lunes, julio 04, 2011

1. AMANDA Y GABRIEL


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Cuando Gabriel se acercó a la barra a pedir un whisky en las rocas no pudo siquiera haber imaginado que la chica que estaba a su lado, de perfil, era la mismísima Amanda Di Lorenzi. Apenas se percató de su presencia dudó unos segundos temiendo una desagradable confusión, pero el instinto lo dotó del arrojo necesario para salir de la intriga

–¿Amanda?, le preguntó, tocándole un hombro con la mano
–¿Sí? ¿Quién... ¿Gabriel?
–Sí, holaaaa, cómo has estado, –Holaaaa, no puedo creerlo, a los años

Tras una risueña secuencia de efusivos besos y abrazos, Gabriel y Amanda se quedaron mirando fijamente, como cerciorándose de que eran efectivamente ellos, de que no se trataba de una equivocación. Cada uno a su manera, estaba profundamente sorprendido. Ella porque después de lustros se encontraba con aquel chico del colegio con el que, si bien nunca pasó nada, siempre hubo una química singular, una atracción que ninguno de los dos verbalizó, y sobre todo una cariñosa amistad que, a pesar de su nobleza, se interrumpiría al terminar quinto de media.
A él, por su parte, no había manera de disimularle la sonrisa de payaso que le brotó desde lo más profundo de la cara. No solo estaba sorprendido: estaba realmente en shock. Si hasta se había olvidado del whisky que el barman le había servido hacía rato y que se venía aguando a su costado. La conmoción se justificaba: durante los últimos tres años de Secundaria Amanda había sido su amor callado, la chica que le quitaba el sueño. Y no es una frase: se lo quitaba literalmente, pues más de una vez, cuando ella no podía dormir, lo despertaba por teléfono de madrugada (llamándolo al anexo de su cuarto) para matar las horas conversando. Él le contestaba de lo más gustoso: no veía en ese desvelo un sacrificio sino un microscópico acto de heroicidad, una inmolación por la cual, tarde o temprano, sería sentimentalmente recompensado.
Si Gabriel nunca le dijo nada de lo que sentía era, básicamente, por su clásico horror al rechazo. Prefería tener a Amanda de ‘amiga’ pero tenerla cerca, antes que alejarla con declaraciones efectistas que, según él, jamás echarían raíces ni rendirían frutos. Todos sus patas, testigos de su desesperada situación, le aconsejaban que hablara con ella, que se quitara el clavo y se lo dijera todo, pero él, terco como una mula, se empecinó en guardar obstinado silencio.
Habría que decir que hizo bien. Por esos años Amanda lo encontraba simpático pero fundamentalmente lo veía como a un amiguito cómplice, nada más. Ella estaba templadísima de Braulio, un chico dos años mayor que, para desgracia de Gabriel, también estaba enamoradísimo de ella. De hecho se pusieron de novios ese último año de colegio. Y de hecho fueron juntos a la fiesta de promoción (fiesta a la que Gabriel llevó como pareja a la prima gorda de uno de sus amigos, y de la que se escapó –de la fiesta y de la prima– antes de la una de la mañana). Si él hubiera cedido a la enorme tentación de confesarle a Amanda lo que sentía, habría rebotado olímpicamente. Intuyendo ese infeliz escenario fue que se resignó a ser solo su amigo y a esperar que terminaran las clases para no verla más. La quería tanto que no podía soportar tenerla cerca mucho tiempo sabiendo que no era correspondido. Prefería desaparecer del show antes que seguir ahí, como un baboso espectador pasivo que se limitaba a aplaudir el festín ajeno. Le partía el alma dejar de frecuentarla, pero estaba seguro de que la distancia y la invisibilidad le curarían esa pena.
Por eso no fue nada raro que en diciembre, al acabar quinto, Gabriel prácticamente se esfumara de la vida de Amanda. Cada vez que ella lo telefoneaba para verse en ese verano posterior a la graduación, él ofrecía una nueva excusa para declinar la invitación. Los meses pasaron y perdieron contacto. Ella entró a la Pre Lima; él se metió a la academia Trenner. Ella –chancona como siempre– ingresó a la primera y escaló ciclo tras ciclo sin ningún inconveniente académico; él, en cambio, entró a la Católica recién al cuarto intento y durante sus primeros dos años con las justas iba a clases, pues se la pasaba tomando cervezas y jugando Nintendo en los apestosos huariques que decoraban las afueras de la Universidad.
Si durante todo ese tiempo alguien le hubiese preguntado a Amanda por Gabriel, es muy probable que ella se hubiese levantado de hombros para responder “se lo tragó la tierra”. Era raro. De la cordial intimidad con que se habían conducido a lo largo de la Secundaria ya no quedaba ni un putañero resquicio.
