jueves, febrero 24, 2011
AQUEL VIEJO MOTEL
Primera vez que le dije a una novia para ir a un hotel, se echó a llorar. Y no de emoción, precisamente. Era de noche. Yo tenía 20 años, ella 17. Estábamos en el carro de mi mamá, estacionados al lado de un parque, evaluando alternativas sobre dónde prolongar los ruidosos festejos por los diez meses de nuestra joven relación. Fue ahí que, tomando disimulado valor, le hice la propuesta con la gélida naturalidad de quien pregunta la hora.
- "¿Y si nos vamos a un hotel?", indagué
Tras mi genial pregunta hubo una pausa de siete u ocho segundos. Luego, ella rompió el silencio con un gimoteo inesperado, seguido de un fino llanto de honda decepción, un sutil moqueo y una corta pero muy corrosiva cadena de insultos.
- "¿Qué te crees que soy ah? ¿Una ruca? Idiota ahí. Llévame a mi casa ahorita", me espetó, con la voz entre temblorosa y renegona.
Yo, asustado por haber propiciado lo que a todas luces resultaba ser un ataque ofensivo a la conservadora autoestima de mi señorita enamorada, encendí el carro y comencé a manejar y a pedirle disculpas en cinco idiomas. Ella, desde luego, rebatió todos mis estúpidos argumentos, reprochándome el supuesto maltrato emocional al que la había expuesto. Era duro de aceptar, pero no cabía duda: la había cagado todititita.
A pesar de su tajante e indignada posición, su parecer cambiaría con el tiempo hasta torcerse por completo. Fueron dos meses los que me tomó convencerla de que un hotel no era, pues, el oscuro templo de lujuria y lascivia que su virginal cerebro adolescente despreciaba, sino un lugar absolutamente sano adonde parejas de todas las edades y procederes acudían para refugiarse y celebrar el amor.
Cuento esa anécdota del pasado a manera de introducción a este post, que pretende ser un tributo personal, un pequeño reconocimiento, un breve pero significativo homenaje a la tantas veces censurada institución del hotel. Y cuando digo hotel en realidad quiero decir telo, ese lugar humildón que --aunque privado de la imponente fastuosidad de un Marriot o un Hilton-- da cálido albergue a los amantes urgidos que no tienen dónde dar cuenta de sus más recónditas y eléctricas pasiones.
Cuando tú y tu novia viven en casa de sus respectivos papás; cuando ya se hartaron de tener que esperar a que toda la familia salga de paseo para acostarse juntos; cuando ya no resultan tan adrenalínicos los angustiantes sobresaltos del sexo improvisado en la sala de la televisión; cuando hacerlo en ambientes públicos ha perdido algo de su gracia original; cuando extrañas un lecho donde poder ensayar las más insospechadas y gimnásticas piruetas; o cuando simplemente añoras la privacidad y discreción de una habitación cerrada con doble llave y la confortable amplitud de un somier de dos plazas; es ahí, justo ahí, cuando la figura del telo adquiere una nobleza y trascendencia innegables.
Uno aprende primero por las películas, y luego lo constata en la práctica, que la habitación de un hostal crea en los enamorados la ilusión de un cuarto matrimonial. Es como ser esposos o convivientes por una noche. En ese lapso, la cama, las sábanas, los veladores, las lámparas, los feos bodegones que decoran las paredes, el baño y el televisor forman parte de una escenografía que los novios comparten falsamente: todo el decorado es propiedad de los dos pero al mismo tiempo de ninguno, o es de los dos pero también de los muchos hombres y mujeres que han pasado antes por allí. Ir a un telo es, entonces, formar parte de una comunidad imaginaria que ha usufructuado los mismos beneficios que tú y tu chica, que ha actuado en el mismo set, que ha peleado en el mismo ring de cuatro perillas, y que se ha amado bajo el mismo techo (y sobre el mismo colchón).
Sin embargo, a pesar de lo extrañamente encantador que resulta ocupar ese espacio en el que la disposición de los objetos produce esta sensación de doméstica pero efímera comodidad, a pesar de eso, la visita al telo siempre exige atravesar momentos algo embarazosos. El solo hecho de ingresar a un hotel ya provoca en muchas mujeres un pasajero acceso de estrés, un pudoroso nerviosismo que se agudiza segundos más tarde, delante del mostrador de recepción. No hay forma de llegar hasta el dormitorio salteándose esa instancia ligeramente incómoda: es una garita que hay que pasar, una escala técnica que hay que hacer, un trámite que estamos obligados a regularizar.
Es gracioso ver cómo algunas chicas, por preservar el perfil bajo, giran discretamente la cabeza y se cubren tiernamente la cara con el pelo, mientras tú haces arreglos con el recepcionista, con la finalidad de contar con las más dignas instalaciones del local y acceder al juego de llaves que te corresponde.
Con las huéspedes primerizas, la posibilidad de que un ataque de pánico las haga retroceder no desaparecerá hasta que ambos crucen el umbral de la puerta de la pieza que les ha sido asignada. Es por eso que muchos novios, durante los minutos en que se ocupa el ascensor y se atraviesan los laberínticos pasillos, cruzan secretamente los dedos para que su pareja no se repliegue y arruine la velada. Para colmo, siempre existe la terrible posibilidad de que tu chica se cruce con alguna persona conocida en la ruta al cuarto, un azar que podría suscitarle un 'shock' y un funesto arrepentimiento.
La vida --entre rachas de sequía y tumbos de promiscuidad-- me ha llevado a conocer hostales de todo pelaje. Desde los más gallardos, con sus edredones, su jacuzzi y su sistema de calefacción, hasta los más guerreros, con sus cortinas remachadas, sus anónimos jaboncillos de tocador, y con los botones aplastados del control remoto de la TV sin cable. A todos ellos les cogí un episódico cariño. Y aunque sería inadecuado elaborar una lista de todos los telos que me han proporcionado fugaz cobijo y amparo, no puedo evitar mencionar algunos de los clásicos y favoritos. Ahí tienen ustedes el histórico Polonia, el Britania, el inexpugnable Reducto, el inmaculado My Place, Las Lomas, Los Laureles, el recientemente descubierto Eucaliptos, el siempre dispuesto Monterrico Inn, el Faro, el Farolito, el Cisne, el Apolo, el Inkari, Los Mirtos, amén de otros que fueron testigos de gestas menos triunfales y cuyos nombres marginales es menester olvidar.
En esos lugares amé, me divertí, reí, me desvelé, me quedé plácida e irresponsablemente dormido, me embriagué, mentí, oí mentiras, sorprendí, defraudé, pero sobre todo hice felices a mujeres que me hicieron feliz. A veces enamorado hasta el tuétano, a veces no. A veces con novias, a veces con compañía ocasional. Por todo eso, cada vez que paso delante de sus fachadas, en auto o a pie, la memoria hace que se me escape una sonrisa, en un guiño de abierta complicidad conmigo mismo. (Espero constatar en los comentarios que a ustedes les pasa igual para sentirme un poquito menos delirante).
Supongo, para terminar, que este post es también un reflejo de nostálgica despedida. Una vez que adquiera mi departamento --cuya compra está a punto de concretarse-- ya no será necesario vagabundear por ahí, calenturiento, de madrugada, buscando junto a quien sea la posada amorosa de un hostal. Aunque, claro, siempre queda la futura posibilidad de un dulce y travieso reencuentro.
RENATO CISNEROS
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