo…
–¿Me estás diciendo que preferirías que no nos viéramos más, porque es peligroso? 
–Te estoy diciendo que tenemos que ser amigos, como antes…
–Ja. Amigos. No te das cuenta de que no puedo ser tu amigo. Nunca lo fui en realidad. Siempre estuve enamorado de ti y ser tu amigo era la única manera que tenía de estar cerca. En todos estos años no he sentido con nadie esto que siento contigo. Jamás. Y la intuición me dice que lo mismo te ocurre a ti. 
–Me encantas, Gabriel. Me mueves el piso un montón. Eres todo lo comprensivo y romántico que quisiera que fuera mi esposo. Qué más quieres que te diga. Me haces sentir distinta, cómoda conmigo, con mi forma de ser y de pensar, pero no puedo dejar de lado el hecho de tener una familia, entiende eso por favor…
–O sea que prefieres mantener una situación estable, aunque eso signifique ser infeliz
–No soy infeliz
–¿Amas a tu esposo? 
–No lo sé, pero el amor también se acaba y luego una tiene que estar dispuesta a soportar cosas difíciles…
–¿Te estás inmolando acaso? ¿Quién eres? ¿Juana de Arco? Pensé que creías en el destino, en las vueltas de la vida... 
–Sí, sí, creo en el destino…
–¿Y toda esta situación no se parece acaso a la manifestación del destino? Dos personas que se quieren, que se dejan de ver y que después de mucho tiempo coinciden y presienten que tienen que estar juntos. No le pidas al destino que sea más elocuente, Amanda, por favor…

Gabriel la cogió de la mano. Ella no la retiró. Estaban sentados frente a frente y solo eso impedía más proximidad. Los dos se miraban sin parpadear, y no se inmutaban ni con la presencia intermitente del mozo, que aparecía de rato en rato para retirar los platos y rellenar las copas.

–¿Dónde habías estado todo este tiempo, Gabo? ¿Por qué te apareces tan tarde?
–Tal vez no sea tan tarde, Amanda
–No me pidas que te conteste algo ahora. Mi cabeza es un laberinto
–Todo va a estar bien
–Todo está mal, Gabriel
–¿Qué está mal?
–Esto está mal, ¿no lo crees? Que deje a mi hijo irse a La Cantuta contra su voluntad, que me haga la loca, que les mienta a mis hermanas solo para poder verte. Por favor…
–¿Todo eso has hecho?
–Sí, y no me enorgullezco
–Solo te digo una cosa: esta historia es demasiado bonita, demasiado alucinante como para ser mala. Nadie dice que tiene que ser fácil para ser bueno…
–Ay, Gabriel. No me des un eslogan, dame una salida 
–No la tengo. Lo único claro que tengo es lo que siento por ti…
–¿Y qué sientes? 
Siento que no puedo dejar de verte, que mi corazón está desde hace años conectado con el tuyo, y eso me hace quererte. 
–¿Por qué no pasó todo esto hace una década?
–Probablemente, porque tenía que pasar ahora. 

El mozo se acercó para decirles que pronto cerrarían. Eran la 1:15 de la mañana. Todas las demás mesas estaban vacías, con las sillas encima, puestas de cabeza. Gabriel pidió la cuenta, hizo un último brindis con Amanda y firmó el
voucher. Se pararon, él la cogió levemente por la espalda y caminaron hasta el auto. El cuidador se acercó, abrió la puerta de Amanda y recibió unas monedas de parte de Gabriel. 

Una vez adentro, Gabriel abrió el contacto de las llaves pero sin arrancar. Cambió de disco, colocó uno de
 Mikel Erentxun y puso su tema favorito: A un minuto de ti. Amanda lo miró, se abrochó el cinturón de seguridad, pero al segundo siguiente lo desabrochó. Él captó el mensaje y acercó su cara al rostro de ella. Los dos, instintivamente, cerraron los ojos, se abalanzaron uno contra el otro y comenzaron a besarse con desesperación. No había delicadeza en el juego de sus lenguas. Había una furia loca y desbocada. Se besaron sin parar, con fogosidad y contundencia, como si hubiesen tenido que esperar siglos para hacerlo. Gabriel comenzó a repasar su boca por el cuello de Amanda, que gemía quedamente y apenas atinaba a decir “bésame más, Gabo”. Él la volvía a besar con fuerza, mordiéndole los labios, mientras sus manos se extraviaban por todas las curvas de su cuerpo tembloroso. Excitado, tocó y apretó las tetas de Amanda por sobre el vestido y bajó una mano que inició una expedición por el interior de sus piernas. Los dedos de Gabriel recorrieron los muslos, llegaron hasta el final de las medias de nylon y rozaron la vagina con suavidad. Ella lanzó un gemido y le mordió la oreja, en feliz venganza. “¿Vamos a tu casa?”, preguntó él, separando apenas la boca de los labios de Amanda. “Vamos a la tuya”, musitó ella. Gabriel se separó despacio, se puso delante del timón y arrancó. Amanda notó su erección bajo el pantalón, se sintió tentada de palparla, pero se controló y bajó el tapasol para mirarse en el espejo. 

A lo largo de los doce minutos que demoraron en llegar no se dijeron nada. Por ratos se cogían de la mano, se miraban o se frotaban una pierna. Su silencio era la prueba de que habían perdido el control y estaban dando vueltas en un remolino sin salida. Ambos ardían en ganas de sentir sus pieles y hacerse el amor mutuamente.
 
Llegaron al edificio de Gabriel, subieron por las escaleras, no sin antes detenerse un momento en el descanso para besarse de nuevo y sentir por primera vez el contacto y la forma de sus cuerpos. Gabriel puso su mano derecha detrás de la cabeza de Amanda, como una almohada, y la empotró contra la pared. Luego frotó su pelvis contra la de ella, haciéndola gemir de placer.
Fue un movimiento rudo. La respiración entrecortada de ambos no cesaba. “Hay que entrar Gabriel, rápido”, suplicó ella. Él abrió la puerta del departamento con dificultad y, sin prender las luces, la llevó al cuarto. Ambos trastabillaron con una alfombra, se rieron sin despegar sus bocas y chocaron sus dientes.

Tirados sobre la cama –él arriba– comenzaron a desvestirse con veloz impaciencia. De pronto, desde el fondo negro de la cartera de Amanda, más inoportuno que nunca, el celular comenzó a sonar, una, dos, tres veces. “¡Espera!”, gritó ella, “mi teléfono está sonando”. “¿Estás segura?”, porfió él. “Sí, sí, segura”. Gabriel recogió el bolso del suelo y se lo pasó. Amanda se incorporó. Estaba tan nerviosa y agitada que contestó sin siquiera ver el número que aparecía en la pantalla.

–¿Aló?, dijo. ¿Aló?

Al otro lado del celular se oía una bulla incomprensible.

continuaraaaa-thumb-450x137.jpg     RENATO CISNEROS

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