Como un río que de pronto queda dividido en dos surcos profundos que ni se ven ni se tocan, sus vidas tomaron rumbos completamente separados. Amanda terminó Administración a los 21 años y se graduó en el segundo puesto de su promoción, con un ponderado altísimo. Practicó en Ebel durante dos años y ahí nomás viajó a Barcelona a hacer una maestría. La lejanía provocó que su larguísima relación con Braulio cayera en un vacío y terminara después de casi siete años. Como suele ocurrir, a uno de los dos le tocó oficiar de víctima y al otro de victimario. En este caso fue ella la que le dijo por teléfono que era mejor cortar las cosas, que en ese instante estaban en frecuencias diferentes, que ya verían más adelante qué ocurría. Amanda sabía perfectamente que no habría un más adelante, pero la voz llorosa de Braulio al otro lado del auricular le dio tanta pena y remordimiento que no tuvo más remedio que darle esa consoladora esperanza.
Libre en una ciudad europea, Amanda superó rápidamente el capítulo de Braulio y –apartada como estaba de los prejuicios dominantes de Lima– se aventuró a conocer otro tipo de chicos. En Barcelona tuvo un par de relaciones, aunque nada muy serio. Primero se enredó con un brasileño muy espigado que la abordó en un pub y que a lo largo de varias apasionadas noches le enseñó, no solo algo de portugués y Capoeira, sino todos los trucos sexuales que el lento de Braulio desconocía. Su otro novio fue un muchacho catalán que trabajaba como agente deportivo y que la hacía reír mucho. “Me hacía acordar un montón a ti”, le diría Amanda a Gabriel tantos años después, mientras actualizaban sus vidas durante su reencuentro en el bar. “Hubiera preferido que me digas eso del brasileño”, le bromeó Gabriel. Los dos rieron. “Bueno, un poco difícil, considerando que nunca nos dimos ni un piquito”, dijo ella, sacando a relucir con controlada coquetería aquel rasgo confuso de su antigua amistad. “Sí, pues”, asintió él con la cabeza, mientras le metía un sorbo nervioso a su whisky aguado y trataba de luchar mentalmente para que la palabra piquito no reverberara en su cabeza como un campanazo.
Amanda pasó en Barcelona menos de dos años. De regreso a Lima entró a trabajar a Procter y conoció a Jaime Tudela, su supervisor. De inmediato se generó entre ambos un claro magnetismo. Siempre que salían con la gente de la oficina –a almorzar, a bailar, o al Karaoke– quedaba clarísimo que allí había un entendimiento que excedía la simpatía laboral. A Jaime le tomó cuatro meses conseguir que Amanda accediera a ser su novia. Paseaban por todos lados, paraban de arriba abajo, se besaban públicamente y hasta durmieron juntos una vez en un hotel, pero ella no se animaba a iniciar algo en serio. Y no era que no estuviera interesada, claro que lo estaba, solo que con 25 años encima ya no podía darse el lujo de empezar una relación formal con un chico únicamente porque le pareciera churro. Ese criterio colegial–universitario no servía a estas alturas. A los 25, una mujer como ella tenía que asegurarse de que su posible enamorado fuera un potencial candidato a esposo, es decir, alguien “con quien pudiera proyectarse”, alguien “que no le haga perder el tiempo”, como fraseaban sus amigas y su mamá.
Felizmente para ella, Jaime resultó ser el partido perfecto: ejecutivo, 33 años, independiente, atractivo, popular, solvente. En Procter lo tenían muy bien considerado y su escalamiento a los más altos puestos de gerencia era cuestión de tiempo y paciencia. Su padre, además, tenía una vieja diplomática amistad con por lo menos un par de los mandamases, lo cual sin duda colaboraba en favor de su promisoria carrera en la empresa.
Desde que iniciaron la relación estaba visto que Amanda y Jaime acabarían casándose. No solamente se llevaban muy bien, sino que además se les veía muy bien. Eran la pareja más fotogénica de todas: era rutinario que aparecieran –él abrazándola por detrás– en las fotos de Sociales. Salían en las discotecas y restaurantes más exclusivos, pero también en el Regatas de La Punta, donde Jaime tenía encallado un velero, y en el Club Los Inkas, donde él pasaba algunos fines de semana compitiendo en torneos amateur de golf.
Cuando después de un año y ocho meses de enamorados se pusieron de novios, la mamá de Amanda no cabía en su felicidad. Bastaba mirarla a los ojos para saber cuál era el plan que tenía trazado: Amandita, su última hija, al igual que Alejandra y Ana Cecilia, las dos mayores, se casaría en la Iglesia Virgen del Pilar con el Padre Michael Evans. Ella, desde luego, se encargaría de todo.
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El destino de Gabriel se planteó de manera harto distinta. Antes de que lo expulsaran de la Católica por triquear Mate, se trasladó con las justas al IPP, donde dio fin a sus tumbos vocacionales. Tres años después recibió su cartón de publicista. Cuando viajó a Buenos Aires para hacer una especialización en Redacción Creativa en la Universidad de Palermo lo hizo con la esperanza de encontrar trabajo rápidamente y así poder establecerse en la ciudad.
Al cabo de seis meses, Gabriel no podía estar mejor: estudiaba por las mañanas, trabajaba por la tarde y parte de la noche en Nexus, una muy respetable agencia de publicidad bonaerense, y los fines de semana los aprovechaba para salir con Natalia Fortini, su enamorada, una rosarina guapísima de 20 años que se acababa de graduar de Artes Plásticas y a la que conoció en un evento organizado por la Universidad. Ella fue la que lo instruyó en toda esa onda ‘artie’ que a él siempre le fascinó pero que en Lima no tenía cómo ni con quién cultivar. Iban al teatro, a recitales, conciertos, exposiciones, museos, mercados de baratijas. Con siete años menos que él, Natalia le inyectaba una dosis de entusiasmo, energía e intensidad que lo rejuvenecían. No extrañaba ni mierda del Perú. Una vez por semana llamaba a su mamá y a su hermana, les decía que las quería mucho y preguntaba si necesitaban algo, pero eso era todo. Estaba feliz en Argentina y Natalia tenía que ver mucho con esa creciente sensación de alivio emocional. Algunos fines de semana viajaban al interior o pasaban los días junto al río, en una vida calmada y pastoril que a Gabriel le resultaba completamente nueva y, por lo mismo, maravillosa.
A él le hubiera encantado que Natalia se mudara a la pieza que tenía rentada en un edificio del Centro, pero a los padres de ella la idea no les hacía mucha gracia que digamos. “Es muy rápido, Nati, esperáte un tiempo, no tenés ni un año con él, ché”, la rezongaba su mamá cada vez que ella insinuaba la posibilidad de la mudanza. De todas formas esa comprensible oposición no era impedimento para que Natalia pasara incontables noches en el departamento de Gabriel. Algunas madrugadas, después de hacer el amor, él se levantaba, iba a la cocina, destapaba una cerveza (nunca faltaba una Quilmes en su pequeño refrigerador), volvía a la habitación y se quedaba contemplando el cuerpo desnudo de Natalia dormida. “Quién chucha iba a decirme que iba a terminar viviendo en Buenos Aires. Y encima con este cuerazo. No sé cómo he logrado que se fije en mí”, pensaba Gabriel, sonriendo sin malicia en medio de la oscuridad.
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Amanda hizo un tonazo por su matrimonio. El señor Di Lorenzi no escatimó un sol para que la última de sus hijas tuviera una gran recepción. Fue en una casa de Los Cóndores. Mil quinientos invitados, orquesta, un variado bufete gastronómico, botellas del mejor champán y Etiqueta Negra en cada mesa, una barra de hielo seco, iluminación fastuosa, un tabladillo gigante y un decorado hecho sobre la base de toldos arábigos que arrancó comentarios en todos los asistentes. No hubo revista en donde no apareciera una extensa reseña del matrimonio. Por lo menos dos páginas a color, salpicadas de numerosas fotografías: ahí Amanda recogiéndose el vestido y bailando en medio de una ronda de chicas; ahí Jaime lanzado por los aires por sus amigos golfistas; ahí los arlequines en zancos distribuyendo entre los invitados máscaras, pitos y sombreros; ahí los papás de Amanda y Jaime satisfechos, junto con congresistas y otras personalidades; ahí los novios, radiantes y traqueteados, despidiéndose de la muchedumbre desde el interior de una limosina pintarrajeada con spray blanco. Casi todas las notas periodísticas que se escribieron a propósito del casamiento acababan con la misma acotación: “la feliz pareja partirá en breve a las espléndidas playas de Dubái, destino elegido para la luna de miel”.
El encantamiento duró seis años. Luego empezaron los problemas. Por un lado Amanda no podía quejarse de su estatus: vivía en un departamento precioso cuyos ventanales proporcionaban una vista desde la que se dominaba con los ojos todo el Royal Club de San Isidro; tenía dos automóviles (sin contar la camioneta BMW X4 que su esposo le acababa de comprar), y, por si fuera poco, su hijo Emilio, de 4 años, estaba en uno de los mejores colegios de la capital. No cabía duda de que a Jaime le había ido profesionalmente muy bien. Alcanzar la gerencia comercial de Procter y manejar, en paralelo, los negocios familiares de su padre, le habían dejado totalmente despejado el camino de las preocupaciones económicas. Si aún no era millonario, le faltaba muy poco.
Sin embargo, esa misma obsesión por el ascenso laboral y la acumulación de dinero fue convirtiendo a Jaime en un hombre mucho más frío de lo que ya era. Es verdad que nunca se había caracterizado por ser un epítome del romanticismo precisamente, pero mal que bien se las había ingeniado para no descuidar esos detalles que toda mujer dice valorar: un regalo sorpresa, una cena de aniversario, un poema, unas flores arrancadas de un jardín. Así fue durante los primeros años. Ahora, en cambio, su perfil de negociante calculador había ido apagando la poca calidez que su carácter despedía. Eso se tradujo en ausencias y en una indiferencia física que Amanda ya no sabía a qué (o a quién) adjudicar. De pronto Jaime dejó de hacerle el amor con la asiduidad y la ternura acostumbradas. Casi ni la tocaba. Y aunque como padre era ejemplar (paseaba con Emilio en el velero, lo entrenaba en el golf, acudía puntualmente a las reuniones de padres de familia del colegio), su faceta de esposo, sobre todo en el plano sexual, había sufrido cambios tan preocupantes como radicales.
Pese a eso Amanda no quería armar un alboroto. Estaba empecinada en recuperar su vida de pareja, pero sin promover escándalos. A veces buscaba a su mamá y sus mejores amigas para aplacar las dudas que la carcomían, pero a cambio recibía todo tipo de mensajes contradictorios: “tienes que luchar por tu matrimonio”, “hazte la tonta”, “esas crisis son naturales”, “alguien le habrá calentado la cabeza, pero ya se le pasará”.
Ocurriera lo que ocurriera, Amanda no daría un paso al costado. Eso lo tenía bien clarito. El divorcio no figuraba en absoluto entre sus planes. Abdicar del matrimonio significaría, no solo enfrentar públicamente una vergüenza social, sino soportar el peso de lo que ella entendía como un fracaso. Por más que Jaime extremara su frialdad, la separación nunca iba a ser una alternativa que ella contemplaría.
Un buen día, durante el desayuno, mientras Jaime leía el diario, ella –temerosa de que su matrimonio estuviera a punto de convertirse en una pantomima– lanzó una propuesta: visitar a un especialista. “¿Terapia de pareja?”, preguntó él, con voz de incredulidad y sin retirar la mirada del periódico. “Esas son huevadas”, completó. “Algo tenemos que hacer, Jaime, no estamos bien, date cuenta por Dios”, contraatacó ella. “Te haces demasiadas paltas, Amanda, somos una pareja como cualquiera, con altas y bajas. En esta casa todo funciona, tienes todo, no sé de qué te quejas tanto”, respondió él, apartando por un momento el diario para mirarla de frente.
Atrapada en el laberinto de sus recriminaciones, ella recurrió a su carta bajo la manga: el abandono sexual del cual era víctima. Dijo que no se sentía deseada, que él ya no la buscaba en la cama, que no era posible que en apenas seis años de matrimonio la pasión haya desaparecido de esa manera tan abrupta. Jaime se echó a reír. “Uy, ahorita me sales con que crees que tengo una amante o, peor, con que soy cabro”, bromeó con ironía mientras repasaba el periódico con tosquedad. “Sí, pues, he llegado a pensar las dos cosas y si es así, dímelo, dímelo, por favor, dímelo de una vez”, replicó Amanda. “Ay, qué tonta eres”, le contestó Jaime, endureciendo el tono y dejando esta vez el diario encima de la mesa. “Tengo cerros de trabajo, me saco la mierda para darte una vida de la puta madre, con Emilito hacemos una familia excelente, nos vamos a ir de vacaciones a Orlando a fines de año, y tú vienes y me haces todo este chongo porque, según tú, ya no te toco como antes. ¿En serio crees que soy maricón o que tengo algo por ahí? ¿Qué chucha te pasa, Amanda? ¿Con quién has estado hablando? ¿Qué ideas te han estado metiendo ah? Ubícate un poco ¿quieres?”.
Amanda se echó a llorar. Su jugo de naranja estaba a la mitad del vaso. El huevo revuelto permanecía intacto en el plato, igual que las tostadas. Jaime estaba molesto. Terminó de hablar, se paró, tiró la servilleta sobre la mesa, cogió su saco, su lap top y se fue sin despedirse. Lo único que alcanzó a decir antes de dar un portazo fue: “no vengo a almorzar por si acaso”.
Tal vez ese fue el primer instante desde el ya lejano día en que se casaron en que Amanda musitó, hacia adentro, sin pronunciar una sola sílaba, la temeraria pregunta que a toda costa había evitado hacerse: ¿será Jaime el hombre correcto, será el hombre de mi vida?

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 RENATO CISNEROS

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